Trato de no decirles a mis hijos que todo estará bien.

Si se lastiman, les digo que están bien si están bien, y que un médico los curará si un médico necesita curarlos. Si tienen miedo, les digo que están seguros si están seguros, y que estoy allí para ellos y con ellos no importa lo que pase. Si están ansiosos, les pregunto por qué están ansiosos, y hablamos acerca de sus sentimientos y de la realidad, incluyendo la realidad de sus sentimientos.

Pero no quiero acostumbrarme a decir: “Todo estará bien”. Porque no todo estará bien siempre.

El hijo de un amigo cayó de un árbol. Esto sucedió hace un par de años. Su cráneo golpeó contra una raíz expuesta, y el niño quedó inmóvil. Yo regresaba con mi familia en el coche después de haber visitado a unos parientes en otro estado. Les dijimos a nuestros hijos que su amigo había tenido un accidente grave, oramos y esperamos mientras atravesábamos Virginia y Maryland, y nos adentrábamos en Pensilvania.

Era importante que nuestros hijos, a pesar de ser pequeños (el mayor tenía unos seis años), supieran por quién y por qué estaban orando. Eso aumentaba la carga emocional, es cierto, pero también realzaba la comunión espiritual que todos sentíamos hacia la familia afectada. Fue más que un “momento de aprendizaje” acerca de trepar árboles, aunque de eso se trataba. Fue un curso acelerado sobre realidad; la realidad de que la vida puede cambiar en un instante de modos aterradores; la realidad de que la amistad implica experimentar dificultades, sin vacilar ni por un momento, con nuestros amigos; la realidad de que la oración realmente es comunión, tanto con Dios como con las personas por y con quienes oramos.

Este mismo año, el hijo de otro amigo fue atropellado por un coche. Su hermano lo estaba persiguiendo y, al modo descuidado de un niño de seis años, echó a correr hacia la calle. El coche lo lanzó por el aire y su cabeza golpeó la calzada. La familia llamó al párroco mientras la ambulancia volaba hacia el hospital.

Nancy Richards Farese, Jugando con el agua, Massachusetts, EE. UU., 2018 Todas las imágenes usadas con permiso.

Me enteré del accidente una hora más tarde, antes de que hubiera un pronóstico. Un amigo común —el hombre cuyo hijo cayó del árbol— me llamó justo cuando salía de la oficina. Apenas oí el tono de su voz, supe que era una de esas llamadas, uno de esos días difíciles que todos tememos, pero a los que nos anticipamos y para los que nos preparamos. Unos treinta minutos más tarde, mientras iba en el autobús orando, revisé mi teléfono. Un mensaje: el niño tenía fracturas múltiples y traumatismo cerebral, pero estaría bien.

Cuando llegué a casa, otra familia estaba de visita para la cena. Hablamos acerca de cómo sabíamos que esos días llegarían, y cuán aliviados nos sentíamos porque ese no fuera el peor de los días. Les contamos a los niños lo que había sucedido. Mi hijo, amigo y compañero de clase del niño accidentado, fue el que se lo tomó peor. Al modo de sus seis años, no pudo comprender ni expresar sus sentimientos, pero pasó toda la velada aletargado e irritable.

Me arrodillé y lo tomé por sus pequeños hombros —me he percatado de que el tacto es importante en momentos así— y le dije que estaba bien; no, que era correcto sentirse preocupado por su amigo. Le dije que podía orar con especial intensidad por su amigo, mientras la familia oraba por él esa noche. Le dije que las noticias que llegaban del hospital eran buenas, pero no le dije que todo estaría bien.

Hasta el momento, hemos experimentado los traumas más graves de nuestra comunidad solo de manera indirecta. Pero tenemos el propósito de acercar esos momentos, de forma prudente, a toda la familia. Es parte de la comunión de la comunidad compartir la carga de momentos como esos, incluso con los niños pequeños.

Estos momentos de incertidumbre entre la normalidad y la resolución de un trauma inesperado son los pequeños apocalipsis que marcan cada vida. Miran en la dirección del apocalipsis final, la completa revelación del plan de Dios para su creación. Son impredecibles. Son incontrolables. Debemos estar preparados.

Nancy Richards Farese, Jugando a chofer, Cité Soleil, Haiti, 2013

En la actualidad, la sociedad es irreflexivamente antiapocalíptica: impulsada a evitar o minimizar esos momentos de apocalipsis, cuando una fuerza de control y causalidad más poderosa que nosotros lo vuelve a Él evidente. Mientras los estadounidenses continúan valorando la asunción de riesgos económicos como una demostración de espíritu empresarial, los riesgos que implican más directamente una autonomía cotidiana son cada vez más estigmatizados: lesiones, enfermedad, embarazo.

Esto es claramente más cierto cuando se trata de niños. Se desalienta el estimulante juego creativo al aire libre; las escuelas están tremendamente reglamentadas; la fertilidad es considerada una amenaza que debe ser controlada y no un don que se debe acoger.

El hecho de que la mayoría de las personas ya no deba sufrir la pérdida de un hermano durante la infancia es una mejora indiscutible. La mortalidad infantil, que en 1800 llegaba a casi un 50 por ciento de todos los nacidos antes de los cinco años, en 2020 alcanzaba a un séptimo del uno por ciento en Estados Unidos. Pero esa bendita mejora ha conducido a un impulso obsesivo por proteger a los niños completamente de la realidad de la muerte, del sufrimiento, de todos los disgustos persistentes que implica ser humano.

La alta mortalidad infantil de los años pasados no era una situación anormal. No era antinatural. No hay una violación de una inocencia original al experimentar el apocalipsis de la pérdida o el sufrimiento de un ser amado a una edad temprana. Duele, en cada época de la historia humana. Deja cicatrices. Ciertamente, supone un mal para los niños que experimenten dolor en su alma, tanto como lo es experimentar dolor en su cuerpo. Pero hay males mayores: el tipo de prevención y asepsia que infunde una falsa seguridad y un falso sentido de control, los cuales serán final, inevitable y traumáticamente destruidos. 

Cuando Margaret, la segunda de nuestras hijas y tercera en orden de nacimiento, tenía tres años y medio, se estrelló contra el borde afilado del alféizar de una ventana. La herida junto al ojo izquierdo era profunda, aunque lisa, y solo requirió pegamento quirúrgico en la sala de emergencias. Cuando fuimos a nuestro pediatra para una visita de control, nos dijo que, si se formaba una cicatriz y permanecía doce meses, podíamos intentar con la cirugía plástica.

Si la cicatriz permanece, quizá algún día Margaret insista en una reparación. Pero, por ahora, ¿a quién le importa? Una cicatriz es una historia, una marca que queda para toda la vida. Por supuesto, algunas cicatrices, tanto del cuerpo como de la mente, implican un dolor duradero o una discapacidad severa, y son correctamente tratadas, pero no hay necesidad de esconder todos los indicios de nuestra naturaleza mortal, la prueba de que vivimos como seres humanos, encarnados, imperfectos, frágiles.

“Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Cor 12:9). No nos encontramos con Dios y su gracia fingiendo que todo estará bien; es, precisamente, admitiendo que el trauma del apocalipsis está más allá de nuestra capacidad para predecir y controlar, y para lidiar con eso nos abrimos a él.

Nancy Richards Farese, Jugando a chofer, Montana, EE. UU., 2012

La gracia del apocalipsis es más evidente, y creo que más eficaz, cuando rasgamos el velo del eufemismo y miramos con lucidez la vida y la muerte que se nos ofrecen a nosotros y a aquellos de nuestro entorno. Si un apocalipsis es una “revelación”, tal como lo connota el griego, entonces al menos deberíamos dudar antes de reemplazar ese velo por uno de fabricación propia.

El objetivo al que aspiramos en nuestra familia es soportar los apocalipsis de todos los días no con un estoicismo pétreo, sino con la confianza fiel en que cada revelación de la voluntad de Dios, en nuestro tiempo y al final de los tiempos, es también una revelación de la gracia de Dios. Esto es así porque más allá del mayor trauma de la historia estuvo el mayor de los triunfos: más allá de la cruz está la resurrección.

La resiliencia del cristiano, en especial del niño cristiano, por lo tanto, no es la resiliencia del violento que anhela ser incitado al conflicto, ni la del desconfiado que evita relacionarse para protegerse de la traición, ni de los que anuncian el apocalipsis y tratan desesperadamente de examinar cada situación. La resiliencia del cristiano es el conocimiento de que, en el Señor, todo estará bien siempre —perfecta, serena, eternamente bien—, incluso si aquí, en la ciudad del hombre, raramente lo está, y cada vez se pone peor.

El orden global construido por los frágiles seres humanos está mostrando su fragilidad. Las fuerzas autorreafirmantes del liberalismo y de los mercados internacionales no son, según parece, rivales para el pecado y la locura. El conflicto no ha sido, y no puede ser, completamente sublimado al orden abstracto de la ideología y la economía. La guerra ha regresado. Es probable que los niños de hoy hereden un mundo más violento y precario en todos los sentidos que el que experimentaron las generaciones posteriores a la Guerra Fría. La creencia según la cual todo estaría bien siempre fue una receta de la fragilidad; ahora es simplemente una fantasía.

Una de las bendiciones de vivir en amistosa proximidad con decenas de familias que tienen decenas de hijos es que se vuelve insostenible el punto de vista panglosiano y sin fricciones. Por cada momento de alegría y belleza de los días festivos —los improvisados encuentros de juegos y las barbacoas al aire libre, la oración comunitaria pública y privada— existen los días tristes y aterradores, los días apocalípticos, que enseñan las lecciones más valiosas.

Cuando llegan esos días, les decimos la verdad a nuestros hijos. No nos preocupa demasiado sobrecargar sus emociones, porque el contexto de estas conversaciones casi siempre es una oración. “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. Los niños no deben ser las abstracciones imposiblemente frágiles de nuestra imaginación cultural. Ellos pueden comprender los hechos duros desde una edad temprana; pueden contemplar a Cristo crucificado y comprender, aunque sea vagamente, que él comparte sus cargas; y pueden ser fortalecidos por él, incluso si aún no pueden describir lo que eso significa. 

En tanto los niños maduran a ritmo diferente y en modos diferentes, generalmente pueden manejar la realidad, incluyendo la realidad de la muerte, más resueltamente de lo que suponemos. Generalmente, los niños se vuelven débiles cuando los tratamos, emocional y espiritualmente, como si lo fueran.

Nancy Richards Farese, Mi cara, La Gonâve, Haiti, 2017

Durante las campañas presidenciales del exsenador por Pensilvania Rick Santorum, una antigua historia a menudo salió a la luz: cuando su pequeño hijo Gabriel nació muerto a las veinte semanas de gestación, el Sr. y la Sra. Santorum pasaron la noche con él en la cama del hospital. Luego lo llevaron a casa para que los otros niños pudieran ver a su hermano. En aquel entonces, los comentaristas insinuaban o decían abiertamente que eso había sido perturbador, macabro, espeluznante.

No tuve la certeza de que los críticos se habían equivocado, hasta que nacieron mis propios hijos. Ahora sé que, como los Santorum, en esa situación haríamos todo lo posible para que nuestros hijos conocieran a su hermano o hermana. La familia es el lugar donde experimentamos la realidad de la vida humana. Esto comienza de la forma más íntima cooperando con el Señor para traer a la vida a una nueva persona. Estar abierto a la vida significa —necesaria, inevitable, irreductiblemente— estar abierto a la muerte. Significa aceptar el apocalipsis. 

Cuando nuestros amigos, que atravesaban un embarazo avanzado, sufrieron un aborto espontáneo, trabajaron con el hospital, la parroquia y el encargado del sepelio para celebrar un funeral adecuado. En la tumba, todos los niños del vecindario arrojaron tierra sobre el diminuto ataúd. De algún modo, aquel niño era su primo: ¿por qué no decirle hola y adiós, y participar en el rito de consagrar el alma del bebé al Señor? 

Incluso en la muerte hay gracia. Por ese motivo no nos sentimos obligados a decir que todo estará bien: nuestro mundo no se hace añicos si no lo está. Creemos que se sostiene gracias a asuntos más serios que nuestros planes y expectativas, e incluso más que nuestras esperanzas y sueños. El salmista canta: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado: al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh, Dios” (Sl 51:17).

El apocalipsis de la vida cotidiana, pequeño y grande, puede quebrar los huesos y el ánimo. Pero he ahí, precisamente, el punto. Y más allá de ellos, el Señor llama. Él está aquí, con nosotros; él está ahí, en el lugar donde todo es revelado y todo es sanado.


Traducción de Claudia Amengual

Las fotos que acompañan este artículo provienen de: Potential Space: A Serious Look at Child’s Play de Nancy Richards Farese. Este fotolibro documenta el juego infantil a lo largo de catorce países, incluyendo Haití, Cuba, Burkina Faso, Jordania y Estados Unidos. Farese nos invita a considerar cómo esta actividad universal está amenazada por las implacables fuerzas de la tecnología, el consumismo y la sobreprotección en la crianza de los hijos.