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    Cristo: nuestro gran liberador

    Extractos de las homilías del Monseñor Romero

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    lunes, 04 de junio de 2018
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    Cristo: el sí de las promesas de Dios. Para San Pablo también debió ser una hora difícil cuando se burlaban de él en Corinto: de que su lenguaje era informal: «Hoy "sí" y mañana "no", anunciamos a Cristo que es el eterno sí de Dios» (2 Co 1: 18-19). ¡Qué hermoso nombre para Cristo: el sí de las promesas de Dios! El sí en que Dios, que ha prometido cosas tan inauditas como una salvación nueva, un perdón de los pecados, un llamamiento de todos los pueblos a formar un solo pueblo, un solo amor, no se arrepiente de sus promesas, sino que en Cristo las cumple aun cuando ese Hijo de sus amores sea llevado a ser clavado en una cruz. Si es condición necesaria para el cumplimiento de las promesas de Dios, Cristo muere crucificado.

    El sí del hombre a Dios. El sacrificio es la rúbrica de las grandes promesas de Dios y, por eso, dice San Pablo: «Así como también, los hombres que tratan de ser fieles a Dios, le dicen amén» (2 Co 1:20). Revaloremos esta mañana, queridos hermanos, esa palabra tan usada y que tal vez de tan usada ya no tiene sentido para nosotros, pero cuando en nuestra liturgia decimos «amén», nosotros estamos haciendo un acto de fe, lo más hermoso que es decir: sí. Es el sí del hombre a Dios a través de Cristo.

    Cristo es el amén de la humanidad a Dios. En Cristo se hacen amén las esperanzas de todos los pueblos, de todos los hombres, porque en Cristo se hacen sí las promesas de Dios. En Cristo es la zona donde el hombre necesitado, los pueblos pecadores, las sociedades como ennegrecidas, sin esperanza, miran la esperanza de un Dios que todavía nos ama porque esa definición de San Pablo: Cristo sigue siendo el sí, en una construcción gramatical griega, es un tiempo que en nuestro castellano no existe; en que lo que sucedió, sigue siendo realidad para todos los siglos, Cristo vive, y vive en su Iglesia y vive en América Latina.

    -18 de febrero 1979

    Hermanos, mirando a Cristo resucitado ¡cómo se debe llenar de gratitud, de embeleso, de esperanza, nuestra fe! y decirle: Tú eres el Dios que se hizo hombre y que por amor a los hombres no tuviste horror de esconder tu grandeza de Dios y pasar por este mundo como un hombre cualquiera. Ninguna distinción, más aún, te confundieron con los malhechores, moriste como un asesino en una cruz, te sepultaron en el basurero de los crucificados, en el calvario; pero de allí, de la basura, de la profundidad del abismo al que descendió a los reinos de la muerte y de la sombra, surge ahora el Divino Resucitado, verdaderamente ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo (Hch 10:38).

    La encarnación de Cristo es aquí donde se corona. Aquel Niño Dios que la Virgen tuvo en sus manos. Aquel niño que acarició y amamantó en sus pechos, aquel a quien se sintieron con derecho de escupir y de golpear los enemigos, era la carne de Dios; Dios estaba allí, Dios estaba encarnado en Cristo. Era necesaria la gloria de la resurrección para que los hombres comprendiéramos que en el Cristo crucificado y humillado, que en el Cristo que por nosotros es Dios hecho hombre que nos comprende, que siente el cansancio, el sudor, la angustia del hombre, está escondida la dignidad de Dios. Ahora lo vemos. Cuando la gloria de Dios transpira por todos sus poros, cuando todo su semblante y todo su ser más parece un sol resplandeciente que un mortal, comprendemos lo que San Pablo asegura de la resurrección: «lo que se sembró en ignominia, se cosecha en glorificación; lo que se sembró en un sepulcro mortal, muerto, resucita inmortal, glorioso para no morir más» (1 Co 15: 42-44). La muerte no lo dominará. El eterno joven, el eterno hermoso, la eterna primavera, la vida que no tendrá enfermedad ni ocaso, la alegría plena, la felicidad.

    -26 de marzo 1978

    [Él es] Mesías y Señor, Kirios, emperador, rey. No con un triunfalismo ostentoso de vanidad pero sí con la realeza divina que lo hace omnipotente, que lo hace presente en su Iglesia, que lo hace constructor de la historia, que lo hace piedra fundamental de todos los movimientos humanos, que lo hace brújula que orienta la historia entera hacia su verdadero destino. Señor de la historia, Señor de los tiempos, Señor de la eternidad. Él es la clave que abarca el antes, el hoy y el después. «Cristo siempre», decía San Pablo. Cristo Señor, Cristo vive, Cristo ha resucitado y la muerte no lo dominará más. Pero es un Cristo que se presenta como Buen Pastor. ¡Qué cosa más hermosa pensar que este poderoso, este rey, este hombre que lleva las marcas de todo el sufrimiento convertidas ahora en estrellas gloriosas, es nuestro gran liberador, es nuestro gran pastor!

    -16 de abril 1978

    Trasciende a Ciro; cualidades del Mesías. Esa figura se transforma en una figura poética que Isaías llama el siervo de Yahvé, el siervo de Dios. Ya no es simplemente un rey de Persia, ya no es simplemente un hombre con poderes humanos salvadores, es alguien misterioso y es entonces cuando la profecía de Isaías nos ha dicho esta mañana: «Esa mezcla de triunfo y de dolor; de grandeza y de humildad; ese siervo de Yahvé que va a vencer y sojuzgar a todas las naciones del mundo, no es hombre que grita por las calles iracundo, impasible, violento; es manso y humilde. –Fíjense en esta figura–. No acaba de quebrar la caña que ya está quebrada, no acaba de apagar el pabilo que aún está humeante» (Is 42:3). ¡Qué figura más bella para decir cómo es la misericordia de esta redención!

    Aunque un hombre ya esté quebrado, aunque un pueblo se sienta como candil que se va apagando, aun cuando nos sintamos con un sentimiento profundo de frustración por nuestros pecados, por los pecados de las clases sociales, por los abusos de la política; un pueblo que se ha hecho digno de su nombre, un pueblo que no merece ya la misericordia de Dios, dice hoy la profecía que nos llena de esperanza: «Él no acabará de quebrar esa caña que ya se está acabando de quebrar. Él no acabará de apagar esa mechita que todavía echa señales de fuego». En el Salvador todavía hay capacidad de rehacernos. Todavía puede encenderse la lámpara de nuestra fe y de nuestra esperanza. Y está aquí nuestra esperanza: ¡El siervo de Yahvé, Cristo, Divino Ciro que viene a liberarnos de toda clase de esclavitud, Él es nuestra esperanza!

    -14 enero 1979

    Un cristiano no puede ser pesimista. Un cristiano siempre debe de alentar en su corazón la plenitud de la alegría. Hagan la experiencia, hermanos, yo he tratado de hacerla muchas veces y en las horas más amargas de las situaciones, cuando más arrecia la calumnia y la persecución, unirme íntimamente a Cristo, el amigo, y sentir más dulzura que no la dan todas las alegrías de la tierra. La alegría de sentirse íntimo de Dios aun cuando el hombre no lo comprenda a uno. Es la alegría más profunda que pueda haber en el corazón. Cristo, que estaba precisamente en la noche trágica de su vida cuando al día siguiente hasta sus discípulos lo iban a abandonar, les dice esta palabra de alegría, –Él, sin duda, que al subir al Calvario en medio de las amarguras de la pasión, en el fondo de su alma había una plenitud de alegría porque estaba haciendo la voluntad de su Padre, y sentía que Dios no lo abandonaba aun cuando aparentemente parecía un abandono de Dios–: «Para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15:11).

    -20 de mayo 1979


    Fuente: Las homilías del Monseñor Romero en Servicios Koinonia

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    Contribuido por OscarRomero Óscar Romero

    Monseñor Óscar Arnulfo Romero, intrépido defensor de los pobres y desamparados, alcanzó renombre mundial durante sus tres años como arzobispo de San Salvador. Se murió por la bala de un asesino en 1980.

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