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    Convirtiéndome en una persona libre

    Estar tumbada boca abajo contra el frío suelo fue el primer paso para la libertad.

    por Hna. Carino Hodder, OP

    lunes, 09 de junio de 2025

    Otros idiomas: English

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    Todo lo que he aprendido sobre la libertad en la vida religiosa se resumió en un momento de mi profesión perpetua de votos religiosos hace dos años. Estaba tumbada boca abajo en el suelo del santuario de la catedral en el acto de postración, extendida en la forma de la cruz de Cristo, los pies juntos y los brazos abiertos, esperando obedientemente a que la superiora me llamara de nuevo a mis pies con el golpe de su mano. Mientras yacía con mi frente apoyada en la piedra fría, podía sentir cada músculo de mi cuerpo tensionándose, como si mi inminente consagración fuera un peso físico que caía sobre mí, como si tuviera que ponerme de pie con todas mis fuerzas una vez que este acto de postración llegara a su fin.

    La superiora preguntó desde su asiento: “¿Qué buscas?”

    No fue una pregunta espontánea; esta llamada y respuesta es una parte establecida del rito. Ya me habían preguntado esto durante la ceremonia en la que vestí el hábito, y de nuevo durante mi primera profesión temporal de votos, tres años antes. Dije: “La misericordia de Dios y la suya”.

    Silencio. Cerré mis ojos y me enfoqué en escuchar el golpe. Levantarse al sonido del golpe es un acto público de obediencia; quería obedecer rápida e instantáneamente, mostrando a toda la Iglesia, y al mundo entero, cómo practicaría mi obediencia durante el resto de mi vida, hasta el mismo momento de mi muerte.

    Esperé el sonido del golpe, pero el golpe no sonó.

    Ningún sonido; solamente el total y electrificante silencio. Entonces esperé, y esperé, y, aun así, nada.

    Segundos se convirtieron en un minuto. (Un minuto puede no parecer mucho, pero lo es cuando estas tumbado con el estómago contra el duro suelo). ¿Qué había sucedido? Había estado en suficientes profesiones de votos para saber que la postración no debería tomar tanto tiempo. La superiora ya debería haber golpeado. Pero no lo había hecho. Desde mi posición en el suelo del santuario, lejos de la congregación, no tenía forma de entender qué podía estar sucediendo detrás de mí. Entonces me mantuve postrada, en silencio y esperando.

    Mientras esperaba, comencé a recordar.

    La primera vez que presencié una postración no fue en una profesión. Fue un Viernes Santo, cuando tenía veinte años y visitaba el convento de las hermanas por recomendación de un sacerdote que conocía. Me había sugerido que pasara algún tiempo rodeada de mujeres consagradas, que celebrara con ellas la sagrada liturgia de la Pascua, y que pensara y rezara más profundamente sobre el tipo de vida al que Dios podría estar llamándome. Entonces, a las tres de la tarde ese Viernes Santo no estaba en mi casa en Londres, sino sentada en una capilla en la campiña inglesa, observando el desarrollo de la liturgia. Lo más llamativo a la vista de aquella liturgia fue la veneración de la cruz. Todas las hermanas se descalzaron y se alinearon con sus medias blancas ante un crucifijo colocado a los pies del altar de la capilla. Desde mi lugar al fondo de la capilla todas eran indistinguibles: tan solo una línea de figuras anónimas de velo y capas negras. Luego, la primera de ellas se movió hacia el crucifijo y se arrodilló, postrada, y besó los pies perforados de Cristo. Detrás de ella le siguieron el resto de las hermanas. Una tras otra, suavemente, silenciosamente, amorosamente: se arrodillaban, se postraban, y le besaban.

    Al principio, mientras veía a las hermanas desde el fondo, en fila ante el crucifijo, con sus capas y velos negros idénticos, no encontraba ninguna forma de distinguirlas. Pero observando descubrí que, de hecho, podía. Porque cuando cada hermana se arrodillaba, postraba y besaba el crucifijo, lo hacía enteramente de su propia forma. Podía distinguir cada hermana por su acto de amor.

    Comencé a entender algo de la relación entre la obediencia y la libertad al presenciar a las hermanas postrarse el Viernes Santo. Entendí que cada una de estas mujeres estaba completamente adaptada a la vida y al trabajo de la comunidad y, al mismo tiempo, conservaba la singularidad que Dios le había dado. La alegría y el asombro que me produjo esta constatación fue el primer indicio de que yo misma estaba llamada a esta comunidad. Pero también fue el comienzo de mi reflexión de casi una década sobre el papel de la libertad en la vida religiosa.

    a Dominican Sister of St. Joseph

    Fotografía cortesía de las Hermanas Dominicanas de San José.

    Tres años después de ese Viernes Santo, ingresé al convento y comencé mi formación inicial: el período antes de los votos perpetuos durante el cual una hermana se sumerge en la vida de la comunidad y estudia los principios que la sustentan. Para mí, la formación inicial estaba marcada por una contradicción extraña y difícil de ignorar: el número de opciones que tenía disponibles se había reducido drásticamente, y aun así la cantidad de tiempo que pasé hablando y pensando sobre la libertad se había incrementado.

    La libertad era un tema que se discutía frecuentemente en las clases que me dictaba una hermana mayor, quien enfocaba sus enseñanzas en una línea particular de la Regla de San Agustín: “Que el Señor os conceda observar todo esto movidos por la caridad, ... no como siervos bajo la ley, sino como mujeres libres bajo la gracia”. “Mujeres libres bajo la gracia”, solía decir, golpeando su copia de la Regla. “No niñas pequeñas bajo sumisión sin sentido. No es verdadera obediencia a menos que sea libre”. 

    Mientras decía esto, mi mente se remontaba a lo que vi en esas postraciones el Viernes Santo, a esos idénticos, pero únicos actos de amor que despertaron mi interés en la vida del convento. Ese día supe que quería ser como esas hermanas. Pero ahora estaba dentro del convento, preparándome para recibir los hábitos y luego profesar los votos, y estaba cada vez más insegura de cómo podría llegar a ese punto desde donde estaba ahora. ¿Cómo era posible que aquellas hermanas se hubieran convertido en mujeres libres bajo la gracia cuando vivían la misma vida con la que yo me estaba familiarizando lenta y dolorosamente: una vida de normas, restricciones, parámetros estrictos y, sobre todo, tan pocas opciones?

    No lo entendía del todo, pero sabía que quería entenderlo. Y el deseo era lo suficientemente fuerte para obligarme a pasar por todas las etapas de la formación inicial. Al año de ingresar, vestí los hábitos religiosos y recibí un nuevo nombre; dos años después de los hábitos, hice mi profesión temporaria de votos. En cada paso había una postración: una invitación a una vez más formar la cruz de Cristo ante el altar, y responder la pregunta que me hacía aquel a quien yo entregaba mi obediencia: ¿Qué buscas?

    ¿Cómo era posible que aquellas hermanas se hubieran convertido en mujeres libres bajo la gracia cuando vivían una vida de normas, restricciones, parámetros estrictos y, sobre todo, tan pocas opciones?

    El simbolismo era claro. Mi cuerpo representaba lo que, si Dios quería, ocurría en mi vida interior: me acercaba cada vez más a Cristo, me conformaba más plenamente a él. Pero era demasiado consciente de la incompatibilidad. La forma crística de mi cuerpo era inconfundible, y tardé pocos segundos en adoptarla. Pero la forma de mi alma era otro asunto. Era cierto que al postrarme en mi primera profesión no era la misma persona que había visto a las hermanas haciendo lo mismo aquel Viernes Santo. Pero ¿qué era exactamente lo distinto? ¿Era una mujer libre de verdad bajo la gracia ahora? Y si lo era ¿cómo podía darme cuenta?

    A medida que se acercaba el momento de mi profesión perpetua, mi incertidumbre se volvía más aguda. Finalmente, pedí consejo a la hermana que me había dado las clases de la Regla de San Agustín. ¿Estaba destinada a ser hermana después de todo? Amaba esta vida y amaba a las hermanas, pero no podía ignorar esta confusión interior .... Me interrumpió con un gesto de la mano.

    “Cuando tienes dudas sobre tu vocación, y todas las hemos tenido, hay solo una pregunta que vale la pena hacerse”, me dijo. “¿Qué es lo que tú quieres?”

    Estaba absolutamente desconcertada. Años de formación, horas de clases sobre la Regla, y todo se reducía a esto: ¿qué quería yo?

    Pero entonces caí en que esta pregunta era un eco de una que me habían hecho antes, una de las preguntas más significativas que me habían hecho nunca cuando formé la cruz en el suelo del santuario: ¿Qué buscas?

    Cada vez había respondido igual: La misericordia de Dios y la suya. Pero sabía que estas palabras no eran más que una abreviatura de la compleja riqueza de la vida en la que me había estado sumergiendo, una vida que había llegado a comprender más, a amar más y, en definitiva, a desear más.

    En cada postración, las palabras que decía eran las mismas, pero lo que había cambiado era la profundidad de mi convicción. Esta era, en el fondo, la diferencia entre la hermana que se preparaba para su profesión perpetua y la muchacha que había asistido a las postraciones del Viernes Santo. Esa muchacha desde luego tenía opciones: elegía qué vestir, qué comprar, con quién compartir su tiempo. Cuando me postraba ante el altar, ya no tenía esas opciones. Lo que sí tenía era conocimiento y deseo. Sabía qué implicaba la vida religiosa, las alegrías y las pruebas que conllevaba y mi indignidad para ella, y lo más profundo de mí me llamaba a ello. Y entonces supe que cuando dijera esas palabras por última vez en mi profesión perpetua, cuando le dijera al mundo lo que buscaba, ese conocimiento y ese deseo serían más fuertes que jamás en mi vida.

    Finalmente entendí que esto era libertad. Era la libertad que había presenciado ese Viernes Santo hace tantos años, cuando vi a cada hermana darle forma física a sus deseos más profundos, que eran amar a Cristo y llegar a ser como él. Año tras año viviendo la vida consagrada, con su disciplina y dificultades, había limpiado de ellas esos deseos menores que tan fácilmente nos descarrilan y distraen, y eran libres para alcanzar y tomar con ambas manos la bondad que Dios les tendía, libres de cualquier impedimento autoimpuesto.

    ¿Qué buscas?

    Esto había preguntado mi superiora cuando vestí los hábitos, en mi primera profesión, y ahora, por última vez, en mi profesión perpetua. En cada ocasión elegí pararme y caminar hasta el santuario y postrarme ahí. Pero cada vez había tenido algo más importante que una elección, algo que persistiría incluso después de acabarse todas las opciones: el conocimiento y el deseo que harían de este acto de amor algo único e irrepetiblemente mío.

    Y luego vino el golpe.

    La razón por la cual el golpe tomó su tiempo es muy simple y algo cómica. La superiora había golpeado cuando debía, pero yo simplemente no la había escuchado, probablemente porque estaba muy nerviosa. Eventualmente, el sacerdote que celebraba la misa decidió actuar en su nombre (tal vez porque le preocupaba que yo me pasara el resto de mi vida religiosa hasta mi jubileo de diamante tirada en el suelo) y golpeó con la mano la silla del celebrante para que me levantara.

    La anécdota de mi postración demasiado larga está ahora firmemente arraigada en la tradición del convento. Cuando la cuento, suele ser como broma. Pero ocupa un lugar muy diferente en mi vida interior. Por un lado, es una demostración muy clara, aunque microcósmica, del papel misterioso, pero profundamente consolador que desempeña la libertad humana en nuestro camino hacia la santidad. Cuando vivimos en un estado particular de la vida, ya sea el matrimonio o la vida religiosa o la vida dedicada desde la soltería, es tentador pensar que tenemos que entenderlo todo, lidiar con todo y estar a cargo de todo. Pero, de hecho, todo lo que Dios nos pide es que conozcamos su bondad y deseemos esa bondad para nosotros mismos. Esta libertad es la cuerda con la que tira de la persona humana a través de todas las crisis extrañas y alarmantes que nos acosan (incluida, entre otras, la capacidad de oír ruidos muy importantes en la profesión final) a medida que crecemos a su semejanza, y con la que moldea nuestros actos de amor en algo totalmente único para cada uno de nosotros.

    Mi larga postración también me dio tiempo para pensar: para trazar una línea devota desde este momento de ansiedad silenciosa hasta la primera postración que presencié, el momento en que comenzó mi viaje para convertirme en una mujer libre bajo la gracia. Ese viaje aún no ha terminado, por supuesto. Pero por fin estoy en paz con el hecho de que no necesito una elección externa para perfeccionarme en la libertad interior. Todo lo que necesito es vivir, cada día, buscando y queriendo la verdad de quién soy y la vida a la que estoy llamada; porque después de todo, es esta verdad, como la Verdad misma nos dice, la que nos hace libres.


    Traducción de Micaela Amarilla Zeballos
    Contribuido por SrCarinoHodder Hna. Carino Hodder, OP

    La hermana Carino Hodder, OP es una hermana dominicana de San José que vive en Hampshire, Inglaterra. Hizo su primera profesión en septiembre de 2019.

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