La dimensión de la necesidad y sufrimiento en el mundo, tanto en tiempos de Jesús como en los nuestros, difícilmente se puede exagerar. El Salvador no solamente sanó toda clase de enfermedades, sino también liberó a los endemoniados. Hubo personas que llegaron ante él, estaban fuera de control y habían causado enorme sufrimiento a sus familiares, pues un espíritu extraño dentro de ellos los ponía furiosos, violentos, gritones e incontrolables.

Si ese fue el caso en aquel entonces, solo pensemos en cuántos llamados enfermos mentales y dementes existen en la actualidad. Sin embargo, casi nadie se atreve a llamarlos endemoniados. Aun así, uno no puede dejar de pensar en el tiempo de Jesús, cuando muchos endemoniados llegaron ante él. Actualmente existen miles de personas entre nosotros que están enfermos de la misma manera.

Sin embargo, leemos cómo Jesús tenía autoridad sobre los espíritus que oprimían a las personas. Los expulsó con su palabra. Todo esto —Mateo cita a Isaías—, fue para cumplir lo dicho por el profeta: «Él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores».

El pasaje en Isaías dice literalmente: «él estaba cargado con nuestros sufrimientos, estaba soportando nuestros propios dolores» (Isaías 53:4 DHH). Isaías habla más de una liberación del pecado, que de la enfermedad y las dolencias, sin embargo es significativo que Mateo hable también de enfermedad, que el Siervo del Señor quiere llevar todas nuestras aflicciones. Jesús quitó dolencias y males y de esta forma cargó con nuestras enfermedades. Es como si Jesús hubiera hecho suyos los padecimientos de los enfermos, representando a los enfermos ante el Padre, quien le había dado el poder para sanar.

El Siervo del Señor quiere llevar todas nuestras aflicciones.

Algo similar sucede cuando intercedemos unos por otros, llevamos la enfermedad de los demás en nosotros como si estuviéramos orando por nosotros mismos. La intercesión ante Dios es genuina solo cuando la sentimos muy profundamente unos por otros y compartimos el dolor del otro; es decir, cuando tenemos verdadera compasión.

Nuestra vocación es representar a Jesús, que estaba lleno de misericordia. Todo lo que hagamos debe hacerse en su nombre y por su Espíritu. «Ayúdense unos a otros a llevar sus cargas, y así cumplirán la ley de Cristo» (Gálatas 6:2). Pero debemos estar en guardia, cualquier cosa que hagamos en nuestras propias fuerzas, incluida la intercesión, no tiene ningún valor.

Ah, que llegue el momento en que tengamos plenamente lo que Jesús ha prometido y sellado con su sangre: el poder de Dios para la salvación que sana todas las heridas, incluyendo las del cuerpo. Esto se promete a todos los que lo buscan.


Este artículo es un capítulo del libro El Dios que sana.