1940

Era intolerable. El muchacho negaba con la cabeza mientras observaba los Alpes cubiertos de nieve. La guerra se había desatado por toda Europa. Nuevamente el continente descendía hacia la masacre. Durante semanas había deambulado por las montañas de su hogar, tratando de decidir si se quedaría en la Suiza neutral o viajaría a Francia para intentar ayudar a los necesitados. Entonces decidió: viajaría a Francia y alquilaría una casa donde ofrecer asilo a cualquiera que golpeara la puerta: judíos, comunistas, miembros de la resistencia; aún si le costaba la vida. Detrás de esto había un ideal todavía mayor. Por años Roger había soñado con una comunidad, basada en principios monásticos de la castidad, la pobreza y la obediencia, donde la “reconciliación se realizaría, se concretaría, todos los días”. Orarían todas las mañanas, al mediodía y a la noche. De cara a una nueva guerra mundial esto parecía más importante que nunca.

Mientras las sombras se alargaban sobre las praderas, las montañas entonaban un silencio más profundo, uno en el cual la voz de Dios resonaría. Recordaría este lugar, recordaría la luz, como el lugar donde tomó una decisión: buscaría, con todo su ser, no ser entendido sino entender, y ofrecer este entendimiento a cualquiera que cruzara su camino. Si esta forma existía, la perseguiría hasta el día de su muerte.

Hermano Roger en 1991. Fotografía de Sueddeutsche Zeitung Photo / Alamy Stock Photo.

Algunas semanas después salió en su bicicleta y cruzó la frontera hacia Francia, en búsqueda de una casa para su proyecto. Era un día radiante de agosto, los campos y los setos rebosaban de nueva vida, y las vacas estaban tumbadas, masticando tranquilamente mientras espantaban insectos. Siempre había amado el mundo natural. “Los campos y los bosques son festivales”, escribiría en su diario, “la luz baila entre amaneceres y atardeceres lanosos, cada día más suaves”.

Solo necesitaba una casa para alquilar. Durante los siguientes días visitó varias propiedades, entre ellas una antigua casona con una granja cerca de la frontera suiza, disponible a un precio razonable. Pero Roger la descartó en seguida, admitiendo a sí mismo: “es muy cerca de Ginebra. Iría todo el tiempo. Así no es como se crean las cosas [nuevas]”.

En la región de Auvergne-Rhône-Alpes se presentó otra opción: una gran casa de granja con magníficas vistas situada al abrigo de una colina, rodeada de pasturas y gallinas rojas regordetas cacareando en el patio. Una vez más, Roger se negó. Era “una tierra de comodidades que me adormecería”.

“Yo sabía”, recordaría Roger más tarde, “que este proyecto, que no podía venir de mí, debía desarrollarse en el desierto”. Dios sería el constructor. La riqueza y los recursos, luego de cierto punto, solamente entorpecerían.

Su búsqueda le llevó por fin al pueblo de Taizé, una aldea pobre y medio desierta que había sufrido cosechas fallidas y la guerra, un lugar donde los inviernos eran largos y la soledad pesaba mucho. Pero, razonó, era cerca de la línea divisoria. Los refugiados de la parte de Francia ocupada por los nazis indudablemente escaparían al sur. Y a sólo unos kilómetros se encontraba la antigua abadía de Cluny, un influyente monasterio fundado en el 901 d.C. que había inspirado un renacimiento de la vida monástica en toda Europa. En la mente de Roger este lugar estaba asociado con la oración, la comunidad y la renovación en la iglesia.

Una señora campesina le mostró la única casa en la aldea que estaba a la venta. Más tarde lo invitó a comer con ella, y al terminar le suplicó: “quédate con nosotros, estamos solos. No hay nadie más en el pueblo y los inviernos son largos y fríos”.

Roger narró su experiencia en Taizé a sus padres cuando volvió a su casa, incluyendo lo que había dicho la campesina. “¿Alguien te dijo algo del estilo en algún otro lugar?” le preguntó su padre. Al saber que solo en Taizé alguien le había hecho un llamamiento semejante, su padre le dijo: “Dios habla a través de los más. Debes escuchar la humildad de esa mujer”.

 

1941–1942

Roger se mudó a la casa de Taizé en enero de 1941 junto a su hermana menor, Genevie. La vida fue dura desde el principio. “Tenemos poca comida, comemos sopa de ortiga”, escribió en su diario. “Si la panadería en Cormatin no fuera tan generosa, pasaríamos hambre”.

Sobrevivieron gracias a la ayuda de sus vecinos, quienes les enseñaron a plantar y sembrar en su propio terreno, y cómo ordeñar a la única vaca que había. Roger aún recordaba con ternura décadas después a las “campesinas ancianas, vestidas de negro, sus rostros surcados por los rigores de la existencia... porque han dado tanto y han recibido tan poco a cambio”. Con dicho apoyo Roger y Genevie comenzaron a ofrecer cobijo a un flujo constante de refugiados que huían hacia el sur y llegaban, observó Roger, “como animales cazados”.

Durante estos años Roger continuó reflexionando sobre su sueño de una comunidad. “Sé bien que tengo que llevarlo a cabo”, escribió, aunque hubiera “preferido los caminos ya recorridos, temeroso... de las amargas luchas que se avecinan”.

En octubre de 1942 el hermano Roger acompañó a un fugitivo de los nazis a Suiza, poniéndolo a salvo. Mientras estaba en Ginebra recibió una carta. Ya no estaba seguuro en Taizé. La Gestapo había ido dos veces a su casa. Alguien en el pueblo, interrogado, lo había denunciado.

Roger luego acotaba que algunos seres humanos “hacen el peor mal posible cuando se les pide”. Aunque le dolió mucho la traición, decidió no distraerse de su vocación. Permaneció en Suiza hasta la liberación de Francia en 1944, culminando sus estudios en teología. Estando allí mantuvo su ritmo de rezar tres veces a diario, y pronto le acompañaron otros estudiantes como Max Thuran, Pierre Souvairan y Daniel de Montmollin. Juntos se comprometieron al celibato y a la comunidad de las posesiones, renovando esa promesa todos los años. Durante este tiempo Roger continuó trabajando en un texto que había comenzado a escribir en Taizé, tratando de poner en papel sus pensamientos sobre comunidad y la vida monástica. Se inspiró a menudo en las Bienaventuranzas, textos esenciales que expresan el corazón del Evangelio. Compuso tres reglas: Primero, ser vivificado por la palabra de Dios. Segundo, guardar silencio interior en todas las cosas. Tercero, llenarse del espíritu de las Bienaventuranzas: alegría, sencillez y misericordia. Estas palabras serían ampliadas y publicadas como el documento fundacional de la comunidad, La regla de Taizé.

 

1944

Luego de la liberación de Francia, Roger y los tres hermanos que se le unieron volvieron a la casa en Taizé. Inmediatamente se preguntaron: ¿Quiénes son ahora “los más necesitados”?

La respuesta, esta vez, eran los alemanes. Luego de la liberación muchos prisioneros de guerra habían sido internados en los pueblos de Mont y Chazelle, a un par de kilómetros de Taizé. Los domingos la comunidad tenía permitido traerlos a la casa para darles una comida y tener un tiempo de oración. En sus ojos estos soldados eran “tan inocentes” como los refugiados que había acogidos en la casa unos años antes. Para Roger y para la comunidad este nuevo acto de hospitalidad encarnaba la reconciliación que estaba en el corazón de la idea de Taizé.

Roger escribió: “Si no perdonaba en nombre de Cristo y de las escrituras, lo hacía para liberarme a mí mismo... para no mantener viva la amargura que nos aleja de amar la flor, la hoja, el rocío”. Creía que el perdón era “un hecho clave de la existencia”.

Sin embargo, la compasión de la comunidad no era compartida por todos los habitantes de los alrededores. Un día tres mujeres jóvenes cuyos maridos habían fallecido en campos de concentración alemanes atacaron a un prisionero visitante con un arnés de ganado. Debido a su estado delicado falleció a causa de la golpiza. Era un sacerdote. Antes de fallecer solamente expresó paz y perdón. “Desde hacía algún tiempo”, recordó Roger más tarde, “había notado en él un reflejo de la santidad de Dios”.

 

1949

El Domingo de Pascua de 1949 siete hermanos se reunieron en la iglesia del pueblo para hacer los tres votos monásticos tradicionales, al celibato, a compartir los bienes en común y a la obediencia a la autoridad de la oración. Era adecuado que la ceremonia sucediera el día de la resurrección: la floreciente comunidad de Taizé se asociaría más tarde con la renovación, la nueva vida y la juventud, ya que miles y miles de jóvenes acudían a Taizé para compartir la vida de oración de los hermanos.

Hubo veces en las que el Hermano Roger se arrepintió de asentarse en la pequeña Taizé. Era muy aislada, demasiado fría en invierno y muy distante de zonas más pobladas. Lamentaba la “larga hilera de colinas negras” que le impedían ver sus queridas montañas del Jura. Escribía a menudo sobre su deseo de haberse establecido en la cercana Macon, a tiro de piedra y más acogedora, alegre y viva que su valle. “Dios me libre”, se lamentaba, “de este pesar que vuelve cada día desde hace uno o dos años”.

En invierno este arrepentimiento se le hacía más pesado. Reflexionaba que “en la ciudad se anuncia la Navidad en las vitrinas de las tiendas. Aquí tenemos que descubrir ese anuncio del Hijo de Dios en las praderas y los bosques”. Se hizo a sí mismo una lista. “Recordar nuestra vocación a la alabanza. Amar la soledad. Aprovechar este tiempo del año para llegar a ser perfectamente uno mismo”. Escribió en su diario, “La única salida es dejar las comparaciones”.

Con el paso de los años la reconciliación permaneció como el centro de la misión de la comunidad. Para Roger, era el “propósito” de la comunidad. Los hermanos realizaron varias celebraciones ecuménicas con este objetivo durante las décadas de 1940 y 1950 a las cuales invitaban a protestantes y a católicos, para dialogar sobre la reconciliación entre las distintas ramas del cristianismo. Los hermanos incluso soñaban con la unificación de las iglesias de la Reforma y la Iglesia Católica.

Hermano Roger sale de un servicio ecuménico en la Catedral de San Esteban, Viena, Austria, con clérigos católicos y protestantes, ca. 1975. Fotografía de Wolfgang H. Wögerer.

Muchos en ambos bandos, protestantes y católicos, se mostraron poco partidarios. Cuando se supo que los hermanos usaban la pequeña iglesia románica del pueblo para sus oraciones diarias, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe del Vaticano decretó que la iglesia ya no podía albergar la misa católica. Para muchos protestantes los hermanos de Taizé parecían, con su voto de celibato, sospechosamente católicos. A los líderes de las denominaciones protestantes en Francia les disgustó que Roger se esforzara por acercarse a la jerarquía católica, viajando varias veces a Roma para reunirse con diversos líderes católicos.

El Hermano Roger conoció al Papa Pío XII en 1949. Un año antes el Dicasterio para la Doctrina de la Fe había publicado un texto que prohibía a los católicos participar en celebraciones ecuménicas. En un intento de convencer al papa de abrirse más al diálogo con protestantes, el Hermano Roger le suplicó que “deje un pequeño camino abierto, aunque sea muy estrecho, y defina lo que considera que son las barreras esenciales, pero deje un camino hacia delante. No lo cierre todo”. Roger consideró que su pedido no había tenido éxito, pero los sucesores de Pío XII acogerían con agrado el tipo de reconciliación entre cristianos que Roger tanto deseaba.

 

1958

“Tienes un invierno oscuro detrás de ti”, proclamó el Papa Pío XII en 1958, “pero un verano soleado delante. ¿Puedo invitarte a vivir al máximo esta primavera que Dios está otorgando al mundo y a la iglesia?”

Las palabras del papa, pronunciadas unos meses antes de su muerte, fueron casi proféticas. Su sucesor, el Papa Juan XXIII, anunció su intención de celebrar el concilio sobre cuestiones de culto y doctrina que se conocería como Vaticano II. Sería una oportunidad de reformar y renovar la adoración de la iglesia, ayudándola a conectarse a un mundo secularizado; en palabras de Juan XXIII, de “abrir las ventanas de la iglesia, así podemos ver para afuera y la gente puede mirar para adentro”. Uno de los temas que abordaría el concilio sería cómo enfrentar las divisiones entre las distintas ramas del cristianismo. En un texto publicado justo antes del concilio, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe dijo: “No juzgaremos la historia. No intentaremos establecer quién tenía razón y quién no. Las responsabilidades están en ambos lados. Todo lo que diremos es: ¡Unámonos!”

El Papa Juan XXIII murió en 1963, antes de que concluyera el concilio que él había iniciado. Años después, a Roger aún le gustaba recordar sus palabras: “Estén alegres, busquen lo mejor, y dejen piar a los gorriones”. En Juan XXIII, Roger había encontrado un alma gemela que compartía su deseo de reconciliación, y Juan XXIII, por su parte, se sentía inspirado por la comunidad de Taizé. Cuando conoció a Roger exclamó: “¡Ah Taizé, esa pequeña primavera!”. La frase ha quedado grabada, encapsulando una vitalidad que permanece en Taizé hasta el día de hoy.

 

1962–1968

El papa no fue el único que oyó hablar de la primavera de Taizé. Ya hacía muchos años que jóvenes iban a acampar en las colinas de ahí cerca, sin invitación, para acompañar a los hermanos en oración. En la década de 1960 hubo miles por año, un número que la comunidad no había pedido y apenas se sentía equipada como para liderar. Los hermanos los recibían de la mejor forma que podían, invitándolos a rezar con ellos y generando grupos de discusión en temas como la reconciliación, la vida comunal, y la mejor forma de lograr un impacto en el mundo.

“¿Por qué están todos estos jóvenes aquí haciéndome preguntas?” Se preguntaba Roger en su diario. “El tema del ecumenismo no les interesa. Ser protestante o católico apenas les importa. No saben a qué atenerse en materia de fe”. Pero continuó escuchándolos. Había una “calidad profética” en sus palabras, y no podía “darles la espalda”.

Hubo tantos visitantes en esa década que la iglesia del pueblo ya no alcanzaba. Se construyó entonces una nueva y más moderna iglesia en un campo aledaño, la Iglesia de la Reconciliación. Al principio el hermano Roger era reticente a aceptar esta idea. Su visión era la de un pequeño grupo de hombres rezando y manteniéndose fieles a su vocación, no ser un maestro para miles. Pero, persuadido por sus hermanos, consintió la construcción de la iglesia y, un día, al pasar por el lugar donde habían comenzado las obras, vio que se estaba preparando algo aún más grande de lo que había imaginado.

La mañana después de la inauguración de la nueva iglesia Roger vio un arcoíris en el cielo. “Ahí está la respuesta de Dios”, se dijo a sí mismo. “Esta iglesia no nos inmovilizará. Es un arca, y se llenará”.

Hubo una época en la cual los hermanos consideraron abandonar el pueblo de Taizé. Simplemente había muchos jóvenes; no podían albergarlos a todos. “Nuestra vocación se ha desfigurado”, le dijo un hermano a Roger. “Debemos escapar a un desierto en algún lado”. Lo discutieron durante semanas. Consideraron mudarse a algún lugar del mundo en desarrollo, o a las montañas. Pero al final llegaron a la conclusión de que no podían irse. Los jóvenes que acudieron a ellos habían casi abandonado la Iglesia; Taizé era el último vínculo que les quedaba. “Si no hubiera sido por este abandono de la Iglesia”, reflexionó Roger años después, “nuestra vocación podría haber sido muy diferente”.

 

1975

Los años pasaron. La comunidad continuó creciendo, con hermanos uniéndose desde Inglaterra, Estados Unidos e Indonesia. El Hermano Roger era ahora algo así como una celebridad, un rol que le costaba mucho aceptar. “Todo lo que quiero”, le dijo a su biógrafo, “es ser como el resto”. Confesó sentirse avergonzado cuando la gente lo elogiaba. Los elogios deben ser “como agua en la espalda de un pato. No se les debe permitir penetrar”.

La comunidad de Taizé siguió con la política de no aceptar regalos o donaciones, sobreviviendo de lo que podían obtener ellos mismos. A medida que pasaban los años estas fuentes de ingresos se expandieron a cerámica y la leche de una pequeña granja cooperativa, así como la venta de los textos del Hermano Roger.

Los jóvenes visitantes de Taizé aún inspiraban a los hermanos con su energía e ideas. Juntos comenzaron a dar forma al futuro del movimiento. Los enemigos seguían siendo los mismos —la injusticia, la enemistad, la división— y la cura seguía siendo la misma: la reconciliación, para todas las familias de la tierra. De estas conversaciones vino la idea de que algunos de los hermanos y grupos de estos jóvenes viajarían a vivir con los pobres, en la barriada de Kibera de Nairobi, con los barqueros de Hong Kong y en la barriada de Calcuta donde vivió la Madre Teresa.

Roger visitó Calcuta en otoño de 1976, y allí trabajó en un hogar para los enfermos y niños abandonados. Algunos murieron en sus brazos. Veía sus bocas abrirse un poco mientras lloraban, pero no oía nada.

Tuvo en sus brazos a una bebé de cuatro meses, cuya madre había fallecido durante el parto. La suya, según le dijo la enfermera, era la primera voz masculina que la niña había escuchado. Le aseguró que fallecería cuando llegase el invierno.

Roger obtuvo permiso del gobierno indio para llevarla a Europa. Estuvo muy cerca de la muerte. Por un tiempo, no podía dormirse en otro lado que en los brazos de Roger mientras él le cantaba. En año nuevo de 1976, Roger se sentó en su cuarto con la bebé en su regazo y escribió: “Si se muere hablarás con Dios, incluso discutirás con él, pero por ahora, dásela a Dios. Deja que esa angustia se convierta en confianza”.

La niña no falleció. Su nombre es Marie Sonaly, y fue criada en Taizé por la hermana de Roger, Genevie. Cada día se sentaba al lado del Hermano Roger a la hora de la oración del mediodía. Hoy vive en Francia con su esposo y su hija pequeña. Es una de las muchas “más pobres” que encontró asilo en Taizé, la destinataria del compromiso inquebrantable de Roger de volcarse en lo que era justo, costase lo que costase.

 

2005

El 16 de agosto de 2005 el Hermano Roger fue asesinado trágicamente. Una joven lo atacó durante la oración nocturna en la Iglesia de la Reconciliación. El Hermano Roger falleció casi en el acto. La asesina fue capturada en el lugar de los hechos y luego ingresada en un centro psiquiátrico.

Hermano Roger orando en Taizé, 2004. Fotografía de João Pedro Gonçalves.

Un año después de su fallecimiento un hermano de Taizé llamado Hermano François publicó un artículo titulado “La muerte del hermano Roger: ¿Por qué?”, donde reflexiona sobre una faceta de la personalidad de Roger que, según él, explica por qué fue asesinado de una manera tan aparentemente sin sentido. El hermano Roger era un “inocente”. Con esto, François no quiere decir que Roger estuviera libre de pecado, o que nunca se equivocara. Quiere decir que, para Roger, la verdad era evidente, el camino a seguir estaba claro, tomar la decisión correcta no era la lucha que es para muchas personas. Para un inocente “la verdad es obvia. No depende de razonamientos. El hermano Roger la ‘veía’, por así decirlo, y le costaba darse cuenta de que otros tuvieran una manera más laboriosa de ver las cosas”. Continúa el hermano François:

El hermano Roger fascinó ciertamente por su inocencia, por su percepción de inmediatez, por su mirada. Creo que él vio en los ojos de algunos que la fascinación podía transformarse en desconfianza o en agresividad. Para alguien que lleva sobre sí mismo conflictos irresolubles, su inocencia debió volverse insoportable. No bastaba con insultar a este inocente. Hacía falta eliminarlo. El doctor Bernard de Senarclens escribió: “Si la luz es demasiado viva, y pienso que la que emanaba el hermano Roger podía encandilar, no siempre es fácil soportarla. Entonces no queda otra solución que apagar esa fuente luminosa suprimiéndola”.

“Porque no lo mataron por una causa que él defendía. Lo mataron por lo que era.” Concluye el hermano François.


Nota: las citas del hermano Roger provienen de la biografía A Universal Heart: The Life and Vision of Brother Roger of Taizé, de Katheryn Spink (SPCK, 1986), y de The Journals of Brother Roger of Taizé, vols. I y III (Ateliers et Presse de Taizé, 2021; 2024).

Traducción de Micaela Amarilla Zeballos