En agosto de 2014, una mujer le planteó en Twitter un caso hipotético a Richard Dawkins, el biólogo evolucionista y famoso por su ateísmo: «Sinceramente no sé que haría si estuviera embarazada de un niño con síndrome de Down. Es un verdadero dilema ético».

Segundos después, Dawkins le respondió con un tuit: «Abórtalo e inténtalo otra vez. Sería inmoral traerlo al mundo si puedes elegir».

En la oleada de indignación que siguió, incluso los colegas utilitarios de Dawkins rechazaron su breve declaración. Al día siguiente, Dawkins se disculpó a medias en un mensaje en su página web, pero aún así no se retractó: «Los padres que cuidan de sus hijos con síndrome de Down generalmente establecen fuertes lazos afectivos con ellos, como lo harían con cualquier otro niño... Tengo simpatía por este aspecto emocional, pero es emocional, no lógico...

»Si tu moralidad se basa, como la mía, en un deseo por incrementar la máxima felicidad y reducir el sufrimiento, la decisión deliberada de dar nacimiento a un bebé con Down, cuando tienes la opción de abortarlo al comienzo del embarazo, en realidad podría ser inmoral desde el punto de vista del propio bienestar del niño».1

Como los defensores de personas con discapacidades señalarían de inmediato, las presuposiciones de Dawkins sobre el síndrome de Down no están respaldadas por la investigación médica. Por ejemplo, un estudio de 2011 encontró que el 99 % de las personas con síndrome de Down eran felices con sus vidas, y que el 97 % de sus padres y 94 % de sus hermanos reportaron sentimientos de orgullo.2 Solo el 5 % de los hermanos estaban dispuestos a intercambiar a su hermano o hermana con síndrome de Down por otro sin el padecimiento.

Pero citar estudios sobre la calidad de vida no llega a la raíz del argumento de Dawkins para abortar bebés con discapacidades: el temor al sufrimiento. Comprendo y comparto este temor. Si Richard Dawkins leyera estas líneas me gustaría que supiera que aprecio su motivo fundamental: «un deseo por incrementar la máxima felicidad y reducir el sufrimiento». En una época marcada por la interminable serie de noticias deprimentes, ¿acaso no necesitamos que más personas trabajen con pasión para alcanzar esta meta?

Por supuesto, la dificultad es que ni el sufrimiento ni la felicidad se pueden medir objetivamente; ambos son, para usar las propias palabras de Dawkins, una cuestión de emoción, no de lógica. ¿Cómo vamos a determinar quién sufre más: un niño con discapacidades que tiene una alegría sin complicaciones en la vida, o un niño intelectualmente dotado que tiene dificultades para relacionarse? Aleksandr Solzhenitsyn escribió una frase famosa: «La línea que divide el bien del mal atraviesa el corazón de cada ser humano». Del mismo modo, la línea que divide la felicidad del sufrimiento pasa por cada corazón humano. Esto incluye los corazones no solo de gente como Richard Dawkins, sino de personas como mi hermana Iris.

Xenia Hausner, Cita a ciegas, 2009

Iris vino al mundo en 1982, cuando yo tenía tres años y medio de edad. El obstetra la diagnosticó con el síndrome de Down y predijo que nunca hablaría, caminaría ni que haría una aportación significativa a nuestra familia o a la sociedad. Con demasiada prudencia para expresar su rotunda opinión, no obstante, dejó en claro que mis padres no deberían demorarse en enviar a Iris a una institución donde pudiera recibir un cuidado de por vida, de modo que pudiéramos evitar una alteración innecesaria de nuestra vida familiar.

Mis padres rechazaron esa idea, y trajeron a Iris a vivir con nosotros. A pesar de los desafíos adicionales que ella implicaba, muy pronto nuestra familia creó (para usar las palabras de Dawkins) «fuertes lazos de afecto mutuo» con ella. Iris nació con dos afecciones graves del corazón, y fue sometida a dos cirugías de corazón abierto antes de cumplir los dos años. Antes de las operaciones, y en su intervalo, sufrió de neumonía crónica y pasó la mayor parte del tiempo en una cámara de oxígeno. Las interminables asistencias de los terapistas le ayudaron a aprender a tragar, toser, moverse, sentarse y hablar.

Después, aunque estaba más saludable, las rutinas de Iris seguían siendo muy demandantes. Ayudarla a vestirse, partirle la comida, cepillarle los dientes, alistarla para el día, hacer sus terapias y sus tareas, estar al pendiente de sus cosas, finalizar el día con alegría y mantenerla tranquila en su cama durante la noche, todas eran (y son) tareas que implicaban tiempo y paciencia. Los psicólogos que la han examinado dicen que su coeficiente intelectual es extremadamente bajo. Puesto que a menudo no es posible razonar con ella —y a veces puede ser un poco testaruda— la creatividad y el humor con frecuencia son nuestra única salida.

Al ser libre de toda presunción intelectual, Iris parecía capaz de percibir realidades espirituales que el resto de nosotros no podíamos.

Nuestra vida familiar cambió también en otras formas menos visibles. Nunca hemos podido llevar a cabo las aventuras que tienen las familias «típicas», y mucho menos las salidas espontáneas. La resolución cotidiana de los problemas con los maestros y cuidadores de Iris implicó tiempo e investigación, con frecuencia limitaba bastante nuestra vida social más amplia. Para mi padre y mi madre, que ya estaban en sus cincuenta años cuando Iris estaba en el jardín de niños, los desafíos de la mediana edad se sumaron a la fatiga de cuidar de una niña con necesidades especiales. No siempre fue placentero.

Como niños, no nos dábamos cuenta de esas cargas adicionales, que recaían sobre nuestros padres. Y como la mayoría de los padres con un hijo discapacitado, sus preocupaciones sobre el futuro se complicaban con la pregunta de quién cuidaría de Iris cuando envejecieran y murieran. Aunque la expectativa de vida para personas con síndrome de Down era entre fines de los veinte años y comienzos de los treinta; en la actualidad, gracias a los avances médicos, se ha elevado hasta los cincuenta o sesenta años, un avance que plantea sus propios desafíos. En los Estados Unidos, las personas con discapacidades reciben pocos servicios estatales y federales después de cumplir los veintiún años, aunque con frecuencia es cuando sus necesidades se vuelven más complejas. Tuvimos muchísima suerte al no tener preocupaciones financieras —de esto hablaré más adelante—, pero conocimos familias que luchaban para cubrir los gastos de medicinas, terapias, equipo especial y en ocasiones cuidadores que vivían en casa.

No puedo tratar de endulzar la situación: la discapacidad es dura. Pero ¿significó que la vida de Iris fue primordialmente de sufrimiento? ¿Habríamos sido más felices sin ella?

The author and her sister.

La autora y su hermana. Fotografía cortesía de la autora.

Lo dejo a tu criterio. Iris tiene una personalidad valiente, llena de vida. Es atraída hacia los demás como las abejas al néctar, superando sin esfuerzo las barreras interpersonales. La llamamos la «embajadora de la familia», porque siempre es la primera en abrirse paso para conectarse con gente nueva. Una vez que ha establecido una relación, solo tenemos que añadir: «Somos la familia de Iris», para convertirnos pronto en amigos. Ella se compadece profundamente por cualquiera en necesidad: cuando escucha una nueva noticia de un incidente violento en cualquier lugar del mundo, le impacta como si las víctimas fueran familiares.

Las carcajadas contagiosas de Iris pueden animar una sala entera de conciertos. (En broma comentamos que podría ganar buen dinero como promotora de risas). Sea que entienda o no un chiste, se desatará de risa sin siquiera dudarlo. Recuerda los personajes representados por sus amigos de la infancia en las obras de teatro de la escuela, y continúa nombrándolos décadas después por los nombres que representaron. Incluyendo en la iglesia. Después de celebrar la cena del Señor, los miembros de la iglesia acostumbran saludarse mutuamente con las palabras «paz y unidad». En una ocasión, Iris vio a una querida compañera y su voz ronca se hizo escuchar: «¡Princesa Gloriana, paz y unidad!».

Al ser libre de toda presunción intelectual, Iris parecía capaz de percibir realidades espirituales que el resto de nosotros no podíamos. Una vez, un amiga cercana que se había mudado al extranjero —la identificaré como Sandra—, estaba especialmente en la mente de Iris. Por semanas, Iris me preguntaba sin cesar cómo estaba Sandra. Un día, le dije con exasperación: «¡Vamos a hablarle por teléfono para saberlo!». Al escuchar la voz de Iris por el teléfono, Sandra no podía creerlo. «Sabes, acabo de enterarme hoy que mi papá falleció. Desde hace tiempo había estado muy enfermo en el hospital. Muchísimas gracias por llamarme.»

¿Es animar a una mujer a creer que tenga la fuerza suficiente para matar a su propio hijo, pero no lo bastante fuerte para criarlo, realmente está defendiendo sus mejores intereses?

Otra amiga que mencionaba sin cesar era una mujer que llamaré Eleonor. Estábamos hartos de escuchar, una y otra vez, lo maravillosa que era Eleonor. Un día, para nuestra sorpresa, recibimos la noticia de que Eleonor había sido diagnosticada con cáncer terminal. Me pregunté si habíamos sido sordos ante el urgente mensaje que con insistencia Iris nos había tratado de transmitir: apreciar a Eleonor y orar por ella.

Cuando alguien como Richard Dawkins mira a familias como la mía, solamente ve los desafíos y presupone que todo es sombrío. No les culpo por su ceguera. Aunque amo a mi hermana con todas mis fuerzas, no siempre me pareció un regalo bueno y perfecto. Al crecer, a veces me frustraban las demandas que su cuidado implicaba sobre nosotros, y en ocasiones me encontré deseando tener una vida 'normal'. Consideraba que estos episodios ocasionales de autocompasión eran inofensivos y que no afectaban mi amor fundamental por ella. Sin embargo, un día comprendí que mi actitud no era tan inocente como creía.

Cuando tenía veintidós años, después de haber salido de casa cuatro años antes, estaba viviendo en Alemania con una vida por delante. Como casi todas las mujeres jóvenes de mi generación, acepté la idea de que la independencia personal y una carrera exitosa eran el camino hacia la felicidad. Aunque había crecido en un hogar cristiano y todavía amaba a Dios, la autonomía y el éxito se volvieron parte de mi credo.

Decidí estudiar partería, y como preparación me hice voluntaria en un hospital de Ginecología y Obstetricia en la ciudad universitaria de Leipzig. En mi primer día de servicio, respondí al llamado de ayuda y me encontré en un cuarto privado con una mujer de más de treinta años. En ese tiempo, yo estaba consciente de que los abortos eran legales hasta las 23 semanas si un doctor diagnosticaba malformaciones congénitas graves y firmaba una autorización para realizar el procedimiento. También estaba —en teoría— abierta a la idea de que un aborto se podía justificar en ciertas circunstancias extremas, aunque obviamente no para infantes con síndrome de Down, quienes (yo pensaba) no podrían ser considerados con una «discapacidad severa». Qué ingenua era.

Cuando entré al cuarto, no sabía que estaba en marcha un aborto de embarazo avanzado. La paciente pidió ayuda para llegar hasta el inodoro. Auque desconocía el protocolo a seguir, instintivamente me apresuré a conseguirle una bacinica. Varios minutos después, salió una pequeña forma azulada: su hijo; sin duda un ser humano, con brazos, piernas, orejas, cejas, uñas. Había muerto en su útero tras una inyección con una solución tóxica, y había sido expulsado después de que las enfermeras indujeron el trabajo de parto con un goteo. La mujer, que me veía enmudecida mientras le sostenía la bacinica, explicó: «El médico me dijo que tendría síndrome de Down. Yo sabía que no lo podría tener sola».

Ella debió haber percibido mi angustia. Tratando de tranquilizarme, añadió: «No te preocupes, no soy una cobarde, soy fuerte y puedo lidiar con esto».

Llamé a una enfermera, que vino a sujetar y cortar el cordón, sus tijeras separaron a la madre de su bebé en una macabra parodia de lo que de otra manera pudo haber sido un momento de alegría. Luego me indicó que llevara la bacinica al cuarto de desagüe donde se depositan los desechos. Con vacilación pregunté qué sería de él. «Oh, se lo llevan al laboratorio y usan el tejido para experimentos», contestó mientras cubría sin preocuparse sus restos con una toalla de papel.

En este hospital, la Unidad de Cuidados Intensivos para Prematuros se localiza un piso abajo de ginecología. Allí, no se escatimaba esfuerzo alguno en el frenético intento por salvar las vidas de los bebés de 24 semanas. ¿Cómo —me preguntaba— era posible que una vida definida legalmente como feto desechable a las 23 semanas, se convirtiera en ser humano a la semana 24?

Xenia Hausner, Mapa del delito, 2010

Con horas todavía para terminar mi turno, traté de recuperarme y de actuar profesionalmente, lo que parece haber funcionado, ya que más tarde el personal reconoció lo bien que había manejado la situación. Sin embargo, algo dentro de mí quedó destrozado. Si mis metas requerían decisiones difíciles, pensé, entonces tenía que aceptarlo. Hasta ahora, no había comprendido cuál sería el costo de esa opción, ni quién estaría obligado a pagarlo.

Cuando se asentó la cruda realidad de lo que había presenciado, estaba llena de furiosas preguntas. Si ella estaba 'sola', ¿dónde estaba el hombre que la había abandonado? ¿Acaso había sido presionada por familiares, amigos o doctores? Estaba enojada porque el niño no había podido defenderse, y enojada porque ahora era demasiado tarde.

Si solo hubiera conocido a su madre unos días antes —me dije a mí misma—, podría haberle contado sobre Iris.

Pero ¿qué le hubiera dicho? Comencé a repensar mi visión del mundo desde los cimientos. ¿Es animar a una mujer a creer que tenga la fuerza suficiente para matar a su propio hijo, pero no lo bastante fuerte para criarlo, realmente está defendiendo sus mejores intereses? ¿En realidad, no se trata de otra forma de poner al último las necesidades de la mujer, para que, cuando todo se haya dicho y hecho, ella quede con la carga de responsabilidad por la muerte de su hijo? Comencé a ver que muchas cosas en nuestra sociedad deben estar totalmente equivocadas si una mujer siente el imperativo de tomar decisiones como esta.

Lo que más me perturbaba eran las palabras de mi paciente: «Yo sabía que no lo podría tener sola». Me hicieron reflexionar sobre la manera en que mis padres habían criado a Iris. Mi madre siempre tuvo un esposo a su lado que le dejaba, a veces, sentirse débil y depender de su ayuda. La de ellos fue la clase de relación que claramente le hacía falta a mi paciente.

Además, mis padres habían recibido el apoyo de una comunidad cristiana comprometida. Ambos habían dejado sus carreras —mi padre como un empleado civil de la marina estadounidense, mi madre como directora de un jardín de niños—, para responder al llamado de unirse al Bruderhof, donde se conocieron y se casaron. Por eso, cuando nació Iris, estaban rodeados de docenas de personas que les brindaron apoyo emocional y práctico, además de consejos y oraciones. En los años que siguieron, estas fueron las personas que nos ayudaron constantemente a vislumbrar la belleza en la vida de Iris.

“¡Prohibido entrar de mal humor!” Este dibujo de Iris adorna la puerta a las oficinas de Plough.

La comunidad del Bruderhof al norte del estado de Nueva York, en la cual crecimos (y todavía vivimos), es como una pequeña aldea de cerca de trescientas personas. Aquí Iris siempre tuvo amigos de su misma edad y rara vez se sintió excluida. Desde la escuela preuniversitaria, ha participado en la vida diaria de la comunidad, realizando actividades apropiadas a sus capacidades, como preparar las mesas en el comedor comunitario o ayudando en el taller de la comunidad, donde se fabrica equipo especial para personas con discapacidades. Debido a que la vida compartida en comunidad ofrece una amplia diversidad de tareas, nunca resulta difícil encontrarle maneras significativas de contribuir, aunque en el resto de la sociedad no le fuera posible mantener un empleo remunerado.

Los miembros del Bruderhof no reciben un salario ni tienen su propia cuenta bancaria; al compartir nuestros recursos, ingresos, habilidades y responsabilidades de trabajo, buscamos cuidar de las necesidades de los demás. Nadie se incomoda si una persona como Iris pudiera estar consumiendo más de lo que puede contribuir; a cada miembro se le aprecia simplemente por ser quien es. Si Iris se enferma, los miembros de la comunidad, formados como doctores y enfermeras, están listos para cuidar de ella; otros tomarán turnos para aliviar a los miembros de la familia cuando necesitemos un descanso. Y aunque mis padres a veces se preguntan qué será de Iris cuando ya no estén, saben que tienen una comunidad de hermanos y hermanas que están tan comprometidos con ella como su propia familia.

Mientras me lamentaba por la madre y su hijo en el hospital de Leipzig, comprendí lo mucho que había dejado de ver la realidad de mi familia cuando crecía. Debido a que Iris y otros como ella estaban tan naturalmente integrados en cada aspecto de nuestra vida en comunidad, no me había dado cuenta de lo diferente que hubiera sido su vida fuera de este ambiente. Por primera vez, pude dimensionar con claridad los desafíos con los que vivía, desafíos que en otro contexto hubieran implicado la contratación de cuidadores o un hogar de cuidados especializados. También pude ver el milagro de cómo, en una vida compartida en comunidad, podían recibirse los dones que Iris tenía que ofrecer. Ella no solamente recibió cuidados, sino que fue capaz de corresponder a ellos. Aquí, como quizá en ningún otro lugar, ella podía florecer. «Toda mi vida —pensé— las obras de Dios han estado resplandeciendo ante mis ojos, soy yo la que ha estado ciega.»

En las semanas siguientes, pude comprender que el horror del aborto fue algo en lo que estuve implicada. Estaba viviendo conforme a los ideales de una sociedad centrada en el logro y la ganancia, una sociedad con poco espacio para aquellos que siempre serán dependientes de los demás, para personas como Iris. En un mundo así, ¿era de extrañar que una mujer pueda sentirse que «no lo puede tener sola»? ¿Qué esperanza le podría dar a ella, de que su hijo encontraría un lugar donde sus dones fueran recibidos, como fue el caso de Iris? Por cierto, desde mi infancia he conocido muchas familias dedicadas, terapistas y maestros de educación especial que les dan mucho amor a sus niños. Pero, debido a que sus esfuerzos heroicos se realizan dentro de un sistema tan radicalmente hostil hacia los débiles, existen muy pocos finales felices. ¿Cómo le podría pedir con credibilidad a mi paciente que tuviera y criara a un bebé con discapacidad, a menos que también le mostrara una forma completamente distinta de vivir, en la que su hijo pudiera crecer y florecer?

Pude constatar la verdad de las palabras de Oscar Wilde: «Las leyes eternas de Dios son buenas y rompen el corazón de piedra... ¿de qué otra manera sino a través de un corazón quebrantado puede entrar el Señor Jesucristo?». Mi corazón de piedra se rompió y Cristo entró, en la forma de ese pequeñito bebé de 23 semanas. Al reconocer que mi credo de autonomía y éxito excluía a aquellos que tampoco podían lograrlo, me convertí y eventualmente regresé al Bruderhof, donde después me hice miembro.

Esa clase de comunidad puede surgir siempre y cuando abramos nuestros corazones a las alegrías y tristezas de los demás, y nos comprometamos a compartir la carga. Así como todo ser humano es capaz de experimentar la felicidad, ningún ser humano está exento del sufrimiento. Incluso eminentes científicos como Richard Dawkins sufren. En comunidad, personas como Iris pueden ayudar al resto de nosotros a sobrellevar nuestras cargas. Nos pueden ayudar a convertirnos en más humanos de verdad.

Así que sueño con el día cuando una persona como Iris tenga comunidad con Richard Dawkins. Sueño con el día cuando se conviertan en amigos, dos seres humanos igualmente dotados de vida y amor, pero que tienen heridas, temores e imperfecciones. Sueño con el día en que sean capaces de compartir cada uno de los sufrimientos y alegrías del otro; de manera que ambos puedan aligerar entonces sus cargas. En ese día, juntos llegarán cada vez más a reducir el sufrimiento y aumentar la máxima felicidad.


Traducción de Raúl Serradell

Notas

  1. Richard Dawkins: «Abortion and Down Syndrome», escrito en su blog, 21 de agosto de 2014, en: richarddawkins.net.
  2. Brian G. Skotko, Susan P. Levine, y Richard Goldstein: «Having a Son or Daughter with Down Syndrome: Perspectives from Mothers and Fathers»; «Having a Brother or Sister with Down Syndrome: Perspectives from Siblings»; y «Self-Perceptions from People with Down Syndrome» en American Journal of Medical Genetics Part A, Octubre 2011, 155A(10): 2335-2369.