Vivía en la ciudad un zapatero llamado Martín Avdieitch, que habitaba en un sótano una pieza alumbrada por una ventana. Esta ventana daba a la calle, y por ella se veía pasar la gente; y aunque sólo se distinguían los pies de los transeúntes, Martin conocía por el calzado a cuantos cruzaban por allí. Viejo y acreditado en su oficio, era raro que hubiese en la ciudad un par de zapatos que no pasara una o dos veces por su casa, ya para remendarlos con disimuladas piezas, ya para ponerles medias suelas o nuevos tubos. Por esa razón veía con mucha frecuencia, a través de su ventana, la obra de sus manos. Martín tenía siempre encargos de sobra, porque trabajaba con limpieza, sus materiales eran buenos, no llevaba caro y entregaba la labor confiada a su habilidad el día convenido. Por esa razón era estimado de todos y jamás faltó el trabajo en su taller.

En todas las ocasiones demostró Martín ser un buen hombre; pero al acercarse a la vejez, comenzó a pensar más que nunca en su alma y en aproximarse a Dios. Cuando aún trabajaba en casa de un patrón, murió su esposa dejándole un hijo de tres años. De los que antes Dios le enviara todos habían muerto.

Max Liebermann, Taller del zapatero, óleo sobre panel, 1882. Wikimedia Commons

Al verse solo con su hijito pensó al pronto en enviarle al campo a casa de su hermano, pero se dijo:

 —Va a serle muy duro a mi Kapitochka vivir entre extraños; así, pues, quedará conmigo. Y Avdieltch se despidió de su patrón y se es tableció por su cuenta, teniendo consigo a su pequeñuelo. Pero Dios no bendijo en sus hijos a Martin, y cuando el último comenzaba a crecer y n ayudar a su padre, cayó enfermo y al cabo de una semana sucumbió.

Martin enterró a su hijo, y aquella pérdida tan honda labró en su corazón, que hasta llegó a murmurar de la justicia divina. Se sentía tan desgraciado que, con frecuencia, pedía al Señor que le quitase la vida, reprochándole no haberle llevado a él, que era viejo, en lugar de su hijo único tan adorado. Hasta cesó de frecuentar la iglesia.

Pero he aquí que un día, hacia la Pascua de Pentecostés, llegó a casa de Avdleitch, un paisano suyo, que desde hacía ocho años recorría el mundo como peregrino. Hablaron, y Martin se quejó amargamente de sus desgracias.

 —He perdido hasta el deseo de vivir, decía: sólo pido la muerte, y es todo lo que imploro de Dios, porque no tengo ilusión ninguna en la vida.

El viejo le respondió:

—Haces mal de hablar de esa manera, Martin. No debe el hombre juzgar lo que Dios ha hecho, porque sus móviles están muy por encima de nuestra inteligencia. Él ha decidido que tu hijo muriese y que tú vivas, luego debe ser así, y tu desesperación viene de que quieres vivir para ti, para tu propia felicidad.

Ivana Kobilca, Stari Šibar, óleo sobre lienzo, 1889. Wikimedia Commons

 —¿Y para qué se vive, sino para eso? preguntó Avdieitch.

 —Hay que vivir por Dios y para Dios, repuso el viejo. Él es quien da la vida y para Él debes vivir. Cuando comiences a vivir para Él no tendrás penas y todo lo sufrirás pacientemente. Martín guardó silencio un instante, y después replicó:

 —¿Y cómo se vive para Dios?

—Cristo lo ha dicho. ¿Sabes leer? Pues compra el Evangelio y allí lo aprenderás. Ya verás cómo en el libro santo encuentras respuesta a todo cuanto preguntes.

Estas palabras hallaron eco en el corazón de Martín, quien fue aquel mismo día a comprar un Nuevo Testamento, impreso en gruesos caracteres, y se puso a leerlo.

El zapatero se proponía leer solamente en los días festivos; pero una vez que hubo comenzado, sintió en el alma tal consuelo, que adquirió la costumbre de leer todos los días algunas páginas. A veces se enfrascaba de tal modo en la lectura, que se consumía todo el petróleo de la lámpara sin que se decidiera a dejar el libro santo de la mano.

Así, pues, leía en él todas las noches; y cuanto más avanzaba en la lectura, más clara cuenta se daba de lo que Dios quería de él y cómo hay que vivir para Dios, y con ello iba penetrando dulcemente la alegría en su alma.

Antes, cuando se iba a acostar, suspiraba y gemía evocando el recuerdo de su hijo; ahora se contentaba con decir:

 —¡Gloria a Ti! ¡Gloria a Ti, Señor! ¡Esa ha sido Tu voluntad!

Desde entonces la vida de Avdieitch cambió por completo. Antes se le ocurría, en los días de fiesta, entrar en el traktir, un café-taberna, a beber té y a veces un vaso de vodka. En otras ocasiones comenzaba a beber con un amigo, llegando a salir del traktir, no ebrio, pero sí un poco alegre, lo que le movía a decir simplezas y hasta a insultar a los que hallaba en su camino.

Todo esto desapareció. Su vida se deslizaba actualmente apacible y dichosa. Con las primeras luces del alba se ponía al trabajo, y terminada su tarea, descolgaba su lámpara, la ponía sobre la mesa, y, sacando el libro del estante, lo abría y comenzaba a leer, y cuando más leía más iba comprendiendo, y una dulce serenidad invadía poco a poco su alma.

Ferdinand Hodler, Zapatero bajo la ventana, óleo sobre lienzo, 1882. Wikimedia Commons

Una vez le ocurrió que estuvo leyendo hasta más tarde que de costumbre. Había llegado al Evangelio de San Lucas y vio en el capítulo VI los versículos siguientes:

“Al que te pegue en una mejilla preséntale también la otra, y si alguno te quita tu capa no le impidas que tome también la túnica de debajo. Da a todos lo que te pidan, y si alguno da lo que te pertenece, no se lo exijas. Lo que queráis que os hagan los demás, hacédselo a ellos vosotros.”

Después leyó los versículos en que el Señor dice: “Por qué me llamáis: ¡Señor! ¡Señor! y no hacéis lo que yo os digo? Yo os mostraré a quién se parece todo aquél que viene a Mí, y que escucha mis palabras y las pone en práctica. Se asemeja a un hombre que edificó una casa y que habiendo excavado profundamente, asentó los cimientos sobre roca, y cuando llegó un aluvión, el torrente chocó con violencia contra esta casa, pero no pudo derribarla porque estaba fundada sobre roca. Pero el que escucha Mis palabras y no las pone en práctica, es semejante a un hombre que ha edificado su casa en la tierra, sin cimientos, y el torrente, al dar en ella con violencia, la ha derribado y la ruina ha sido grande.”

Martín leyó estas palabras, y su corazón fue penetrado de alegría. Se quitó las gafas, las dejó sobre el libro, apoyó los codos sobre la mesa v quedó pensativo. Comparó sus propios actos a esas palabras, y dijo:

 —¿Estará mi casa fundada sobre roca o sobre arena? Bien estaría si fuera sobre roca. ¡Qué feliz se siente uno cuando se encuentra a solas con su conciencia y ha procedido como Dios manda! En cambio, cuando se distrae de Dios, puede volver a incurrir en el pecado. De todos modos, he de seguir como hasta aquí, porque esto es bueno. ¡Dios me ampare!

Después de haber así pensado, quiso acostarse; pero le apenaba mucho dejar el libro de la mano, y aun comenzó a leer el capítulo séptimo. Allí leyó la historia del centurión y del hijo de la viuda, y la respuesta de Jesús a los discípulos de San Juan. Llegó al pasaje en que el rico fariseo invitó a su casa al Señor, vio cómo la pecadora le ungió los pies y se los lavó con sus lágrimas, y cómo le fueron perdonados sus pecados. Luego, en el versículo cuarenta y cuatro, leyó:

“Entonces, volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies y ella log ha regado con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me has dado el ósculo de paz, y ella, desde que entró, no ha cesado de besarme los pies. No has ungido con aceite mi cabeza, pero ella ha ungido mis pies con aceite oloroso.”

Leyó este versículo, y pensó: “Tú no me has dado agua para los pies, no me has dado el ósculo de paz, no has ungido con aceite mi cabeza.” Y Martín, quitándose de nuevo las gafas, dejó el libro y volvió a reflexionar:

—Sin duda —se decía— era como yo aquel fariseo. Yo también he pensado únicamente en mí. Con tal que yo bebiese té, que tuviese lumbre y que no careciese de nada, casi no me acordaba del convidado. Sólo pensaba en mí, y nada en el huésped; y, sin embargo, ¿quién era el convidado? ¡El Señor en persona!... Si hubiera venido a mi casa, ¿hubiera yo procedido de esta manera? —Y Martín, apoyando los codos sobre la mesa, dejó caer sobre las manos la cabeza y se durmió sin darse cuenta de ello.

¡Martín! —dijo de pronto una voz a su oído. Martín se despertó sobresaltado—. ¿Quién está ahí?

Se incorporó, miró hacia la puerta, y no viendo a nadie, volvió a dormirse. Pero, en el acto, oyó estas palabras:

 —¡Martin! ¡Eh, Martín! Mira mañana a la calle, que yo vendré a verte. El zapatero, despierto de su sopor, se levantó de la silla y se frotó los ojos. El mismo no sabía si aquellas palabras las había oído en sueños o en realidad.

Al fin apagó la lámpara y se acostó. El día siguiente, antes de la aurora, se levantó, rezó su acostumbrada plegaria, encendió su estufa y puso a cocer su sopa y su kacha, hirvió su samovar, se puso el mandil y se sentó al pie de la ventana para comenzar la cotidiana tarea.

Mientras trabajaba no podía apartar de su imaginación lo que la víspera le ocurriera, y no sabía qué pensar. Tanto le parecía que había sido juguete de una ilusión, tanto que en realidad le habían hablado.

 —Estas son cosas que suceden en la vida —se dijo. Martín siguió trabajando, y de vez en cuando miraba por la ventana, y cuando pasaba alguno cuyas botas no conocía, se inclinaba para ver, no sólo los pies, sino la cara del desconocido.

Pasó un portero con botas de fieltro nuevas, luego un aguador, después un viejo soldado del tiempo de Nikolai, calzado de botas tan viejas casi como él, ya recompuestas, y provisto de una larga pala.

Se llamaba el soldado Stepanitch, y vivía en casa de un comerciante de la vecindad, que le tenía recogido en consideración a sus años y a su extrema pobreza, y por darle alguna ocupación compatible con su edad, le había encargado de auxiliar al portero. El viejo soldado se puso a quitar la nieve ante la ventana de Martín. Este le miró y continuó su tarea.

 —Soy un necio en pensar de este modo — se dijo el zapatero burlándose de sí mismo—. Es Stepanitch que quita la nieve, y yo me figuro que es Cristo que viene a verme. En verdad estoy divagando, imbécil de mí.

Sin embargo, al cabo de haber dado otros diez puntos, miró de nuevo por la ventana y vio a Stepanitch que, dejando apoyada la pala contra la pared, descansaba y trataba de calentarse.

 —Es muy viejo ese pobre hombre —se dijo Martín. Se ve que no tiene fuerza ya ni para quitar la nieve; tal vez le convendría tomar una taza de te, y justamente tengo aquí mi samovar que va a apagarse.

Al decir esto clavó la lezna en el banquillo, se levantó, puso el samovar sobre la mesa vertió agua en la tetera y dio unos golpecitos en la ventana. Stepanitch se volvió acercándose a donde le llamaban; el zapatero le hizo una seña y fue a abrir la puerta.

 —Ven a calentarte —le dijo, —debes tener frío. —¡Dios nos ampare! Ya lo creo; me duelen los huesos —respondió Stepanitch.

El viejo entró, sacudió la nieve de sus pies por temor a manchar el pavimento, y sus piernas vacilaron.

 —No te tomes el trabajo de limpiarte los pies: yo barreré eso luego; la cosa no tiene importancia. Ven, pues, a sentarte —dijo Martín— y toma un poco de té.

Llenó dos vasos de la hirviente infusión y alargó uno a su huésped; después vertió el suyo en el plato y comenzó a soplar para enfriarlo. Stepanitch bebió, volvió el vaso boca abajo, colocó encima el azúcar sobrante y dió las gracias, pero se adivinaba que habría bebido con gusto otro vaso. —Toma más— dijo Martín llenando de nuevo loados vasos.

Mientras bebía, aún continuaba el zapatero mirando hacia la sala.

—¿Esperas a alguno?— preguntó el huésped.

 —¿Si espero a alguno? Vergüenza me da decir a quién espero. No sé si tengo o no razón para esperar, pero hay una palabra que me ha llegado al corazón. ¿Era un sueño? No lo sé. Figúrate, buen amigo, que ayer lela yo el Evangelio de nuestro Padre Jesús; y, ¡cuánto sufrió cuando estaba entre los hombres! Has oído hablar de esto, ¿verdad?

 —Sí, he oído decir algo así —respondió Stepanitch—, pero nosotros los ignorantes no sabemos leer.

 —Pues bien; estaba leyendo cómo pasó por el mundo Nuestro Señor... y llegué a cuando estuvo en casa del fariseo y éste no salló a Su encuentro... Leía, pues, querido amigo, esto, luego pensé: "¿Cómo es posible no honrar del mejor modo a nuestro Padre Jesús? Si, por ejemplo, me decía yo, me ocurriese algo parecido, es posible que no supiera cómo honrarle lo bastante; y, sin embargo, el fariseo no le recibió bien.” En esto pensaba cuando me dormí. Y en el momento de dormirme me of llamar por mi nombre. Me levanto y la voz me parece murmurar: “Espérame, que vendré mañana.” Y lo dijo dos veces seguidas... Pues bien, ¿lo creerás? Tengo esa idea metida en la cabeza, y aun cuando yo mismo me burlo de mi credulidad, sigo esperando a nuestro Padre.

Stepanitch movió la cabeza sin responder. Apuró su vaso y le dejó sobre el platillo pero Martín lo llenó de nuevo.

 —¡Toma más —le dijo— y que te aproveche! Pienso que Él, nuestro Padre Jesús, cuando andaba por el mundo, no rechazó a nadie y buscaba, sobre todo, a los humildes a cuyas casas iba. Eligió sus discípulos entre los de nuestra clase, pescadores, artesanos como nosotros. “El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado... Me llamáis Señor —dijo y yo os lavo los pies; el que quiera ser el primero, debe ser el servidor de los demás... Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.”

Stepanitch había olvidado su te. Era un anciano sensible; escuchaba y las lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas.

—Vamos, bebe más —le dijo Martín.

Pero Stepanitch hizo la señal de la cruz, dio las gracias, apartó el vaso y se levantó.

—Te agradezco, Martín —le dijo, —que me hayas tratado de este modo, satisfaciendo al mismo tiempo mi alma y mi cuerpo.

 —A tu disposición, y hasta otra vez. Ten presente que me alegra mucho que me vengan a ver, dijo Martín.

Partió Stepanitch, el zapatero acabó de tomar el té que quedaba en su vaso y volvió a sentarse junto a la ventana a trabajar.

Cose, y mientras cose, mira por la ventana y espera a Cristo. Sólo piensa en Él y repasa en su imaginación lo que Él hizo y lo que Él dijo. Pasaron dos soldados, con botas de ordenanza el uno, y el otro con botas comunes; luego un noble con sus chanclos de goma, después un panadero con su cesta.

Adolf Fényes, Madre, óleo sobre lienzo, 1901. Wikimedia Commons

He aquí que, frente a la ventana, aparece una mujer con medias de lana y zapatos de campesina y se arrima a la pared. Martín, inclinándose, mira a través de los cristales y ve a una forastera con un niño en los brazos apoyada en el muro y volviendo la espalda al viento. Trataba de abrigar a su niño, sin lograrlo, porque nada tenía para envolverlo. Aquella mujer a pesar del frío que reinaba llevaba un traje de verano en bastante mal estado.

Martín, desde la ventana, oyó al niño llorar y a su madre querer tranquilizarle, pero sin lograrlo. Se levantó, abrió la puerta, salió y gritó en la escalera:

 —¡Eh, buena mujer! ¡Eh, buena mujer!

La forastera le oyó y se volvió hacia él.

 —¿Por qué te quedas a la intemperie con tu hijo? Ven a mi cuarto y podrás cuidarle mejor... ¡Por aquí, por aquí!

La mujer, sorprendida, ve a un viejo con un mandil y unas gafas que le hace señas de que se aproxime, y obedece. Baja la escalera y penetra en la habitación.

 —Ven acá —dijo el anciano— y siéntate junto a la estufa. Caliéntate y da de mamar al pequeño.

—Es que ya no tengo leche —respondió la mujer—. Es más, desde esta mañana no he probado alimento, sin embargo, la mujer dio el pecho a su pequeñuelo.

Martín volvió la cabeza, se acercó a la mesa, tomó pan, un tazón, abrió la estufa, en donde hervía la sopa, y sacó un cucharón lleno de kacha; pero como los granos aún no habían cocido lo necesario, vertió solamente la sopa en el tazón y colocó este sobre la mesa. Cortó el pan, extendió una servilleta y puso un cubierto. —Siéntate —le dijo— y come, buena mujer. En tanto yo tendré a tu hijo. He sido padre y sé cuidar a los pequeñuelos.

La mujer hizo la señal de la cruz, se puso a la mesa y comió mientras Martín, sentado en su lecho con el niño en brazos, le besaba para tranquilizarle. Como la criatura seguía llorando a pesar de todo, Martín discurrió amenazarle con el dedo, que aproximaba y alejaba alternativamente de los labios del niño, pero sin tocarle, porque su mano estaba ennegrecida por la pez, y el pequeño, mirando aquello que se movía cerca de su rostro, cesó de gritar y hasta comenzó a reír con gran contento del zapatero.

Mientras restauraba sus fuerzas, la forastera contó quién era y de dónde venía.

—Yo —dijo— soy esposa de un soldado. Hace ocho meses que han hecho partir a mi marido y no tengo noticias de él. Vivía de mi empleo de cocinera cuando di a luz. A causa del niño no me quisieron tener en ninguna parte y hace tres meses que estoy sin colocación. En este tiempo he gastado cuanto tenía, me he ofrecido como nodriza y no me han admitido, diciendo que estoy muy delgada. Entonces he ido a casa de una tendera, donde está colocada nuestra hija mayor, y allí han ofrecido colocarme. Creí que iban a tomarme inmediatamente, pero me han dicho que vuelva la semana entrante... La tendera vive muy lejos, estoy extenuada y mi pobre pequeño también. Por fortuna mi patrona ha tenido compasión de nosotros y nos deja, por amor de Dios, dormir en su casa. Si no, yo no sé qué sería de mi hijo y de mí.

Martín suspiró, y dijo:

 —¿Y no tienes vestidos de abrigo?

—No. Ayer empeñé por veinte kopeks mi último mantón.

La mujer se acercó al lecho y cogió al niño. Martín se levantó, y, acercándose a la pared, buscó y halló un viejo caftán.

—¡Toma! —le dijo— es malo, pero siempre servirá para cubrirte. La forastera miró el caftán, miró al viejo, tomó la prenda y rompió a llorar. Martín volvió el rostro no menos conmovido, fue luego hacia su cama, y sacó de debajo un cofrecito; le abrió, sacó algo de él y volvió a sentarse enfrente de la pobre mujer. Esta dijo:

 —¡Dios te lo premie, buen hombre! El, sin duda, me ha traído junto a tu ventana. Sin eso el niño se hubiera helado. Cuando salí hacía calor y ahora ¡qué frío! ¡Qué buena idea te ha inspirado Dios de asomarte a la ventana y tener compasión de nosotros!

Martín sonrió.

—Él ha sido, en efecto, quien me ha inspirado esa idea, —dijo—. No miré casualmente por la ventana.

Y contó su sueño a la mujer, diciéndole cómo había oído una voz y cómo el Señor le prometiera venir a su casa aquel día mismo.

 —Todo puede ocurrir —repuso la mujer que se levantó, tomó el viejo mantón, envolvió en él al niño, se inclinó y dio las gracias al zapatero.

—Toma en nombre de Dios —dijo éste deslizando le en la mano una moneda de veinte kopeks—, toma esto para desempeñar tu mantón. La mujer se santiguó; Martín hizo lo propio y luego la acompañó hasta la puerta.

Se fue la forastera. Después de haber comido la sopa, Martín se volvió a poner a su faena. Mientras manejaba la lezna no perdía de vista la ventana, y cada vez que una sombra se perfilaba, levantaba los ojos para examinar al transeúnte. Pasaban unos que conocía y otros desconocidos; pero éstos nada ofrecían de particular.

De pronto vio detenerse, precisamente frente a su ventana, a una vieja, vendedora ambulante, que llevaba en la mano un cestito de manzanas. Pocas quedaban, pues, sin duda, había vendido la mayor parte. Iba, además, cargada con un saco lleno de leña, que debió recoger en los alrededores de alguna fábrica de carbón, y regresaba a su casa. Como el saco la hiciese daño, quiso, a lo que pareció, mudarlo de hombro, y lo dejó en el suelo, puso el cesto de manzanas sobre un poyo y comenzó a arreglar los trozos de leña. Mientras la anciana estaba así ocupada, un granujilla, venido de no se sabe dónde, y cubierto de una gorra hecha pedazos, robó una manzana del cesto y trató de escapar; mas lo advirtió la mujer y, volviéndose rápidamente, le asió de una manga. El muchacho forcejeó, pero ella le retuvo con ambos manos, le arrancó la gorra y le tiró de los cabellos.

Gabriel Metsu, Un niño le roba una manzana a una mujer domida, óleo sobre panel, 1662. Wikimedia Commons

El muchacho gritaba y la vieja se enfurecía cada vez más. Martín, sin perder tiempo ni siquiera en clavar la lezna, la dejó caer al suelo y corrió a la puerta, saliendo con tal prisa que a poco rueda por la escalera; pero las gafas se le caen en el camino. Se precipita a la calle y encuentra a la vieja tirando aún de los cabellos al pillete, golpeándole sin misericordia y amenazando entregarle a un guardia.

El muchacho seguía forcejeando y negaba su delito.

—Yo no he cogido nada —gritaba—; ¿por qué me pegas? ¡Déjame!

Martín quiso separarlos. Cogió al muchacho de la mano y dijo:

 —¡Déjale, ancianita, perdónale por Dios!

 —Voy a perdonarle de modo que se acuerde hasta la próxima. ¡Voy a llevar a la prevención a este granuja!

Martín suplicó de nuevo:

 —Déjale, te digo, que no lo volverá a hacer. Déjale en nombre de Dios. La vieja soltó su presa y el muchacho iba a escapar, pero Martín le retuvo.

 —Pide ahora perdón a esta anciana y no vuelvas en lo sucesivo a reincidir, porque yo te he visto coger la manzana. El pequeñuelo rompió a llorar y pidió perdón entre sollozos.

 —Vaya —exclamó Martín—, eso está bien, y ahora toma una manzana que te doy yo. Y Martín cogió una del cesto y se la dio al muchacho.

 —Voy a pagártela, buena mujer —continuó dirigiéndose a la vendedora—. Mimas demasiado a ese granujilla —dijo la vieja. Lo que le hubiera servido era sentarle las costuras de modo que se hubiera acordado toda la semana.

 —¡Eh! ¿qué es eso? —exclamó el zapatero—, nosotros juzgamos así, pero Dios nos juzga de otro modo. Si hubiera que azotarle por una manzana ¿qué habría que hacer con nosotros por nuestros pecados?

La vieja guardó silencio. Martín contó a la anciana la parábola del acreedor que perdonó la deuda y del deudor que quiso matar al que le había favorecido.

La vieja y el muchacho escuchaban.

—Dios nos manda perdonar —prosiguió Martín, porque de otro modo no seremos perdonados...hay que perdonar a todos y, sobre todo, a los que no saben lo que hacen. La vieja inclinó la cabeza y suspiró.

 —No digo que no —murmuró la vendedora—; pero hay que reconocer que los niños están muy inclinados a hacer el mal.

—Por eso a nosotros los viejos nos corresponde enseñarles el bien.

—Eso es lo que yo digo —repuso la anciana—. He tenido siete hijos y sólo me queda una hija... Y la vieja se puso a referir que vivía en casa de su hija y cuántos nietos tenía.

—¿Ves —dijo —qué débil soy? Pues a pesar de ello trabajo para mis nietos. ¡Son tan lindos, salen a mi encuentro con tanto cariño! ¿Y mi Aksintka? Esa sí que no iría con nadie más que conmigo: “¡Abuelita —me dice—, querida abuelita!...”

Y la vieja se enterneció.

—La verdad es que lo ocurrido no ha sido más que una niñería; ¡con que vete y que Dios te guarde! —agregó dirigiéndose al chiquillo.

Pero como en aquel instante fuese la anciana a cargar de nuevo el saco sobre sus hombros, el pequeño añadió diciendo:

 —Dámelo, viejecita, yo te lo llevaré; precisamente vas por mi camino. Y se fueron juntos, olvidándose la vendedora de reclamar a Martín el importe de la manzana, y el zapatero, al quedar solo, les miraba alejarse y oía su conversación.

Les siguió un rato con la vista y luego volvió a su casa, encontró sus gafas intactas en la escalera, recogió su lezna y volvió de nuevo a la obra. Trabajó un poco, pero ya no había bastante luz para coser y vió pasar al empleado que iba a encender los faroles.

—Tengo que encender la lámpara —se dijo.

Prepara su quinqué, le cuelga y continúa el trabajo. Terminada una bota, la examina: estaba bien. Recoge sus herramientas, barre los recortes, descuelga la luz colocándola sobre la mesa y toma del estante el Evangelio.

Quiere abrir el tomo por la página en que había quedado la víspera, pero fue a dar en otra. Al abrir el libro santo recordó su sueño del día anterior y sintió que algo se agitaba detrás de él. Volvióse Martín y vio o se le figuró al menos que había alguien en uno de los ángulos de la pieza... Era gente, en efecto, pero no la veía bien. Una voz murmuró a su oído:

—¡Martín! ¡Eh! ¡Martín! ¿Es que no me conoces?

—¿Quién eres?— preguntó el zapatero.

—¡Soy yo! —dijo la voz—.¡Soy yo!

Y era Stepanitch que, surgiendo del oscuro rincón, le sonrió y desapareció esfumándose como una nube.

—¡Soy también yo! —dijo otra voz. Y del rincón obscuro salió la forastera con el niño: la mujer sonrió, sonrió el niño y ambos se desvanecieron en la sombra.

—¡También soy yo! —exclamó una tercera voz. Y surgió la vieja con el muchacho, el cual llevaba una manzana en la mano. Ambos sonrieron y se disiparon como los anteriores.

Martín sintió una suprema alegría en su corazón; hizo la señal de la cruz, se caló las gafas y leyó el Evangelio por la página que estaba a la vista:

“Tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era forastero y me has acogido.” Y al final de la página: “Lo que habéis hecho por el más pequeño de mis hermanos es a mí a quien lo habéis hecho” (Mateo XXV).

Y Martín comprendió que su ensueño era un aviso del cielo; que, en efecto, el Salvador había estado aquel día en su casa, y que era a Él a quien había acogido.


Versión de León Tolstói, Cuentos escogidos. UNAM: 1923.