En el muro de un claustro en Florencia hay un antiguo fresco del siglo xv de Domingo de Guzmán. El santo español, fundador de la orden de los dominicos, está sentado en una postura de agradable gracia, en apariencia inconsciente de su entorno. Su atenta y fija mirada enfoca nuestra vista en el objeto que sostiene: un libro abierto. Domingo está estudiando.

El retrato es idílico, incluso encantador. Pero también resulta engañoso. El verdadero drama del fresco tiene lugar en otro plano del mural, más allá de la figura de Domingo. En la parte superior podemos ver la figura de Cristo, sentado con su corona de espinas, los ojos vendados, y ridiculizado. Un escupitajo vuela hacia su rostro, mientras las manos de sus invisibles agresores cuelgan suspendidas, intensificando más —increíblemente— la inhumanidad de la escena. En el lado izquierdo del primer plano, al lado opuesto de Domingo, la afligida virgen está sentada con sus ojos deprimidos y sumida en gran pena.

El efecto de la obra de Fra Angélico, El escarnio de Cristo, es impactante, pero también confuso. Para un público contemporáneo plantea un problema real: ¿Qué tiene que ver el estudio con la santa aflicción?

La mayoría de nosotros tendría seria dificultad en contestar esta pregunta, porque el mundo en que vivimos ha olvidado algo que Domingo y los medievales conocían, algo sobre el mismo acto humano de estudiar. Lo que hemos perdido es, de hecho, la virtud de estudiosidad. Y existen buenas razones para que los cristianos en particular estén interesados en recuperarla.

Como religión de la palabra hecha carne, el cristianismo consagra la vida intelectual humana en una forma especial. Pero no todos los cristianos están concientes de esto, otros no están muy convencidos, y muy pocos tienen una idea de dónde comenzar. Pero la virtud de la estudiosidad no debe resultar ni extraña ni intimidante para nosotros. Debe ser tan familiar como nuestra propia naturaleza creada.

Nuestra necesidad de conocer

Cada uno de nosotros tiene un deseo natural de conocimiento, que no tiene nada que ver con considerarnos del tipo intelectual o sentirnos orgullosos por ser lectores. Nuestro deseo de conocimiento es fundamentalmente humano, y tan profundamente arraigado que santo Tomás de Aquino —un hijo espiritual de Domingo— lo compara al deseo del cuerpo por sus propios bienes naturales: así como el cuerpo desea alimento y sexo, el alma desea conocimiento. De hecho, debido a que el alma es la parte superior y gobernante de nosotros, sus deseos son, si puede decirse, más importantes y más urgentes que los del cuerpo. En pocas palabras, nosotros real y verdaderamente queremos saber cosas.

Aquí es donde entra el estudio. El estudio es la apasionada aplicación de la mente a la verdad. Es la manera en que saciamos nuestra hambre de conocimiento. Y debido a que este deseo es dado por Dios, el estudio en sí mismo comparte la urgencia de nuestra permanente búsqueda de felicidad. A menos que apliquemos nuestra mente a la verdad, nunca seremos felices.

La idea de que el estudio conduce a la felicidad puede parecer inverosímil, para cualquiera que nunca haya sido feliz mientras estudiaba. El hecho es que la mayoría de nosotros pensamos del estudio como algo que realmente debemos hacer, algo que desearíamos haber disfrutado, o algo que nos haría mejores versiones de nosotros mismos. En otras palabras, pensamos que el estudio es para la mente lo que una rutina de ejercicio es para el cuerpo: un esfuerzo amoral sin ningún valor duradero. Si esto fuera cierto, el estudio nos haría felices al igual que estar en buena forma nos hace «felices». Y, en realidad, algunos podríamos sentirnos un poco culpables, o poco satisfechos, sobre nuestro nivel de rendimiento.

Entonces, puede sorprendernos saber que, en la visión cristiana de las cosas, el estudio no es ni una opción de estilo de vida personal, ni un hábito de autocuidado: es una virtud moral.

Notas

  1. Thomas Aquinas, Summa Theologiae, II–II, q. 141, a. 2, ad 3. Cf. “Whether the Honest Is the Same as the Beautiful?” ST II–II, q. 145, a. 2. (Puede consultarse la edición española de Santo Tomás de Aquino: Suma de Teología, 5 tomos, (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1994); tomo IV, parte II-IIb: c. 141, a.2. pp. 401-402; c. 145 a.2, «¿Son lo mismo lo honesto y lo bello?», p. 423.
  2. Josef Pieper, Happiness and Contemplation, trans. R. & C. Winston (Nueva York: Pantheon, 1958), 81.
  3. Pieper, 75.
  4. Ibid, 87.
  5. ST II–II, q. 85, a. 2.