Durante los cincuenta y ocho años después del triunfo de la Revolución Cubana, el reino de Jesús ha seguido avanzando en Cuba. Como pastor de una iglesia cubana a lo largo de estas décadas que no eran siempre fáciles, yo debería saber. Déjame contarte mi historia.

Yo nací en un pueblecito en la costa norte de Cuba donde la vida giraba alrededor de la producción de la caña de azúcar. El trabajo de mi papá era cortar caña; esa labor duraba 3 o 4 meses como máximo y el resto del año prácticamente no había trabajo. La situación familiar era muy difícil. Éramos diez hijos más papá y mamá —¿cómo alimentar a esa familia? El resultado era que comenzábamos la escuela y cuando estábamos en segundo o tercer grado, mi papá ya nos decía: «No más escuela». Las niñas generalmente iban a trabajar en la casa de un latifundista en la limpieza, la cocina, y también lavaban. Les pagaban muy poco. Los varones tenían que trabajar en el campo; ayudábamos a papá, pero no ganábamos nada. La pobreza y miseria marcaron las vidas de todos nosotros, pero podíamos vivir entre todos. Mi papá tomaba bastante y este ejemplo nos incitó a casi todos elegir el camino de evadir la realidad con el alcohol.

Raúl Suárez en su iglesia en La Habana. Fotografía de Antonio Ribeiro / Gamma-Rapho por Getty Images.

Cuando cumplí once años me mandaron a una familia en el campo. Después de tres años regresé al pueblo en busca de trabajo. Vendí vegetales en una carretilla. Tenía mucho odio, mucha tristeza; estos sentimientos detonaron mis deseos de ahogar aquella situación desesperante en la bebida. Una noche en diciembre de 1952, cuando fui a dormir, empecé a llorar mucho porque estaba muy disgustado con la vida que estaba llevando. No tenía ninguna idea de cómo orar, entonces casi ahogado en llanto, empecé a repetir un versículo bíblico que había aprendido una vez: «Dios, crea en mí un corazón limpio y renueva mi corazón, pon en mí un espíritu de justicia». De pronto yo sentí algo distinto en mi vida, no podía entender lo que era. Ese fue el momento cuando apareció Jesucristo en mi vida. Esa noche por primera vez, no dormí borracho, por primera vez tuve un sueño tranquilo.

Comencé a asistir a los cultos de una iglesia y a los cinco meses me bautizaron. Un día vino un pastor a predicar acerca de la vida nueva que Dios nos da. Yo dije, «quiero ser pastor». Aunque era casi analfabeto, con la ayuda del pastor y su esposa, no solamente pude aprobar el preuniversitario, sino que también ingresé en el seminario con apenas 17 años.

Ser cristiano en una Cuba en transformación

El seminario estaba unido a los bautistas del sur de los Estados Unidos, y por eso mis profesores eran casi todos norteamericanos. Por su influencia, poco a poco me iba quitando una cosa y me iba entrando otra. No me interesaba lo que pasaba en Cuba, en el campo de la sociedad, la política, y la economía, porque no había tampoco interés por parte de ellos. Entonces en enero de 1959, estando yo en el seminario todavía, triunfó la revolución. Este hecho no se podía pasar por alto. Desde aquel momento comencé a interesarme por las transformaciones que llevaba a cabo el nuevo gobierno, en beneficio de los más desfavorecidos.

La vida de un cristiano no solo es estar metido en la iglesia.

Mi esposa Clara y yo servimos nueve años en Colón como pastores. Yo no tenía la edad requerida para el servicio militar pero mientras estuvimos allá, fui reclutado a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Se suponía que esta experiencia equivalía al servicio militar, pero resultó ser trabajo forzado en el campo para los cristianos, criminales, objetores de consciencia al servicio militar, hombres homosexuales y todos aquellos a quienes la sociedad los calificaba como gente perversa. La experiencia que tuve me hizo pensar, porque allí no había púlpito ni iglesia y yo no dejé de ser cristiano. En 1968, el gobierno suspendió el sistema de UMAP y yo regresé a la casa donde estaban Clara y mi hijo Joel y mi hija Raquel recién nacida.

Fotografía de lettera43.it

Aunque muchos cristianos se fueron del país, Clara y yo vimos que la revolución logró muchas cosas buenas. No podíamos decir, «todo es malo y me voy del país». No; teníamos que encontrar la manera de resolver las cosas malas. La vida de un cristiano no solo es estar metido en la iglesia. Si queremos que cambien las cosas, hay que meterse donde están los problemas y trabajar sin tener que pertenecer al partido comunista, sin ser político, sino ser cristiano. En este tiempo yo leía la Biblia de una manera distinta. La Biblia dice ustedes son la sal de la tierra, ustedes son la luz del mundo y ustedes son la levadura que se le pone al pan. La levadura es para que el pan sea suave. Si tú no le pones levadura al pan, lo que tienes es un trozo de piedra. Cuando Cristo dice «ustedes son la levadura», lo que quiere decir es que somos un elemento para transformar la sociedad.