Si servimos con amor, nuestro servicio dará frutos. Si alguno habla mal de nosotros, nos critica o nos suelta una sarta de insultos, aún debemos amarle más, pues él podrá probar los dulces frutos de nuestro amor.

Cuando un chico travieso ve un árbol con deliciosos frutos colgando pesadamente de sus ramas, a veces le lanza piedras. Pero el árbol no responde devolviéndole las piedras. En cambio, deja caer la deliciosa fruta para que goce con ella. El árbol no tiene piedras que lanzar, sino que muestra graciosamente lo que tiene —los dulces frutos— sin murmurar o quejarse. Por tanto no debéis desanimaros si alguien os insulta u os critica porque sigáis una vida espiritual. Es la señal de que realmente anhelan el fruto que Dios os ha dado a vosotros. Y cuando os atacan poseídos de malicia y despecho, vosotros podéis seguir ofreciendo frutos espirituales y revelarles el amor de Dios.

Una vez, un hijo rebelde dejó la casa de su padre y se unió a una banda de ladrones que vivían a lo largo de la carretera que cruza la jungla. Durante un tiempo, olvidó su feliz infancia y se hizo cruel y despiadado como los demás. Pero su padre nunca perdió la esperanza de que el hijo abandonara las malas compañías y regresaría a casa. Un día pidió a sus sirvientes que fueran a la jungla a buscar a su hijo, y le dijeran que su padre le esperaba, que le perdonaba con tal que abandonase sus malos hábitos. Pero los sirvientes se negaron a cumplir el encargo, pues les asustaba demasiado ir a una zona salvaje y acercarse a los fieros ladrones. Ahora bien, el hijo mayor amaba a su hermano pequeño tanto como su padre, así que puesto que los sirvientes se negaban a ir a la jungla, decidió ir él personalmente para transmitirle el mensaje de su padre. A medida que se iba internando por la jungla, los ladrones le espiaban y, en un momento dado, le atacaron e hirieron, dejándole casi muerto. Pero su hermano menor le reconoció. Lleno de pesar y remordimiento por lo que él y su banda habían hecho, abrazó a su hermano moribundo, el cual, con su último aliento, fue capaz de enunciarle el mensaje de su padre: «Ahora la tarea de mi vida y de mi amor, ha sido cumplida.» y, diciendo esto, expiró en los brazos de su hermano.

El joven quedó tan conmovido por el amoroso sacrificio de su hermano que su corazón cambió al instante. Abandonó su vida de ladrón, le pidió perdón a su padre y desde aquel día llevó una nueva y honrada vida. Cuando pensamos en cómo murió el maestro, en su tremenda agonía para transmitirnos el mensaje amoroso de Dios, ¿no debemos nosotros también estar dispuestos a dar nuestras vidas llevando este mensaje de esperanza a los otros?

Con frecuencia podemos compartir el mensaje del amor de Dios más efectivamente por la plegaria que por medio de la prédica. El poder espiritual emana silencioso y desapercibido de aquellos que rezan, y revelan verdades espirituales a los demás, justo como las invisibles ondas de radio que emite un poderoso transmisor pueden transportar mensajes a aquellos que los escuchen. De esta forma, una persona que busca puede recibir gran ayuda de alguien que está rezando solo.


El texto proviene del libro Enseñanzas del maestro.
Imagen: ‘Sadi en un jardín de rosas,’ Imperio mogol, 1645. Fuente: Wikimedia Commons