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La irrupción de Dios en la historia humana
El momento clave de la historia ocurrió de manera discreta y en las márgenes.
por Gustavo Gutiérrez
jueves, 18 de diciembre de 2025
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“Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino” (2:1-2), reza el evangelio de San Lucas, y el de Mateo añade que Jesús nació “en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes” (2:1).
Estos textos simples traen un mensaje profundo: Jesús nació en un lugar y un tiempo determinados. Bajo el emperador Octavio que se hizo llamar el Augusto cuando se encontró en la cima del poder, siendo Cirino gobernador de Siria y reinando Herodes, traidor a su pueblo y vendido a la potencia ocupante. En ese momento nace Jesús, insignificante ante los ojos de la fuerza cínica y endiosada, así como ante los de la cobardía disfrazada de paz y realismo político.
Nació en Belén, “pequeña entre las aldeas de Judá” (Mi 5:1), rodeado de pastores y animales. Hasta un establo habían llegado sus padres después de tocar inútilmente muchas puertas en el pueblo, según relatan los evangelios, y nos lo recuerda la costumbre popular mexicana de “las posadas”. Allí en la marginalidad, “la Palabra se hace historia, contingencia, solidaridad y debilidad; pero podemos también añadir que por eso mismo la historia, nuestra historia, se hace Palabra”.1
En un pueblo andino peruano. Fotografía de Rafaela Asprino/Adobe Stock.
Es frecuente en época de Navidad decir que Jesús nace en cada familia, en cada corazón. Pero esos “nacimientos” no pueden dejar de lado el hecho primero y macizo: Jesús nació de María en el seno de un pueblo a la sazón dominado por el más grande imperio de ese tiempo. Este es su “aquí y ahora”. Si olvidamos esto, el nacimiento de Jesús se convierte en una abstracción, en un símbolo, en una cifra. Sin coordenadas históricas ese acontecimiento pierde significación. Para el cristiano la Encarnación manifiesta la irrupción de Dios en la historia humana. Encamación de la pequeñez y el servicio en medio del poder y la prepotencia de los grandes de este mundo. Irrupción con olor a establo.
El hijo de Dios nace en el seno de un pueblo pequeño, en una nación poco importante en relación con las grandes potencias de su tiempo. Más aún, se encarna en el sector de los pobres de la región marginada de Galilea, vive con los pobres y viene desde ellos para inaugurar un Reino de amor y justicia. Por ello muchos tendrán dificultad en reconocerlo. El Dios que se hace carne en Jesús es el Dios oculto de que nos hablan los profetas, lo es precisamente en la medida en que se hace presente a partir de los ausentes y anónimos de la historia, de aquellos que no son los dominadores, los grandes, los bien vistos, “los sabios y prudentes” (Mt 11:25).
La fe cristiana es una fe histórica. Dios se revela en Jesucristo, y por él en la historia humana, en lo más insignificante y pobre de ella. Solo desde allí es posible creer en Dios. El creyente no puede colocarse en una especie de ángulo muerto de la historia para verla pasar. Debemos aprender a creer desde las condiciones concretas de nuestra vida. Bajo la opresión y la represión, pero también en medio de las luchas y esperanzas que se viven hoy en América Latina, bajo las dictaduras que siembran la muerte entre los pobres y las “democracias” que muchas veces trafican con sus necesidades e ilusiones.
Al Señor no lo intimidaron ni las tinieblas ni el rechazo de los suyos. Su luz fue más fuerte que todas las sombras. Entrar en nuestra historia, la de aquí y ahora, alimentar nuestra esperanza con la voluntad de vida de los pobres de nuestro continente, son condiciones ineludibles para habitar en la tienda que el Hijo puso en medio de nosotros. De este modo experimentaremos en su carne el encuentro con la Palabra que anuncia el Reino de Vida.
Fuente: Gustavo Gutiérrez, El Dios de la vida. Instituto Bartolomé de las Casas, 1989, 170-172, 174. Usado con permiso.
Notas
- M. Díaz Mateos El Dios que libera (Lima, Cep, 1985) 273.