La historia mundial parece moverse impulsada por los intentos de dominación y sometimiento de unos grupos humanos por parte de otros. El cristianismo en los Estados Unidos, con frecuencia y para su vergüenza, ha estado más marcado por esta historia y estas motivaciones que por la persona a quien los cristianos confiesan como Señor. Si los cristianos verdaderamente quieren que el mundo acepte y valore el evangelio, deben sincerarse respecto de su participación en una historia plagada de injusticias, de lo contrario, no se verá al evangelio más que como un medio para convalidar las injusticias y los privilegios.

¿Qué es el reino de Dios y la vida eterna sin la justicia? En palabras de Pablo, el reino de Dios es «justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo» (Ro 14:17). El concepto bíblico de justicia no se reduce a la moral individual, como hoy se lo suele considerar, sino que incluye también un concepto más amplio, público y social de justicia. Así pues, la justicia no es marginal al evangelio. El evangelio es la proclamación de la justicia de Dios en medio de las catástrofes de la historia. Sin la promesa de justicia, todo lo que se predique podrá ser una aproximación al evangelio, pero no el evangelio mismo.

Entre los predicadores del evangelio, pasados y presentes, hay quienes dicen rechazar las posturas propias de su tiempo y el interés pasajero por los problemas sociales en pro de asegurar una proclamación incontaminada, una proclamación que no se interese por ningún asunto ajeno al evangelio. Pero tal aseveración carece de sustento bíblico. Basta hacer un repaso de las injusticias que se han justificado esgrimiendo argumentos «cristianos» –desde la esclavitud hasta la segregación– para darnos cuenta del error que encierra. No existe tal cosa como una predicación despegada de su tiempo y lugar, y nunca la hubo; sí existe una predicación consciente de las motivaciones e implicancias para su tiempo y otra que no lo es. La predicación que no desarrolla esa conciencia tiende a amoldarse a la ideología imperante, al mismo tiempo que insiste en que su único interés es el evangelio. Este tipo de predicación suele centrarse en la vida espiritual y la paz interior del individuo y, muy a menudo, permanece impasible ante las situaciones de opresión que sufre la humanidad y que Dios nos encomendó transformar. Esta predicación de tan pobre contenido no puede sustituir el anuncio de que la muerte y resurrección de Jesucristo derrotaron al poder del pecado y la muerte en todas sus formas.

Dos figuras históricas, George Whitefield y John Wesley –ambos ministros ordenados en la Iglesia de Inglaterra– son ejemplo de cómo la proclamación del evangelio puede diluirse amoldándose a la ideología dominante o puede confrontar esa ideología anunciando fielmente la liberación alcanzada por la muerte y resurrección de Jesucristo. Estos dos hombres modelaron lo que sería el futuro de la religión en los Estados Unidos a través del reavivamiento evangélico que tuvo lugar como consecuencia de su predicación en las entonces colonias norteamericanas. Ambos hicieron énfasis en la importancia de la conversión y la santidad, aunque fue bien conocida su discrepancia acerca de las particularidades de la elección divina.

Retrato de George Whitefield por Joseph Badger, c. 1745

Pero las diferencias entre George Whitefield y John Wesley iban más allá de la elección y el libre albedrío para abarcar problemas concretos de justicia. A pesar de su firme convicción de que solo Dios y su gracia son la causa de la respuesta de fe de una persona al evangelio, Whitefield veía en el poder y la riqueza instrumentos de persuasión evangelística. Wesley, por su parte, denunció tales medios y a menudo criticó las injusticias cometidas por el imperio del cual él y Whitefield eran ciudadanos.

Whitefield fue y es uno de los predicadores más venerados en la tradición calvinista de los Estados Unidos. Fue, también, dueño de esclavos. Hasta no hace mucho, había una tendencia entre los historiadores de la iglesia a restarle importancia a este hecho, considerándolo algo desafortunado, pero no relevante; en cambio, resaltaban sus campañas de evangelización presentándolo como un modelo de santidad. Pero ¿qué clase de santidad puede ignorar el sufrimiento de sus semejantes y no reconocer la humanidad de quienes han sido esclavizados? ¿Qué clase de predicación acepta que se mantenga o, peor aún, que prolifere semejante práctica?

El problema no radica únicamente en que el propio Whitefield tuviera esclavos, sino que promovía la defensa y expansión de la esclavitud. En su biografía de Whitefield, Peter Choi apunta a una razón subyacente cuando señala la diferencia entre Whitefield y Wesley, que se ve reflejada en los bienes que cada uno trajo a las colonias:

El cargamento de bienes que Whitefield trajo consigo da una idea de la obra que se proponía llevar a cabo en Estados Unidos. A diferencia de Wesley, cuyo equipaje incluía poco más que libros y tratados, Whitefield llegó a Georgia cargado de regalos propios de la magnificencia de la rica metrópolis imperial […]. Consciente de que su vida y su trabajo se desarrollaban en el «imperio de las mercancías», el joven predicador comenzó su ministerio en los Estados Unidos aprovechando esos recursos y valiéndose de medios mundanos para alcanzar fines religiosos. Creía en el poder de los bienes materiales para atraer a los habitantes de Georgia al mensaje que predicaba. Conociendo la situación de extrema pobreza en Georgia, se propuso infundir la esperanza de la prodigalidad del imperio en este territorio colonial.1

En una carta a un amigo, Whitefield comentó: «¡Qué territorio próspero podría haber sido Georgia si se hubiera autorizado el uso [de esclavos] años atrás!».2 En esa misma carta, se lamentó: «¿Cuántos blancos se han arruinado por no contar con ellos [los esclavos] y cuántos miles de libras se dilapidaron?».3 En su libro The Color of Compromise, Jemar Tisby documentó con mayor detalle cómo la defensa de la esclavitud que hizo Whitefield ante los líderes de las colonias contribuyó a que Georgia diera marcha atrás en su decisión inicial de ser un territorio libre de esclavos.4 Inequívocamente, el evangelista defendió intereses que degradaban la vida del ser humano. El sufrimiento de los esclavos negros poco importaba, y la supuesta superioridad de la población blanca nunca fue cuestionada.

El concepto bíblico de justicia no se reduce a la moral individual, sino que incluye también un concepto más amplio, público y social de justicia.

Tras reconocer las ventajas de la esclavitud, Whitefield decidió que era una práctica legítima y encontró fundamentación bíblica en la historia de Abraham, que tenía esclavos, y en otros dos pasajes que hacían referencia a la tenencia de esclavos. Siguiendo un patrón que se repite a lo largo de la historia cuando del poder y de prerrogativas se trata, Whitefield dejó que un razonamiento sesgado primara sobre la exégesis y se conformó con una confirmación basada en el mero concordismo entre un texto bíblico y la situación presente. Pero, además, concluir que la tenencia de esclavos de parte de algunos personajes en la historia de la salvación legitima la práctica de la esclavitud implica ignorar la fuerza disruptiva de la venida de Cristo.

Podríamos argüir que Whitefield simplemente fue hijo de su tiempo. Sin embargo, ni aún en aquella época, su postura y sus compromisos eran lo universalmente aceptado. Wesley, por el contrario, veía a la esclavitud no solo como una falta moral de los individuos, sino como un pecado estructural que afectaba a la sociedad en su conjunto. No intentó buscar justificación moral ni económica, como sí lo hizo Whitefield. En cambio, denunció esta práctica en su predicación, en folletos, en discursos y con todas y cada una de las personas con quienes hablaba. Se negó a bautizar a personas dueñas de esclavos y apeló a la imagen de Dios reflejada en todas las etnias descendientes de Adán para evitar la denigración de quienes no eran de raza blanca. Los llamó «hermanos»5 y condenó la hipocresía de los revolucionarios de las colonias que, siendo ellos mismos dueños de esclavos, le reclamaban al gobierno británico que imponerles impuestos sin darles representación en el gobierno equivalía a «esclavitud».6 «¿Dónde está la justicia de infligir los males más severos a quienes no nos han hecho ningún mal?», escribió en su tratado Reflexiones sobre la esclavitud (Tomo VII, p. 114). Que esta práctica estuviera amparada por la legislación inglesa era irrelevante, ya que ninguna ley podía volver justo lo injusto. Apelar a formalidades legales no era otra cosa que un intento de encubrir las acciones del imperio: «arrancar [a los habitantes de África] de sus países nativos y privarles de la libertad misma, a la cual un angoleño tiene el mismo derecho natural y a la cual le reconoce tan alto valor como un inglés».7

Retrato de John Wesley por George Romney, 1789

Wesley mostró muy poca tolerancia con los colonos que alegaban no sentir odio por los africanos como tales o creían que la esclavitud se justificaba por necesidad económica. Criticó precisamente el razonamiento seguido por su amigo Whitefield, reflejado en la siguiente declaración de los miembros del Parlamento: «Pero el dotarnos de esclavos es necesario para el comercio, la riqueza y la gloria de nuestra nación».8 Wesley los cita y responde:

La riqueza no es necesaria para la gloria de nuestra nación; sino la sabiduría, virtud, justicia, misericordia, generosidad, bienestar público, amor a nuestro país. Estas son necesarias para la gloria de una nación; mas no la riqueza abundante. […] Es mejor la pobreza honesta, que todas las riquezas compradas con las lágrimas, el sudor y la sangre de nuestros prójimos.9

Para Wesley, la esclavitud no era el resultado de abusos aislados cometidos por personas en forma individual. Por lo tanto, la reparación de estas injusticias no podía quedar librada a la conciencia individual de cada creyente, una conciencia formada y adoctrinada por un sistema injusto. En tal sentido, Wesley no propició una solución basada exclusivamente en la conversión individual, del tipo que seguimos escuchando hasta hoy: «El cambio social solo se logra convirtiendo uno a uno todos los corazones». La predicación que solo se ocupa de la conversión individual desconoce la incidencia y la profundidad del pecado. La historia de los Estados Unidos es una clara demostración de que una nación de creyentes piadosos es capaz de crear y defender sistemas de iniquidad sin cuestionar ni una sola vez la perversidad de lo que están avalando.

Whitefield no es el villano en esta historia; no es más que un típico representante de un tipo de cristianismo que prevalece hasta hoy y que ha visto en él el ejemplo de una proclamación exitosa del evangelio. Es verdad que ahora ese cristianismo está distanciado de aquel mal social del que Whitefield fue partícipe, pero sigue mostrándose proclive a minimizar la importancia de tal participación. No debe sorprendernos, pues, que aún hoy los evangelistas enmarcados en el paradigma de Whitefield no cuestionen las injusticias ni anuncien la liberación y la transformación radical que caracterizan al reino de Jesucristo. Prometen vida plena en el siglo venidero, pero inhiben su manifestación en el presente, por ejemplo, ignorando o relativizando las secuelas de la esclavitud y la segregación, o incluso alegando que ocuparse de esos asuntos atenta contra la esencia del evangelio. Asimismo, su aceptación complaciente de normas injustas que les resultan beneficiosas acaba dejando a muchos sumidos en la desesperación. Otra característica de su predicación y enseñanza es la tendencia a confrontar solo cierta clase de pecados: se centran en el pecado individual, en particular, de carácter sexual, al mismo tiempo que ignoran la injusticia social que también es condenada en las Escrituras.

El enfoque de Whitefield pretende explicar lo que podríamos llamar el pecado sistémico apelando a la «providencia». Un ejemplo muy burdo lo encontramos en Robert L. Dabney, otra figura venerada del pasado calvinista de los Estados Unidos. En su obra Una defensa de Virginia y el Sur, plantea la siguiente pregunta retórica: «¿Acaso fue poca cosa que a esta raza moralmente inferior se le haya dado la oportunidad de relacionarse con una raza más noble?». Dabney afirma que «para la raza africana, tal como fue creada por la Providencia y en el lugar donde la colocó en América, la esclavitud era la justa, la mejor, sí, la única relación tolerable».10 No pueden los cristianos excusar ni pasar por alto tan perversa afirmación de alguien de sus filas; deben condenarla como lo que es: un engañoso ejercicio de prestidigitación conceptual.

El evangelio anuncia el juicio de Dios sobre todo lo que desvirtúa y degrada a su pueblo junto con la promesa de que Dios lo librará de ese mal. Cristo nos libera de la sujeción al poder del pecado y la muerte en cualquiera de sus formas: espiritual, psicológica, política o económica. Así como Dios no liberó a Israel para llevarlo a un Elíseo o Nirvana inmaterial ajeno a la realidad política, tampoco fue ese el propósito de la acción redentora del Hijo de Dios encarnado. Los cristianos que profesan adhesión a la autoridad de las Escrituras traicionan su propio compromiso cuando consideran que la salvación y la renovación refieren únicamente al ámbito individual o espiritual o a una lista limitada de pecados. La salvación no opera en ciertas áreas de nuestra vida y se desentiende de otras.

Para ser fiel a la razón misma de su existencia, esto es, Jesucristo crucificado y resucitado, la proclamación del evangelio debe abordar las faltas de los oyentes individuales, así como también todos los desaciertos en las premisas y estructuras que dan cohesión a la comunidad. Una sociedad no es la mera suma de sus integrantes, un conglomerado de individualidades, por tanto, no basta una predicación centrada exclusivamente en la culpa individual; es necesario poner en evidencia de qué manera los individuos están implicados en la injusticia sistémica, dado que lo individual y lo colectivo están irremediablemente entrelazados.

La liberación alcanzada en Cristo y anunciada en la predicación del evangelio siempre está llamada a sacudir las bases normativas que modelan el mundo tal y como es.

Más aún, la identidad colectiva de un pueblo lleva implícitas representaciones del papel histórico de ese pueblo y las responsabilidades derivadas de ese papel. Así, la identidad colectiva sirve de justificación para las acciones aprobadas por ese papel histórico, como en el caso de Whitefield y su defensa del imperio y la esclavitud.

El evangelio debe poner al descubierto las injusticias que esas identidades pretendan justificar. Ser el pueblo elegido no eximió a Israel de sus pecados; cuanto menos podría una nación moderna alegar que su destino histórico justifica sus atrocidades. Una proclamación del evangelio que ignora la dimensión social no es capaz de cuestionar el relato que la comunidad –la tribu, la nación, el imperio– construye para justificar y atenuar sus pecados. La predicación del evangelio debe confrontar esas narrativas de manera explícita, de lo contrario, el evangelio ya no proclamará el reino de Dios sino una serie de clichés.

La prueba de toda proclamación del evangelio es la prueba de Agustín de Hipona para la interpretación de la Escritura: «El que juzga haber entendido las divinas Escrituras o alguna parte de ellas, y con este entendimiento no edifica el doble amor a Dios y al prójimo, aún no las entendió». Una interpretación, cualquiera sea, nos lleva a amar a Dios solo en la medida en que genere un amor real por el prójimo; un amor que pueda ser reconocido como tal por los enfermos, los dolidos, los pobres o los oprimidos. Si no se manifiesta de este modo, el evangelio no será considerado ni tenido en cuenta como justicia de Dios.

Una interpretación fructífera y saludable de las Escrituras provoca disrupción. La liberación realizada por Jesucristo no ignora el entorno social de los conversos. De manera que una predicación que no pone en tela de juicio la moralidad que una comunidad presume tener, deja de ser anuncio de liberación y pasa a someterse y ser parte del relato construido por la comunidad.

El evangelio queda prisionero de la cultura en la medida en que se entienda como sustento y sostén de las normas de determinada cultura mayoritaria o cuando se lo utiliza para minimizar la importancia de denunciar los males de la sociedad. Cada vez que se elogia a la fe cristiana por ser favorable y funcional al proyecto de un estado, se la rebaja a la categoría de medio para lograr ese fin. La fe cristiana puede avalar aquellos fines del estado que sean justos, pero equiparar la fe a los intereses del estado equivaldría a alinearlos a ambos funcionalmente y, cuando eso sucede, la consecuencia no es otra que la idolatría de la nación o de un partido político.

Los cristianos no pueden ser defensores de ninguna nación cuyo accionar atenta contra los valores del reino de Dios, sino que deben rechazar y denunciar los privilegios obtenidos a costa de la explotación de otras personas. Los cristianos prometen lealtad a un Señor cuyo dominio está por sobre todo, lo que relativiza cualquier otra lealtad. Ningún imperio, nación o comunidad de naciones está totalmente alineada con la voluntad de Dios, de modo que la liberación alcanzada en Cristo y anunciada en la predicación del evangelio siempre está llamada a sacudir las bases normativas que modelan el mundo tal y como es. Esto es así porque sabemos que el bien que cualquier estado se proponga llevar a cabo, aun cuando su propósito sea justo, siempre acabará diluido por causa de intereses poderosos.

El testimonio de la Iglesia acerca del juicio de Dios debe incluir testificar contra las injusticias y también contribuir a los esfuerzos para aliviar el sufrimiento e infundir la esperanza del reino de Dios. El llamado al arrepentimiento debe ir acompañado de ayuda material que haga efectiva la reparación y recuperación, ya que en esto consiste la verdadera justicia. Estos esfuerzos no traerán el reino a la tierra, pero preparan el camino para Aquel que sí lo hará. La Iglesia no puede diferir su responsabilidad, sino que debe incansablemente señalar las bases evangélicas de estas acciones. La humanidad toda necesita desesperadamente encontrar esta justicia que condena la injusticia y la falta de compasión a fin de rescatar a quienes las cometen y convertirlos en personas que contribuyan a mejorar nuestro mundo.

Ni aun Wesley llegó a formular una condena sistemática de la esclavitud, y tal vez nosotros hoy podríamos juzgar el acierto de sus acciones, aunque sin olvidar que quizá, algún día, se escribirá la lista de nuestras propias faltas. Demos gracias, entonces, por el testimonio de Wesley y pidamos a Dios que nos conceda la gracia de reconocer nuestras debilidades, para poder arrepentirnos de posibilitar y participar en sistemas injustos. Demos gracias porque ese evangelio que condena todas las injusticias también ofrece perdón en abundancia a todo aquel que se arrepiente. El principio y fin del evangelio es el amor: el amor con que Dios nos ama a todos nosotros, y el amor por todas las personas que ese amor hace brotar en su pueblo rescatado y renovado.


Traducción de Nora Redaelli

Notas

  1. Peter Y. Choi, George Whitefield: Evangelist for God and Empire (Grand Rapids: Eerdmans, 2018), 49. Traducción libre del original inglés.
  2. Ibídem, p. 161.
  3. Ibídem, p. 162.
  4. Jemar Tisby, The Color of Compromise: The Truth about the American Church’s Complicity in Racism (Grand Rapids: Zondervan, 2019), 47-48.
  5. «Grave discurso al pueblo de Inglaterra respecto al estado de la nación», Obras de Wesley, Tomo VII, La vida cristiana, Editor General: Justo L. González, Franklin, Tennessee: Providence House Publishers, 1998, pp. 205-218. «Apacibles palabras a nuestras colonias americanas», Obras, Tomo VII, pp. 129-144.
  6. «Apacibles palabras a nuestras colonias americanas», Obras, Tomo VII, p. 129.
  7. Obras, Tomo VII, p. 115.
  8. Obras, Tomo VII, p. 120.
  9. Obras, Tomo VII, p. 120.
  10. Robert Lewis Dabney, A Defense of Virginia (and Through Her, of the South) in Recent and Pending Contests against the Sectional Party (New York: E.J. Hale, 1867), 281. Traducción libre del original inglés.