Según los primeros tres Evangelios, los doce apóstoles fueron enviados en misión con las palabras: «Vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». En el Evangelio de Juan, Jesús habla de otra forma de misión: «Que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, permite que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado».

Esto es muy importante para nosotros hoy. Aquí Jesús no pone el énfasis en la predicación del evangelio para ganar gente del mundo, sino en la unidad: «Que todos sean uno... para que el mundo crea que tú me has enviado». En esta oración, la misión consiste en la unidad de los discípulos.

La unidad cuesta una lucha; cuesta la disciplina en la iglesia y el sufrimiento; cuesta el perdón renovado, la confianza y el amor una y otra vez a las mismas personas que nos han hecho daño. Si la unidad es fuerte entre nosotros, resplandecerá en el mundo. No sabemos cómo, pero lo hará.

Vivimos en comunidad, porque queremos ser hermanos y hermanas. Ese es nuestro primer llamado: ser hermanos, también para las personas más humildes, de modo que a nadie se menosprecie, ni se olvide la necesidad de nadie. Estamos aquí para cuidar de nuestros hijos, nuestros hermanos y hermanas, nuestros ancianos, viudas y huérfanos. Nuestro llamado principal no es buscar gente de los barrios marginados y demás; que incluso podría destruirnos. Si todos nos dispersáramos, nos desintegraríamos y nos convertiríamos como cualquier otra organización establecida para realizar trabajo social.