En 1869, The Revolution, el periódico en pro de los derechos de la mujer fundado por Susan B. Anthony y Elizabeth Cady Stanton, publicó un editorial acerca de las inusuales acciones de la doctora Charlotte Lozier. La doctora Lozier había provocado el arresto de Andrew Moran, un hombre que había viajado desde Carolina del Sur hasta su consultorio en la ciudad de Nueva York, para solicitarle que le practicara un aborto a una joven mujer que esperaba un hijo suyo. “La doctora le aseguró que había acudido al lugar equivocado para llevar a cabo un propósito así de vergonzoso, repugnante, antinatural e ilegal”, explicaba el editorial. Moran se puso violento. La doctora Lozier, quien por entonces tenía veintidós años, lo hizo arrestar. The Revolution tomaba un extracto de otro periódico e informaba acerca de que Lozier “insiste en que, así como la comisión de un delito no está dentro de las funciones de la profesión médica, una persona que solicita a un médico que cometa el delito de infanticidio prenatal ya no puede ser considerada su paciente al igual que quien le solicita que envenene a su esposa”.

Aquel día Moran había golpeado a la puerta equivocada. Madame Restell, una conocida abortera neoyorquina, hubiera estado encantada de acceder a su solicitud. Restell era, en aquella época, una de las doscientas aborteras en actividad, un número aproximado solo contabilizando la ciudad de Nueva York, según estimó en 1871 un artículo de The New York Times. El editorial de The Revolution buscó “exponer el restellismo”, el término con el que se mencionaba la línea de trabajo inmensamente rentable, aunque ilegal. En efecto, Elizabeth Blackwell, la primera mujer autorizada para ejercer la medicina en Estados Unidos, lamentaba que Restell tuviera una reputación como “médica”, una descripción que, según Blackwell escribió más tarde en su autobiografía, “en esa época se aplicaba exclusivamente a aquellas mujeres que llevaban adelante su vil actividad”. Según Blackwell, la práctica de Restell era una “degradación total de lo que pudo y debió volverse una noble profesión para las mujeres”. Después de todo, el milenario juramento hipocrático aún incluía el deber de no dar a “una mujer un pesario que induzca el aborto”.

Así como los médicos de la Asociación Médica Estadounidense (AMA, por sus siglas en inglés) presionaban con éxito a mediados del siglo diecinueve para que se aprobaran los estatutos de protección a los seres humanos no nacidos —en un esfuerzo por mejorar las protecciones derivadas del derecho común, a la luz de los avances del momento en materia de embriología—, las defensoras de los derechos de la mujer también consideraban el aborto como “la injustificable destrucción de la vida humana”. Pero esas mujeres eran escépticas acerca de que las prohibiciones referidas al aborto, por sí solas, fueran a alterar las circunstancias causantes de que las mujeres desesperadas abortaran. Matilda Gage, una líder de la defensa de los derechos de la mujer, captó bien el sentimiento: “Tanto como deploro el horrible crimen del asesinato de un niño, no puedo creer… que una ley como esa vaya a tener el efecto deseado. Me parece que solo siega la punta de una mala hierba, en tanto la raíz permanece. Queremos prevención y no solo castigo. Debemos alcanzar la raíz del mal y destruirla”.

La manifestante más jóven en un desfile sufragista en la ciudad de Nueva York, 4 de mayo de 1912 Color agregado.

Un siglo después, en Roe vs. Wade, aquella ley que Lozier fue instada a quebrantar fue derogada por considerársela una vulneración de la “libertad” constitucional de la mujer. El aborto no solo se volvió constitucionalmente protegido durante el embarazo en Estados Unidos a partir de 1973, sino que el derecho al aborto también se ubicó como el pilar central del movimiento feminista moderno. Esa práctica que las doctoras Lozier y Blackwell consideraban la antítesis —una “degradación”— de la profesión médica ha pasado a ser tomada por muchos como un aspecto básico de la atención sanitaria en la actualidad.

La Suprema Corte ha revocado Roe y ha restituido la autoridad de los estados para aprobar leyes que protejan a los seres humanos no nacidos. Mientras los defensores y los legisladores provida consideran cómo deberían proceder en la era posRoe, tendrían que prestar atención a la sabiduría de las primeras feministas quienes, como defensoras de las mujeres y sus hijos dependientes, comprendieron el poder —y los límites— de la ley para lograr un cambio real.

La elevación de la mujer

Las defensoras de los derechos de la mujer en el siglo XIX —más conocidas como las sufragistas— habían hecho sus primeras experiencias con referencia a la abolición del trabajo esclavo antes de volcar su atención al estatus desigual de las mujeres en el matrimonio y en la sociedad. Esas mujeres fundamentaron los reclamos por sus propios derechos en Seneca Falls, en 1848, en la “ley de la naturaleza… dictada por el mismo Dios”. Su Declaración de Sentimientos y Resoluciones sostuvo que “siendo investidas por el Creador con las mismas capacidades y la misma conciencia de responsabilidad para su ejercicio” que los hombres, las mujeres deberían disfrutar de iguales derechos conyugales, civiles y políticos.

Estos puntos de vista sobre la ley llegaban hasta su convicción acerca de la ilegalidad del aborto, y los derechos y deberes implicados. En tanto ellas, al igual que las feministas actuales, argumentaban a favor de poder intervenir sobre su vida reproductiva —el derecho de la mujer, en palabras de Sarah Grimké, “a decidir cuándo volverse madre”—, se oponían, sin que se conozca ninguna excepción, al aborto. Victoria Woodhull, la primera mujer que se postuló a la presidencia y que testificó ante el Congreso, y una defensora apasionada de la igualdad constitucional para la mujer, escribió en 1870 —apenas dos años después de la ratificación de la Decimocuarta Enmienda— que los derechos de los niños “comienzan cuando aún son fetos”, y sus madres “están directamente encargadas del cuidado de la vida embrionaria”. En efecto, las defensoras de los derechos de la mujer en el siglo XIX hacían campaña valientemente por sus derechos —a la educación, al acceso a las profesiones, dentro del matrimonio y en la vida civil y política— en parte para poder cumplir con sus responsabilidades hacia sus hijos, nacidos y no nacidos.

Al reconocer los derechos de los no nacidos, esas feministas estuvieron de acuerdo con los médicos del momento que presionaban para afianzar las leyes estatales contra el aborto. Sin embargo, la culpabilidad era un asunto diferente. Los médicos antiaborto que más hacían oír su voz tendían a colocar la culpa del aborto sobre las mujeres. En 1871, el Informe sobre aborto delictivo de la AMA respaldó este punto de vista: la mujer “se torna inconsciente del curso de acción trazado para ella por la Providencia y pasa por alto los deberes que el contrato matrimonial le ha impuesto. Cede a los placeres, pero se desentiende de los dolores y las responsabilidades de la maternidad”.

Mientras los defensores y los legisladores provida consideran cómo deberían proceder en la era posRoe, tendrían que prestar atención a la sabiduría de las primeras feministas quienes, como defensoras de las mujeres y sus hijos dependientes, comprendieron el poder —y los límites— de la ley para lograr un cambio real.

Las defensoras de los derechos de las mujeres se opusieron enérgicamente a esta caracterización. Gage, Grimké y otras señalaron que los apetitos sexuales de los hombres dentro y fuera del matrimonio, y la subsiguiente falta de responsabilidad, a menudo colocaban a las mujeres en una posición donde se sentían impotentes para negarse, y eran abandonadas a su suerte para hacer frente a las consecuencias.

Sarah Norton, de la Asociación de Mujeres Trabajadoras, depositó la culpa directamente en el eterno doble estándar y manifestó su anhelo de que llegara un tiempo cuando “la falta de castidad de los hombres sea colocada en pie de igualdad con la falta de castidad de las mujeres, y cuando el derecho del no nacido no sea negado ni interferido”. Estas feministas tempranas se pronunciaban a favor de la “maternidad voluntaria”, que era la expresión empleada para hacer campaña por el derecho legal de una mujer a decir no al sexo. Al mismo tiempo, pedían misericordia para las mujeres cuyo estatus social desigual y difíciles circunstancias las llevaban, presas de la desesperación, a buscar el aborto.

Un año antes de la publicitada confrontación de la doctora Lozier con Andrew Moran, Lozier defendió públicamente a Hester Vaughn, una joven mujer sentenciada a muerte acusada de infanticidio. Vaughn era una inglesa que trabajaba como empleada doméstica en Filadelfia y que había sido embarazada y abandonada por su empleador. Luego de haber dado a luz sola en un ático sin calefacción en pleno invierno, su hijo fue encontrado muerto con una herida grave en el cráneo. Junto con las muchas defensoras de los derechos de la mujer que salieron en defensa de Vaughn, Lozier declaró: “Esa pobre mujer, en su agonía, sola, sin calor, sin vida, puede haber lastimado al niño, pero no voluntariamente”. En las páginas de The Revolution Elizabeth Cady Stanton lamentó el sacrificio de mujeres y niños “bajo las costumbres bárbaras de nuestra forma actual de civilización, bajo las injustas leyes que establecen delitos para las mujeres, pero ¡que no son considerados delitos para los hombres!”. Al final, el gobernador fue persuadido de perdonar a Vaughn.

Las defensoras de los derechos de la mujer sostuvieron con firmeza que las mujeres eran a menudo obligadas a abortar e incluso a cometer infanticidio, tanto como un hombre indigente es obligado a robar pan para su familia. Como Mattie Brinkerhoff expresó en 1869, el aborto era la prueba de que “por educación o por circunstancias [la mujer] ha sido enormemente agraviada”. Estas mujeres no iban contra las prohibiciones referidas al aborto —pues también ellas creían que un niño no nacido debía ser protegido por la ley—, sino que reclamaban por la falta de atención otorgada a las causas subyacentes y a los factores atenuantes implicados. Por cuanto sabían que las prohibiciones referidas al aborto no alteraban por sí solas las circunstancias de las mujeres que buscaban el procedimiento en primer lugar: el rotundo éxito de la práctica clandestina de Madame Restell debió haber abierto los ojos a cualquiera que pensara algo diferente. A lo largo de la historia humana, las mujeres desesperadas han adoptado medidas desesperadas. Esto debería ser una advertencia para los provida de la actualidad.

Estas feministas tempranas enfocaban sus esfuerzos en aquellos medios educativos, culturales y legales que mejorarían la vida de las mujeres de manera tal que no tendrían la necesidad de buscar el aborto. Además de abogar por la igualdad de derechos en materia de propiedad, capacidad de celebrar contratos, matrimonio, educación, profesiones y sufragio, estas defensoras trabajaban para mejorar la salud materna y fetal, fundando hospitales con personal femenino que atendiera a las mujeres, y recaudaban fondos para la creación de maternidades donde las madres vulnerables —abandonadas, empobrecidas o que huían del abuso— recibieran apoyo para alimentar y criar a sus hijos con confianza.

Justicia prenatal y reproductiva actual

Setenta y cinco por ciento de las mujeres que abortan en Estados Unidos hoy hablan de la falta de recursos financieros como el factor motivador para sus abortos, y la gran cantidad de mujeres que interrumpen sus embarazos son pobres o muy pobres. En este país, no es infrecuente que una mujer deba regresar a trabajar apenas días después de haber dado a luz. Con todo lo que ha cambiado desde el siglo XIX, es aún un hecho que las mujeres a menudo conciban a sus hijos en circunstancias precarias. Muchas defensoras provida y proelección están de acuerdo en que, si hubiera disposiciones sociales generosas para las mujeres pobres y sus familias, así como políticas compasivas que ampararan a las mujeres durante el embarazo y la crianza de sus hijos, habría una disminución en la tasa de abortos en Estados Unidos. Del mismo modo que el propósito más esencial de una comunidad política es proveer las condiciones estables, equitativas y pacíficas para que las personas cumplan con sus deberes mutuos, asegurar que los pobres tengan los recursos materiales para cuidar a sus hijos es simplemente un asunto de justicia social (o distributiva).

Pero las defensoras tempranas de los derechos de la mujer no solo hacían campaña para mejorar las condiciones sociales de manera tal que las mujeres pudieran cumplir responsablemente con sus deberes hacia sus hijos, nacidos y no nacidos. También les preocupaba que el acceso fácil al aborto contribuyera a deteriorar aquellas condiciones incluso más. Creían que la desvinculación del sexo de la maternidad posibilitada por los métodos de contracepción emergentes y el acceso al aborto cada vez más disponible empoderaría a los hombres a priorizar su propia satisfacción sexual y a ignorar las consecuencias asimétricas del acto.

Si las reformas legales al matrimonio y al derecho penal a finales del siglo XX funcionaron para deshacer la prerrogativa sexual masculina institucionalizada que las defensoras de la maternidad voluntaria habían combatido, el derecho irrestricto al aborto afianzó una vez más dicha prerrogativa, desencadenando una ética del sexo casual favorable no para las mujeres, sino para la sexualidad masculina irresponsable, tal como las primeras feministas habían temido. Alan Guttmacher, de Planned Parenthood, proféticamente vio las consecuencias mucho antes de que su organización se transformara en la principal proveedora de abortos. En 1968 escribió en Rutgers Law Review: “El aborto a pedido alivia al esposo [o al hombre] de toda posible responsabilidad; simplemente se convierte en un animal coital”. La abdicación extendida a los deberes paternos empeoró las condiciones para la maternidad y contribuyó sustancialmente a una desproporcionada tasa de pobreza femenina en la actualidad.

Mientras tanto, Estados Unidos, en su faceta corporativa, ha hecho realidad en su mayor parte los miedos de las primeras defensoras de los derechos de la mujer. La idea de un embarazo como una “elección” no deseada, inconveniente y cara parece estar bien asentada en una aún desenfrenada discriminación del embarazo junto con “el argumento comercial para la salud reproductiva”, con consultores de empresas que ofrecen cobertura en contracepción y aborto como un medio para que las compañías obtengan “un beneficio de alto impacto con una inversión de bajo costo”. Por el contrario, las primeras defensoras de los derechos de la mujer vieron que, cuando uno desprecia el estatus moral del niño no nacido, desprecia a todas y a cada una de las madres embarazadas, por cuanto el valor de la labor que ellas están emprendiendo tiene que ver con el valor intrínseco del niño humano dependiente que está a su cargo. Buscaban, por lo tanto, transformar las instituciones sociales para que fueran más hospitalarias hacia las mujeres y los niños.

La justicia que hoy necesitamos debería ocuparse a la vez de proteger y promover la salud y el bienestar de los niños no nacidos y de sus madres, asegurar que todas las mujeres, especialmente las pobres, cuenten con los recursos financieros y el apoyo médico para cuidar a sus hijos una vez nacidos.

En la era posRoe las organizaciones por el derecho al aborto continuarán luchando estado a estado (y también en el Congreso), defendiendo el aborto como el eje central de la libertad y la igualdad de la mujer. Pero hay que prestar atención al revés fundamental: ese acto que las defensoras de los derechos de la mujer alguna vez consideraron la prueba del estatus desigual de la mujer en la sociedad es defendido como un componente esencial de la igualdad de estatus de la mujer en la actualidad. El acto que las mujeres pobres eran “obligadas a llevar a cabo” es ahora la respuesta privilegiada a la pobreza femenina de nuestros días.

Hoy, los activistas provida deberían prestar especial atención a la defensa que las feministas tempranas hacían de las mujeres perjudicadas por las actitudes punitivas dentro del sistema médico y legal. Más allá de un puñado de excepciones desafortunadas, las mujeres no fueron enjuiciadas por practicarse un aborto antes de Roe, ni deberían serlo si Roe es derogado. Pero las investigaciones cargadas de reproches y demasiado apasionadas acerca de abortos ilegales a veces impidieron que las mujeres buscaran la sanación y el cuidado médico que salva vidas.

Las mujeres y su familia, como suele suceder, no serán asistidas por la política. Los estados republicanos no deberían apoyarse en sus prohibiciones posRoe referidas al aborto como una prueba de los logros de los provida, mientras sus habitantes embarazadas y sus niños enfrentan pobreza, atención sanitaria de calidad inferior, un arrogante escrutinio ante los abortos espontáneos e inexistentes políticas generales vinculadas a la maternidad en los lugares de trabajo . Los estados demócratas no deberían respaldarse en sus generosos apoyos en materia de salud, bienestar y trabajo como prueba de su buena fe promujer, mientras sus habitantes embarazadas y sus niños enfrentan el lado oscuro y coercitivo de la “elección” ilimitada. Ninguno de esos caminos es el provida ni el promujer.

La justicia que hoy necesitamos debería ocuparse a la vez de proteger y promover la salud y el bienestar de los niños no nacidos y de sus madres, y asegurar que todas las mujeres, especialmente las pobres, cuenten con los recursos financieros, el apoyo médico y las políticas generales vinculadas a la maternidad en los lugares de trabajo que necesitan para cuidar a sus hijos una vez nacidos. Tal cuidado puede, en algunos casos, incluir la valiente elección de colocar al niño con una familia adoptiva. Debería exigir la participación del padre (lo que significaría asegurar buenos empleos para los hombres de la clase trabajadora). En el mejor escenario de cuidados posible, tales medidas afirmativas deberían estar incluidas en los mismos proyectos de ley que restringen el aborto, de manera tal que no sean opcionales ni una ocurrencia tardía. Si la política no cambia (lo que es probable, al menos en el corto plazo), la carga continuará estando en las organizaciones benéficas, las iglesias, las organizaciones locales y las personas dedicadas, que deberán manifestarse en solidaridad con aquellas mujeres asustadas por su aparente falta de opciones, al tiempo que continúan abogando de manera generalizada por una sociedad más justa.

Después de todo, sin un apoyo considerable, las mujeres pobres, en especial, continuarán sujetas a un eterno callejón sin salida: la disponibilidad del aborto (online a través de la píldora abortiva, en otra jurisdicción o en la clandestinidad) hará que parezca que obvian la necesidad urgente de una transformación cultural completa en nombre de las madres y los niños, nacidos y no nacidos, la misma que las defensoras de los derechos de la mujer en el siglo XIX apenas habían comenzado.

Gracias a sus esfuerzos, gran parte de la igualdad de derechos por la que las feministas tempranas luchaban pasó de ser algo impensable en su sociedad a algo que hoy se da por hecho. Pero mucho de su enfoque con respecto a la justicia no fue alcanzado en el lapso de su vida. Trabajemos para que se alcance en la nuestra.


Traducción de Claudia Amengual