He caminado por ciudades y pueblos, restaurantes y selvas tropicales en los Estados Unidos, Europa y Australia, y siempre me han mirado raro. Eso es porque me cubro la cabeza y llevo una falda larga—y, la mayoría del tiempo, ando de mano en mano con un hombre.

Mi esposo y yo hemos cumplido casi dieciocho años de casados, y nos encanta andar de mano en mano. Cuando tomo la mano de Chris, proclamamos alegremente que nos pertenecemos el uno al otro. Pero por la manera que nos vestimos, espero que también hagamos evidente que pertenecemos a Jesús; o por lo menos que sea obvio que no nos apegamos a las tendencias de moda.

He perdido la cuenta de veces que mi ropa y pañoleta me han dado oportunidades para contar a otros la razón de la esperanza que tengo, y para testificar cuánto quiero a Jesús. Es una de las bendiciones de vestirme diferente.

Por supuesto, muchas personas que llevan ropa “normal” son mucho más atrevidas en conectarse con otros y compartir las Buenas Nuevas de Jesús. Eso no es decir que yo sea una persona mejor porque me cubro la cabeza y llevo vestidos caseros, o que el hacer así me da entrada libre al cielo.

Entonces, ¿qué me motiva? El cubrir la cabeza y la modestia han sido asuntos importantes para los discípulos de Jesús desde el principio. El apóstol Pablo, quien continuó el ejemplo de Jesús honrando a las mujeres, escribe a Timoteo: “En cuanto a las mujeres, quiero que ellas se vistan decorosamente, con modestia y recato, sin peinados ostentosos, ni oro, ni perlas ni vestidos costosos. Que se adornen más bien con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan servir a Dios.” (1 Tim 2:9-10), y a la iglesia de Corinto, que “toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta deshonra al que es su cabeza” (1 Cor 11:5).

Cubrirme la cabeza no es una señal de la opresión, sino una bandera de la libertad. 

Yo sé que mujeres cristianas por todo el mundo se resienten ante estas palabras. También estoy consciente que la narración de las experiencias de una persona no va a cambiar esos sentimientos. Entonces déjame dejarlo claro que, mientras esos versículos Bíblicos me inspiran sin duda, mi motivo para cubrir la cabeza no surge meramente de leer las escrituras o la historia de la iglesia primitiva, sino de mi propia convicción, y la explicación de qué me motiva realmente está bastante simple.

Cubrirme la cabeza y vestirme modestamente me hace sentir liberada. Para mí, no es una señal de la opresión, sino una bandera de la libertad.

Ofrece la libertad, antes que nada, en el sentido de estar relacionada apropiadamente con mi Creador y me permite mantener una actitud permanente de adoración. Me gusta pensar que los veinte minutos que paso andando y orando en camino al trabajo cada mañana—cuando me deleito en la santidad de la propia casa de Dios con su gran firmamento azul extendido por encima de mí y los diamantes mandarín riñendo sin cesar en las verjas—son minutos que le he robado al espejo. No me maquillo y no tengo decisiones de ropa ni peinado para complicar el comienzo del día.

En segundo lugar, me ofrece ser libre de la comparación, ese ‘ladrón de la alegría’ siempre en acecho, porque no estoy obligada a seguir cualquier norma de moda, ni doy un ejemplo que le hace sentir indigna a otra mujer.

Y, como máxima bendición, me ofrece la libertad para permitir relaciones correctas entre otros hombres y yo y, últimamente, liberación de la esclavitud que es la deshumanización. Es decir, por tratar de vestirme y comportarme de la manera que creo honrar más a mi feminidad, espero inspirarles a los hombres a comportarse como hombres verdaderos.

Así como un templo con su exterior adornado para denotar su valor, mi ropa consagra, comunica, aparta y preserva. Por cubrir mi cabeza estoy declarando claramente al mundo visible e invisible que mi lealtad es a Dios.

Pero habiendo dicho eso, mi pañoleta no me ha separado de nadie ni me ha prevenido forjar amistades fuertes y profundas con muchas mujeres y hombres increíbles en todas partes del mundo. Ellos saben que no es para mí una cuestión de la piedad ni el perfeccionismo, sino un recordatorio de la gracia que me cubre cada día. Me respetan porque saben que cubrirme simplemente me da un gran sentido de paz y pertenencia: pertenecer a Dios y, por ser una mujer casada, a un hombre increíble.

Al cubrir mi cuerpo, declaro que mi confianza no surge de la moda ni la aptitud física, sino de un sentido profundo de saber que soy valiosa solo por quien soy, no por mi apariencia. 

Al cubrir mi cabello, declaro que no importa mi peinado sino mi mente, corazón y carácter. Al cubrir mi cuerpo, declaro que mi confianza no surge de la moda ni la aptitud física, sino de un sentido profundo de saber que soy valiosa solo por quien soy, no por mi apariencia. Por cubrirme la cabeza declaro que no solo acepto, sino que amo a la mujer que Dios me ha creado para ser. Y concuerda con mi creencia que vestirme modestamente, vestirme con el respeto más profundo para mí misma, despertará el respeto en otros.

Por supuesto todavía recibo miradas y a veces, “¡Te ves tan bonita!” o “Tu ropa es tan apacible”. Pero siempre—siempre—recibo buenas preguntas y me encanta la oportunidad de contarles a otros por qué me visto de esta manera.

La pregunta más común es: “¿Tienes que hacerlo?” Lo que oigo es: “¿De verdad es tu decisión?” Entiendo esta pregunta totalmente, especialmente porque soy parte de una comunidad donde todas las mujeres se visten del mismo estilo modesto.

La respuesta es que no, no lo tengo que hacer. Llevo lo que llevo porque lo escojo, por las razones mencionadas arriba, y por otra razón también: para que mis tres hijos vean que el amor de Jesús, y el profundo amor y respeto de mi esposo, son todo lo que necesito para sentirme completa.