La idea de desmembramiento tanto nos choca como nos repela. No sólo es incongruente;  no nos parece humana una parte separada del cuerpo; quitada  del cuerpo está terriblemente fuera de lugar.

Teniendo en cuenta éste imagen, debemos reconocer que  la libertad no es igual a la independencia. La verdadera libertad denota estar conectado. Un dedo amputado de la mano no está libre.

La libertad no es el derecho de hacer lo que quiera bajo sus propios términos, sin considerar a los demás. Para ser verdaderamente libre "debe haber  un  peso,” escribió Kierkegaard ," así como el reloj o su funcionamiento  necesita una pesa grande para funcionar bien, y el barco necesita lastre. Y porque el peso se ha desaparecido —el reloj no funciona, el barco no se gobierna— y  por esta razón la vida humana se ha vuelto remolino”.

El opuesto de la libertad no es la restricción, sino la impotencia. La libertad tiene que ver con capacidad, no sólo con posibilidad. Por eso escribe el apóstol Pablo: “ustedes han sido llamados a ser libres; pero no se valgan de esa libertad para dar rienda suelta a sus pasiones. Más bien sírvanse unos a otros con amor” (Gal 5.13). La libertad incluye la capacidad de amar, y el forjar de vínculos con otra gente que posibilita el amor.

El Nuevo Testamento nos enseña que somos miembros los unos de los otros (1 Co 12:14-21). Estamos sanos espiritualmente en la medida en que los tejidos de nuestras vidas se entrelazan entre sí. No se puede lograr la fe solo. La interdependencia, no la independencia, es el modelo de Dios para la vida. Cuando no nos andamos relacionados con los demás, no sólo nos volvemos alienados de Dios y otra gente, sino también de nuestro ser más profundo.

Pero ¿qué significa relacionarse? Lamentablemente, es un mal de nuestro tiempo la superficialidad. Amistades superficiales y virtuales, y relaciones frágiles y desechables son típicas  de nuestra sociedad, y además de  la iglesia también. Hasta nuestro lenguaje revela la superficialidad. Consideren  la palabra "comunidad.” En el libro de Hechos, los primeros cristianos "perseveraban en la comunión." Ellos no sólo tenían comida y comunidad; eran una comunión. Ellos se dedicaban el uno al otro, y vivían entretejido en cuido mutuo. Su vida diaria implicaba una común existencia material de unidad y compartimiento.

Nosotros, al contrario, sólo llegamos a reunirnos y asociarnos y enlazar nuestras vidas a más y más distancia. Nuestras vidas, nuestras almas, nuestras decisiones, nuestros dones, por no mencionar nuestras casas y bolsillos, continúan muy propios de nosotros y se guardan. Con todos nuestros aparatos tecnológicos sabemos monitorearnos, pero al fin y al cabo no podemos dependernos unos a otros.

¿Cómo superamos esto?  Jesús nos ofrece libertad, pero su libertad tiene que ver totalmente con unidad, no de independencia. El Nuevo Testamento recalca la importancia de compartir la vida diaria con palabras indicando acciones reciprocas:

  • Ámense los unos a los otros con amor fraternal, respetándose y honrándose mutuamente (Rom 12:10)
  • Vivan en armonía los unos con los otros (Rom 12:16)
  • Instruirse unos a otros (Rom 15:14)
  • Que sus miembros se preocupen por igual unos por otros (1 Co 12:25)
  • Más bien sírvanse unos a otros con amor (Gal 5:13)
  • Ayúdense unos a otros a llevar sus cargas (Gal 6:2)
  • Anímense y edifíquense unos a otros (1 Thess 5:11)
  • Que vivan tolerantes unos con otros en amor (Eph 4:2)
  • Sométanse unos a otros (Eph 5:21)
  • Que se toleren unos a otros y se perdonen(Col 3:13)
  • Confiésense unos a otros sus pecados  (Santiago 5:16)
  • Practiquen la hospitalidad entre ustedes (1 Ped 4:9)

Por ver la lista arriba es evidente una cosa: una vida de fe involucra un nivel de compromiso a otros creyentes. ¿Cómo es posible “llevar la carga del otro’’ si no sabemos de la carga y no estamos dispuestos a llevarla en realidad? ¿Cómo podemos “vivir tolerantes unos con otros” a menos que nos relacionemos tan cercanos que nos sacamos de quicio? ¿Cómo es posible que nos perdonemos a menos que estemos en las vidas del otro lo suficiente para hacerle sufrir y fallarle? ¿Cómo podemos confesar nuestros pecados a los otros si no compartimos nuestras vidas totalmente?

Tristemente, demasiados queremos mantenernos libres y fáciles; no queremos comprometernos a nada, mucho menos a nadie. Queremos que nuestras vidas estén sin limitaciones, sin cerrarnos ninguna puerta. Sin querer, en lugar de estar  libres nos encarcelamos detrás de barrotes del egoísmo, de sospechas, y de todo tipo de conductas compulsivas y autodestructivas que nos dejan aislados y llenos de miedo. Estamos tan "libres" que no queremos darnos a nadie; ni siquiera sabemos quién ser, o a qué viene que nos deba importar cualquier cosa. Nuestra llamada “independencia americana” no nos ha convertido en dueños de nosotros mismos, sino más bien en dueños de la sobreactividad y del consumo excesivo; estamos comprometidos sólo a ganar dinero y gastarlo en nosotros mismos.

Si queremos celebrar nuestra libertad tenemos que contemplar lo que eso verdaderamente significa. También podríamos considerar de nuevo el poder que hay en sacrificar nuestras “libertades” para el bien de los demás. Es paradoja, pero ser unidos en el amor, ser liberado de sí mismo y convertirse en una persona que realmente vive para los demás, es la mayor libertad. Es la única libertad para la cual vale la pena vivir y morir.


Este artículo se publicó originalmente en 2010. Traducción de Coretta Thomson.