He pasado gran parte de mi vida tratando de entender el lugar en donde crecí. He descrito la pequeña comunidad de Calcis, Alabama, situada a 72 kilómetros al sureste de Birmingham, como un lugar que apenas existe. Quienes pasan por la carretera parecen desconocer que los edificios están ocupados. Incluso las personas que viven cerca nunca han oído hablar de ella. Y, sin embargo, tiene una historia que contar.

Calcis no se parece a los pueblos adyacentes más grandes, Vincent y Harpersville, que abundan en grandes campos que dan testimonio del cultivo de algodón a gran escala, al estilo de las plantaciones, que se llevó a cabo allí durante generaciones. El suelo de Calcis, en su mayor parte, no era apto para la agricultura. Topográficamente, Calcis es muy rocoso: casi todas sus tierras son crestas, colinas y valles escarpados. La comunidad surgió, en gran medida, como un subproducto de la extracción de minerales utilizados para fabricar cal viva. La cal está compuesta, principalmente, por óxido de calcio. La pequeña comunidad resultó ser rica en depósitos de calcio, de ahí el nombre de Calcis.

La comunidad se ha formado en torno a este paisaje y esta historia únicos. Los pequeños grupos de casas están situados a lo largo de profundas curvas en las laderas.

Pasada tienda de H. R. Justice en Calcis, que ahora sirve como el Correo. Fotografía de Dofftoubab / Wikimedia (Creative Commons).

Quizás los cultivos no crecían tan bien en Calcis como en los lugares cercanos, pero una comunidad robusta floreció en ese suelo rocoso. La iglesia servía de centro neurálgico y lugar de reunión de la comunidad. La predicación y la enseñanza doctrinal cultivaban el recurso necesario de la fe, que permitía a las personas dar sentido a las duras vidas que llevaban en un suelo difícil. La iglesia no solo tenía una función espiritual, sino que también era la principal institución social de la comunidad. Su calendario organizaba la vida de los lugareños y los acercaba a una comunión y una comunicación más profundas entre ellos. Crecer en Calcis significaba que tu vida estaba inextricablemente entrelazada con la de quienes vivían al final de la curva, al pie de la colina o un poco más allá, siguiendo la carretera. Quizás esta interconexión era uno de los nutrientes que hacían de Calcis un entorno ideal para el tipo de historias que surgen cuando las personas viven tan cerca unas de otras, y para el tipo de gente que mejor las cuentan.

Una vez escuché una anécdota que cambió por completo mi comprensión del lugar donde crecí y mi comprensión de lo que significa vivir en comunidad con otros. Siempre había asumido que las personas de esta aldea habían vivido juntas en paz. Pero vivir muy cerca no significa vivir en paz, del mismo modo que vivir cerca de una iglesia no significa estar más cerca de Dios.

Estaba sentada en la sala de estar de la matriarca de la comunidad. Ella vivía más cerca de la iglesia que nadie, en el centro de la comunidad, pero comenzó su historia reconociendo la distancia que había recorrido en su camino con Dios:

Vivo cerca de la iglesia, pero no siempre he estado tan cerca de Dios como lo estoy hoy. Hay cosas que han sucedido en mi vida que me han acercado a Dios. Cuando murió mi hija, esta relación con Dios me dio consuelo. Estaba muy triste cuando ella falleció, y un día el Señor me habló claramente y me dijo: “Ella no era tuya para que la conservaras. Era mía, y cuando estuve listo para ella, la traje a casa para que se quedara conmigo”.

Pero recuerdo una época en la que Dios y yo no estábamos tan cerca. Hace años, mi hermano tuvo una riña que terminó con su asesinato. Una mujer lo apuñaló y él murió en la veranda de nuestra casa familiar. Mientras les cuento esta historia, todavía puedo verlo sangrando y muriendo. Recuerdo verlo morir y el conocimiento de que yo no podía hacer nada para mantenerlo con vida.Y todos sabíamos quién lo había hecho. Ella vivía a poca distancia de nosotros. Cantábamos juntos en el coro de la iglesia. Recuerdo haberle dicho a mi marido que estaba tan enfadada que quería matarla por lo que le había hecho a mi hermano.

Entendía su ira. Su hermano había sido asesinado. Su ira era una respuesta natural. El reflejo de querer actuar como árbitro de la justicia es tan fuerte que puede resultar abrumador. Sin embargo, la ira es una emoción engañosa. A menudo nos parece clarificadora, parece agudizar nuestro sentido del bien y del mal, de quién está con nosotros y quién está en nuestra contra. Pero la ira también puede engañarnos. Enturbia el juicio. Puede tentarnos a responder de la misma manera y herir a otros como nos han herido a nosotros.

Sentada allí, sentí profundamente su pérdida. Al reflexionar ahora sobre esa historia y el lugar donde la escuché por primera vez, me viene a la mente otra característica del paisaje: las canteras.

Durante mi infancia, oí hablar mucho de las canteras. Había varias escondidas en la profundidad de los bosques que rodeaban nuestra pequeña comunidad y, con el paso de los años, las canteras parecían adentrarse más en la selva. La generación que, de niña, había nadado en ellas, estaba muriendo. La generación que había trabajado en ellas, o que conocía a personas que lo habían hecho, había desaparecido. Pero las canteras y su legado permanecían. Era un legado oscuro. La extracción de minerales a gran escala, que había dado nombre a nuestra comunidad, se había realizado con mano de obra de presos afroamericanos. Sin embargo, las canteras no surgieron solo por medio de su labor. La antipatía y la avaricia fueron los pistones del motor que excavó esos abismos en la tierra, y también en las personas que empuñaban los picos y las palas.

El aspecto de una cantera refleja lo que se siente al sufrir una pérdida. Contemplar una cantera es sentirse abrumado por un vasto espacio vacío, y enfrentarse a la realidad de que lo que se extrajo se ha ido para siempre y nunca podrá reemplazarse.

Sin embargo, había mucho más que ira y pérdida en la historia de la mujer que estaba sentada frente a mí. Ella continuó:

Mi marido me dijo que tenía que hablar con Dios sobre mi ira, y así lo hice. Oré y le pedí al Señor que lo arreglara, y él lo hizo. Pero el Señor hizo más que eso. No solo me quitó la ira, sino que me dio algo a cambio. Me mostró el sentido de lo que dice en el evangelio sobre el trigo y la cizaña, cómo él deja que crezcan juntos, y que al final los separará.

Recuerdo la conmoción que sentí cuando escuché por primera vez sobre este delito que involucraba a personas y familias que había conocido toda mi vida. Recuerdo cómo me llevó a reorientar por completo mi visión de mi comunidad. Había dado por sentado que la paz que había conocido allí siempre había estado, pero me equivocaba. Del mismo modo que la comunidad no surgió sin intención, sino que tuvo que negociarse minuciosamente en torno a los escollos y las dificultades, la paz tampoco llegó sin intención y también requirió una negociación minuciosa. La paz se aprendió y se logró. Los estallidos de violencia, como el de su historia, habían dejado cicatrices. La gente de este pequeño lugar había aprendido una gran lección: la paz era la única forma de mantener una comunidad y, para disfrutar de la paz, había que buscarla activamente.

El comentario bíblico de la narradora despertó dos emociones en mí. Me sentí aliviada de que, en medio del dolor, esta persona hubiera podido encontrar paz en la sabiduría de las escrituras. Sin embargo, me sentí en conflicto: estaba casi segura de que ella estaba malinterpretando la parábola de Jesús:

Sucede con el reino de los cielos como con un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero cuando todos estaban durmiendo, llegó un enemigo, sembró mala hierba entre el trigo y se fue. Cuando el trigo creció y se formó la espiga, apareció también la mala hierba.

Entonces los trabajadores fueron a decirle al dueño: “Señor, si la semilla que sembró usted en el campo era buena, ¿de dónde ha salido la mala hierba?”.

El dueño les dijo: “Algún enemigo ha hecho esto”.

Los trabajadores le preguntaron: “¿Quiere usted que vayamos a arrancar la mala hierba?”.

Pero él les dijo: “No, porque al arrancar la mala hierba pueden arrancar también el trigo. Lo mejor es dejarlos crecer juntos hasta la cosecha; entonces mandaré a los que han de recogerla que recojan primero la mala hierba y la aten en manojos, para quemarla, y que después guarden el trigo en mi granero”. (Mt 13:24-30)

Había pasado mucho tiempo con esta parábola: enseñándola y aprendiéndola, predicándola y escuchándola predicar. Además, conocía muchos pasajes de la Biblia que podían ofrecer consuelo a los heridos; este no era uno de ellos. ¿Qué consuelo hay en que te digan que no hay justicia en esta vida o, de hecho, hasta el fin de los tiempos?

No estoy segura de cuál es la mejor manera de explicar lo que me llevó a ver la gran sabiduría y perspicacia que se desprendía de la historia de esta mujer y de su lectura de las escrituras. Quizás crecí espiritual y emocionalmente; quizás desarrollé una mejor comprensión de lo que se siente al herir y ser herido. Pero, por la razón que fuera, mi relación con esa historia —y con la parábola que la constituye— comenzó a evolucionar. La persona que hirió a esta mujer era un vecino. Ser herido por un vecino siempre duele más. Vivir en comunidad ofrece tantas oportunidades para hacer el bien como para hacer el mal. Dios podría haber elegido permitirnos llevar una vida completamente ajena a las personas malvadas y sus actos, pero no lo hizo. A veces, Dios permite que el mal viva a nuestro lado y cante junto a nosotros en el coro de la iglesia.

La pérdida de esta mujer fue profunda, y aunque su ira era comprensible, una decisión tomada por ira no fue su respuesta definitiva. Cuando alguien nos hiere, nos enfrentamos a una elección. Podemos ceder a nuestra ira. Podemos permitir que nuestras heridas se conviertan en la justificación para dañar a otros. Podemos permitir que nuestra pérdida se convierta en nuestra vida. O podemos mirar la vida desde la perspectiva que nos brinda nuestra fe y ver la verdad más grande que la mujer sabia compartió conmigo. Podemos reconocer la realidad de que la mejor medicina para nuestra pérdida y nuestro dolor se encuentra en las palabras del Maestro, y que la venganza personal es un bálsamo insuficiente para atender las penas que solo la justicia divina puede sanar.

Dios le había dado algo más grande a esta alma herida: tiempo y gracia para crecer más allá de sus dolores. Con el tiempo, Dios sanó sus penas. Su sanación no borró la herida, pero transformó la comprensión de su experiencia y profundizó su conocimiento de Dios. Al final, ella me enseñó lo que había aprendido: nuestro sanador es más grande que nuestras aflicciones. Y esperar su justicia marca la diferencia aquí y ahora.


Traducción de Coretta Thomson