En las mañanas de los días de semana, Clayton Street es un torbellino de caos urbano, por estar ubicada entre dos grandes centros logísticos y las autopistas 94 y 75 en el suroeste de Detroit. Los camiones rugen, conductores estresados tocan las bocinas, una larga fila de automóviles se amontona a la entrada de la escuela pública, y niños ruidosos con mochilas llenan las aceras. En medio de esta cacofonía se encuentra una casa antigua con un jardín cubierto por dientes de león, donde Danna Guzman y sus estudiantes también comienzan su día. Sentados en ronda con las piernas cruzadas, repasan el itinerario de la semana: visitarán el correo para aprender sobre estampillas, un padre de los chicos dará una clase sobre cámaras fotográficas analógicas, pescarán en el río Detroit, y asistirán a una reunión con el ayuntamiento. Algunos niños arrancan los dientes de león o estudian a los escarabajos del jardín mientras escuchan, los más pequeños están inquietos y uno de los más grandes sigue a un bebé que gatea hacia el arenero. Pero en esta esquina del mundo, donde pareciera que todos alrededor están compitiendo para alcanzar un fin cuantitativo, ellos sorprenden por su quietud excepcional.
La Big Bad Wolf House (nombrada por sus estudiantes, casa del gran lobo malo en español), una comunidad de educación en el hogar surgida durante la pandemia de COVID, es una fuente constante de curiosidad en un barrio mayoritariamente mexicano. Algunos piensan que lo que hace la escuela es, como mínimo, irresponsable. Los transeúntes curiosos se asoman por encima de la valla o bajan las ventanillas de sus coches al pasar. Guzman responde muchas veces la misma pregunta: “¿No te preocupa que no aprendan?” Pero sus alumnos continúan superando sus expectativas, y temores, al alcanzar o superar cada estándar de evaluación tradicional. Incluso los escépticos tienen claro que algo de lo que ella está haciendo funciona.
Raíces tradicionales
Danna Guzman no creció en un contexto como este. Sus padres, inmigrantes mexicanos, ansiaban asegurarle una educación sólida. “Mi camino educativo fue muy tradicional”, explica, “pienso que muchos inmigrantes creen que la educación es el camino al gran sueño americano. Entonces yo tomé ese camino”. Fue a una escuela pública y se destacó académicamente, hasta que obtuvo su licenciatura en educación de primera infancia y trabajo social.
Pero a pesar de su diploma, educar en el hogar nunca fue parte de su plan, incluso cuando se convirtió en madre de tres. Surgió de la necesidad. Cuando su hija mayor cumplió la edad para ir a la escuela le empezó a resultar claro que la enseñanza tradicional no era una buena opción. “Era una lucha tratar de salir de casa, tratar de subirnos al coche”, recuerda Guzman. Entonces ella y su esposo comenzaron a experimentar con distintos tipos de escuelas: una escuela Waldorf, una Montessori, entre otras. “Probamos todas las corrientes pedagógicas”. El momento decisivo se produjo cuando su hija intentó saltar del vehículo en marcha de camino al colegio. Cuando las escuelas cerraron durante la pandemia se dio la oportunidad de que Guzman “probara la educación en el hogar”.
Jonathan Gladding, Dos niñas, atardecer, óleo sobre lienzo, 2021. Usado con permiso.
“Nos iniciamos en la educación autodirigida”, explica Guzman, refiriéndose a un enfoque que se rige por los intereses y curiosidades del estudiante en contraposición a un programa educativo definido. Una vez que ella y sus hijos entraron en ritmo, abrió sus puertas a otras familias de la zona y formó un grupo pandémico de siete estudiantes. El grupo creció a medida que se corrió la voz en el barrio acerca de la escuela inusual de Danna Guzman. Lo que comenzó como una solución provisoria para mantenerlos ocupados durante el cierre de las escuelas se convirtió en una atractiva alternativa a la escuela tradicional. Entonces, cuando las escuelas reabrieron, las familias querían que ella continuara.
Guzman y su familia se mudaron a una casa multifamiliar más grande rodeada de varios terrenos vacíos que vio rebosantes de potencial. Hoy en día la familia Guzman ocupa el apartamento del primer piso mientras en la planta baja se desarrolla la Big Bad Wolf House. Lo que solía ser un comedor sofocante es ahora el lugar de reunión para clases y manualidades, con una serie rotativa de pinturas con los dedos que cubren las paredes. Se colocaron alfombras de felpa de colores vivos sobre los suelos de madera para dar calidez al espacio, que recibe corrientes de aire. En el exterior los estudiantes ayudaron a crear una cocina de barro, construir un arenero y plantar un jardín para combatir la contaminación. Los padres de Guzman se mudaron a la casa de al lado y construyeron columpios y toboganes. Algunos padres de los estudiantes han estado trabajando en un túnel de balas de paja. Luego de tres años la escuela tiene dieciséis estudiantes, con opciones de horario completo, medio horario, y campamentos de verano. Para los vecinos curiosos que se asoman sobre la valla, la escuela es un constante recordatorio de que la educación tradicional no es la única opción.
Nuevas tendencias
Lejos de ser una anomalía, la historia de Guzman forma parte de una tendencia más amplia de padres intentando educar a sus hijos en su casa. Hoy en día, la educación en el hogar es, con diferencia, la forma de educación que más rápido está creciendo en Estados Unidos. Mientras que la pandemia provocó un aumento extraordinario en las tasas de educación en el hogar, la encuesta de hogares de la Oficina del Censo de Estados Unidos muestra que estas se han mantenido por encima de los niveles prepandémicos. Hoy más de un 5 % de los estudiantes son educados en el hogar (antes de la pandemia eran un 3 %). El número de estudiantes educados en casa creció un 51 % en los últimos seis años escolares, superando con creces el crecimiento del 7 % en la matriculación en escuelas privadas. Además, está aumentando en todos los grupos demográficos sociales, políticos, geográficos y étnicos. En 2022 en EE. UU., el 32 % de las familias que educaban a sus hijos en casa eran personas de color. La tasa de familias afrodescendientes que educan a sus hijos en casa se multiplicó por cinco en 2020. Lo que solía ser una forma marginal de educar atribuida a religiosos fanáticos o radicales se ha convertido en una característica importante del sistema educativo estadounidense.
Este movimiento moderno es, en parte, fruto de una relación de amistad inusual entre los teóricos de la educación John Holt, un reformista radical detrás del movimiento de desescolarización de 1970, y Raymond Moore, un cristiano devoto que defendía la idea de posponer la escolarización formal. Juntos pregonaban que las familias, ya fueran religiosas o laicas, dejaran la rigidez de los sistemas de educación tradicional y siguieran planes educativos enfocados en los niños. Para ello tuvieron que librar batallas legales y presentar peticiones a las legislaturas estatales para que se adaptaran a los niños escolarizados en el hogar. Los años ochenta trajeron lo que un historiador de la educación denomina “el cambio de guardia”, una nueva ola de estudiantes educados en el hogar, en su mayoría cristianos evangélicos y fundamentalistas que veían la educación en el hogar como una herramienta para formar a sus hijos en su teología fundamentalista y protegerlos de otras cosmovisiones culturales.
Pero hoy en día las familias optan por la educación en el hogar por una vasta gama de razones pedagógicas y pragmáticas que recientemente han desplazado a las preocupaciones religiosas como principal motivación. La Encuesta Nacional en Hogares sobre la Educación reveló que el 25 % de los padres mencionaron su preocupación por el ambiente escolar y el 15 % la mala calidad académica, mientras que solo el 13 % argumentó su deseo de proporcionar instrucción religiosa. Otras razones incluían problemas de salud, necesidades especiales, un deseo de brindar una educación no tradicional y un énfasis en la familia. Padres que fueron forzados a educar en el hogar durante la pandemia se dieron cuenta de la viabilidad de enseñar desde casa, una opción que antes nunca hubieran considerado.
Distintas motivaciones
De joven, Syreeta Faria conocía dos opciones educativas. “No conocía a nadie que recibiera educación en casa, ni siquiera sabía que eso era algo que la gente hacía. Las personas o asistían a la escuela pública o a la escuela privada. Eso era lo que yo sabía sobre opciones educativas”. Cuando se casó y tuvo dos hijos, dejó de trabajar horario completo y pasó a medio horario para poder estar con ellos.
“Pero cuando tuvieron edad suficiente para ir a la escuela pensé: ‘Ustedes irán a la escuela y yo volveré a trabajar, y viviremos una vida normal’. Tengo dos títulos. Nunca se me pasó por la mente educarlos en el hogar”.
Faria hizo una investigación exhaustiva al momento de momento de inscribir a su hija mayor en el preescolar. Tuvo en cuenta las licencias habilitadoras, referencias y acreditaciones, e hizo innumerables visitas antes de encontrar una escuela que le convenciera realmente. Pero a su hija no le gustaba. Lo que comenzó como un par de días de lágrimas devino en semanas y meses y, finalmente, cuando los brotes de Covid continuaron cancelando las clases, Faria decidió que iba a mantener a su hija en casa, y “se reorganizarían en los últimos años de preescolar”.
Ese tiempo en casa fue un llamado de atención para ella. Obtener buenas calificaciones en pruebas de la escuela era una cosa, pero ver la realidad del progreso de tu hija en casa era algo que no podía ignorarse. “Soy una mujer afrodescendiente que vive en Detroit. Nuestras escuelas no están bien posicionadas en los índices que usan para evaluar las escuelas públicas. Me di cuenta que lo que quería académicamente para mis hijos no era algo que obtendríamos de una escuela tradicional”
Syreeta Faria no era la única sintiéndose así. Muchas familias de su barrio estaban desconcertadas por la calidad de educación que recibían sus hijos. “Covid-19 fue un llamado de atención para familias negras y latinas en Detroit, uno muy alarmante. Muchos padres empezaron a cuestionar el sistema educativo, se preguntaban por qué enviaban a sus hijos a un lugar ocho horas por día cuando no les estaba yendo bien. Muchos padres comenzaron a decir: ‘Bien, si nadie más puede hacer esto por mi hijo, lo haré yo. Nos iremos y crearemos lo que necesitamos en casa’. Las familias de mi comunidad se están volviendo muy creativas para tratar de resolver ese problema”.
Esto motivó a Faria a convertir su decisión “temporal” de educar en el hogar en un sistema permanente, pero no quería hacerlo sola. Hace dos años formó un grupo, Detroit Discoverers (descubridores de Detroit), que se reúne una vez por semana en la Biblioteca Pública de Detroit para contar cuentos, hacer experimentos de ciencia, proyectos en grupo y salidas didácticas. Hay ocho familias y dieciséis estudiantes con edades comprendidas entre preescolar y tercer grado, además de un par de hermanos menores que acompañan.
A partir de la creación de su grupo, Faria se encontró en un rol de aconsejar a padres que consideraban la opción de educar a sus hijos en el hogar. Muchos de estos padres nunca habían escuchado de esto antes del COVID, y se sienten abrumados por sus obligaciones.
“Intento decirles que no tengan miedo de intentar lo que les dice su corazón. Es un gran cambio, yo misma tengo momentos cuando me pregunto qué estoy haciendo, pero creo que es como cualquier otro aspecto de la paternidad. Como padres, especialmente las mamás, ya le hemos enseñado muchísimo a nuestros hijos. Les leemos, les hablamos, les cantamos. Nosotros les enseñamos a dejar los pañales y los iniciamos en la comida. Los hemos educado su vida entera, y al igual que pudimos resolver los retos de hacerlos comer guisantes o montar en bicicleta, también podemos resolver los retos de educarlos en casa”.
Un anhelo de comunidad
Melissa Nichols es una madre de dos hijas en Bloomfield Hills, Michigan. Comenzó a educarlas en casa luego de mudarse a Michigan desde California y fallar en el intento de encontrar una escuela que involucrara a los padres de la forma que estaba acostumbrada. La escuela anterior de sus hijas en San Diego era una pequeña escuela independiente con mucho tiempo al aire libre y un gran enfoque en lo artístico. Además, los padres solían ser voluntarios en el salón de clase. La nueva escuela de sus hijas, una escuela pública local, le cayó como un balde de agua fría.
“Todas las puertas están trancadas. No puedes entrar ni ser voluntaria en el salón de clases. Las dejas y las vas a buscar a la puerta. Vi cómo era el salón en agosto y nunca lo volví a ver. Y no me gustó”, explica Nichols, “Me gusta mucho estar involucrada en la educación de mis hijas. Creo que es una gran parte de sus vidas”.
Mucho de lo que experimentaba era el incrementado nivel de seguridad como respuesta a los tiroteos escolares. “Muchas escuelas han aumentado la seguridad, lo cual es bueno en cierto sentido”, admite Nichols. “Pero a su vez, incluso los padres y voluntarios con buenas intenciones no pueden entrar. Y hemos perdido la experiencia de comunidad de una escuela”.
No estaba encontrando una escuela que se adaptara a sus necesidades familiares, atrapada entre la opción de escuelas privadas caras en su zona y grandes escuelas públicas, “sin mucho más en el medio”. Entonces tomó una decisión. Con su experiencia en enseñanza decidió que esta sería la última escuela a la que fuesen.
Su familia cambió la frenética rutina matinal de alarmas y desayunos a las apuradas por las doce horas de sueño que, según ella, necesitan sus hijas, y un desayuno apacible en familia. Las actividades extracurriculares que solían esforzarse para hacer cuadrar en las pocas horas después de la escuela ahora eran diversiones bienvenidas que amenizaban sus tranquilas tardes. Contrataron a un profesor para que fuera a su casa a dar clases académicas a sus hijas durante una hora, una fracción de la jornada escolar habitual de ocho horas, y las matricularon en clases virtuales, una posibilidad derivada de su trabajo como directora de operaciones de una escuela preparatoria virtual. Las tardes están reservadas para pasar tiempo en el bosque, aprender español, cocinar, arte, piano, danza, artes marciales y, desde luego, jugar.
“No necesitamos a niños sentados en escritorios ocho horas al día”, dice Nichols. “Hay mucho más para hacer en la vida. No quiero que mis hijas esperen todo el año el verano y las demás vacaciones. Quiero que cada día cuente. Quiero que cada día sea intencional”.
En sus diez años dirigiendo las operaciones de una escuela virtual privada, ha visto de primera mano el daño que los entornos de alta presión y la sobrecarga de actividades tienen en los niños.
Cuando las familias acuden a su escuela virtual, suele ser porque se han visto desbordadas y el bienestar emocional del niño se ha deteriorado gravemente.
“Siento que veo a todos a mi alrededor corriendo. Familias corriendo durante la semana y viviendo en los fines de semana. Y nosotros podemos disfrutar todos los días. Me encanta poder salir de mi oficina para almorzar, ir a ver a mis hijas y llevarlas a sus diferentes actividades durante la semana. Creo que disponer de mucho tiempo para jugar y estar en familia es realmente importante. Una de mis mayores razones para educar en el hogar es porque disfruto pasar tiempo con ellas. No puedo imaginarme, en este momento de mi vida, mandarlas a la escuela todo el día. Siento que sé quiénes son como personas porque pasamos mucho tiempo juntos. Somos muy cercanos como familia y es realmente especial”.
En los años desde que sus hijas comenzaron a ser educadas en el hogar, Melissa Nichols formó un grupo de familias que comparten esta práctica, Play and Fun Club (Club de juego y diversión), en un intento de recomponer esa comunidad que perdió hace muchos años. “Es un grupo inclusivo. Puedes ser religioso o no. Simplemente nos gusta juntarnos porque nos importa ser intencionales con nuestros hijos y educarlos en casa”. Nichols primero le propuso esta idea a un grupo de Facebook de su zona hace algunos años. Desde ese entonces son veinticinco madres y más de treinta niños. Este grupo ahora llena el vacío social que sentía en la escuela a la que asistía su hija. Una vez a la semana se ponen sus camisetas amarillas con su logotipo (creado por una de las madres) y se dirigen a un museo, un jardín, un centro natural, una granja o un parque acuático, o simplemente a la casa de uno de ellos para celebrar una fiesta en la piscina.
“Ahora tengo quince amigas cercanas que viven en la misma zona”, dice Melissa con entusiasmo. Las madres se juntan con frecuencia, sin sus hijos y se ofrecen apoyo, piden consejos, o simplemente se desahogan en su muy activo chat grupal. Cualquier cita improvisada en el parque suele contar con la presencia de al menos un par de madres y sus hijos. Melissa finalmente siente que está criando a sus hijas como cree que se debe hacer: con la ayuda de toda una comunidad.
“¿No tienes miedo?”
El crecimiento de la educación en el hogar no ha estado exento de detractores. Algunos lo ven como una iniciativa con motivaciones políticas, una forma de socavar o debilitar la influencia de las escuelas públicas y proteger a los niños de ideas progresistas. Otros han advertido que la educación en el hogar con una regulación laxa deja a los niños vulnerables al abuso y al abandono. Pero las críticas que Danna Guzmán, Syreeta Faria y Melissa Nichols escuchan de la mayoría de las personas se refieren más a la ineficacia de los padres al enseñar a sus propios hijos, o a la imprudencia de enseñar a los niños fuera de los parámetros establecidos.
“Puede ser muy difícil, en especial en nuestra época, tener un espacio cuando todos a tu alrededor dicen que la escuela es la única forma en la que serás exitoso. Muchos padres de nuestra comunidad siguen creyendo que es ilegal educar en casa”, explica Guzman. Incluso sus propios padres tienen dudas. “Al principio mi madre estaba muy nerviosa. Y luego mi hija aprendió a leer y fue como si mi mamá dijera, ‘Ok, sabes lo que haces’. Ahora confía cada vez más en mí”.
“¿No tienes miedo de que no aprendan?” es probablemente la pregunta más común que recibe. Pero continúa diciéndole a su familia y amigos, al vecino curioso, a sus seguidores de Instagram, que para educar debemos aprender a confiar en los niños. “Lo mejor que podemos hacer por los niños es creer que ellos pueden aprender, y confiar en que son capaces. Los niños siempre han querido aprender. ¿Alguna vez conociste a alguno? ¡Están ansiosos por participar en el mundo! Y a medida que pueden contribuir, tomar responsabilidad de ellos mismos y de su aprendizaje, ¡es difícil detenerlos!”
Traducción de Micaela Amarilla Zeballos