“Oh, aldehuela de Belén”, dijo mi conductor de taxi, un devoto sij. “Afortunada tú  / Pues en tus campos brilla hoy / la …” (Canturreé desde el asiento trasero y completé las palabras esquivas) “… sempiterna luz / el Hijo tan deseado —gracias— con santa expectación / El anunciado Salvador en ti, Belén nació. Este era mi favorito cuando niña”.   

“Ah, sí, aún recuerdo las letras de todos los villancicos de Navidad. A mis hijos les parece gracioso. Es que los cantábamos todos los años en la escuela, ¿sabe usted?”.

Claro que sabía. Era 2019, Adviento, y estábamos detenidos en medio del tránsito de Birmingham, intentando salir de la ciudad desde la estación de tren. El conductor se percató de que yo era una religiosa y quiso contarme acerca de sus recuerdos de los villancicos navideños aprendidos en la escuela. Al cabo de un par de minutos estábamos cantando juntos. Después de Oh, aldehuela de Belén, pasamos a Oíd un son en alta esfera y Noche de paz, mientras esperábamos que el semáforo nos diera paso. Un observador desprevenido pudo haber considerado aquello como algo extraño: una mujer vestida con un hábito y un hombre con un turbante, en un país extremadamente laico, cantando villancicos de Navidad. Pero a mí no me resultó sorprendente. Después de todo, los recuerdos de infancia de mi conductor de taxi —recuerdos de un niño no cristiano inmerso en la música de una fe que no era la suya y que moldeó su personalidad más allá de su comprensión— también eran mis recuerdos de infancia.

Ingresé al sistema escolar estatal británico a mediados de los noventa, al final de una etapa particularmente extraña y singular de la historia de la educación en Gran Bretaña. Era una época en que la sociedad británica se secularizaba rápidamente, cuando no había garantía de que una mayoría de niños en una clase promedio estuviera básicamente familiarizada con el cristianismo ni con ninguna otra tradición religiosa. Aun así, los maestros en mi escuela primaria (que llega a un equivalente de tercer grado en Estados Unidos) solían reunirnos una vez al día para cantar himnos y canciones cristianos en nuestra asamblea escolar. Las escuelas en el Reino Unido, dirigidas por autoridades gubernamentales, tenían, y aún tienen un requisito estatutario según el cual debían ofrecer a sus alumnos un evento diario de —para usar la jerga legal— culto colectivo. Es perfectamente posible interpretar ese requisito de un modo tal que ese culto colectivo necesariamente no expusiera a los niños a nada sustancialmente cristiano. Pero esa no fue la forma de proceder que eligieron mis maestros.

Era algo extraño: una mujer vestida con un hábito y un hombre con un turbante, en un país extremadamente laico, cantando villancicos de Navidad.

Cantar canciones cristianas en una asamblea escolar a mis siete años fue mi primera y, en aquel momento, única exposición al mundo de la fe. Como muchos de mis compañeros de clase, no tenía ninguna formación religiosa —cristiana ni de ningún otro tipo— en mi hogar. Mi escuela era, por lo demás, completamente laica, sin afiliación ni a la Iglesia de Inglaterra ni a ningún otro credo. Pero gracias a esas asambleas diarias, supe que en algún momento de la primavera brotaría el retoño en el seco erial; que a lo largo de todo el año, un ser benévolo, aunque anónimo, tenía el mundo entero en sus increíblemente grandes manos; y que, al llegar diciembre —quizá tres o cuatro semanas antes de las fiestas navideñas— habría paz en la tierra y en los cielos, gloria a Dios, y Dios y los pecadores se reconciliarían.

El resultado de todo esto es que soy miembro de una generación que, en su conjunto, no profesa ninguna creencia en el cristianismo, no reclama ninguna afinidad con dicho credo, no tiene tiempo para sus doctrinas oscuras e incómodas, y que, sin embargo, tiene un conocimiento improbable e improbablemente profundo del mismo impartido extensamente a través de los himnos y villancicos que nos hacían cantar cuando éramos niños. Estoy casi segura de que, si alguien tuviera que decir “Dios verdadero” a cualquiera de mis antiguos compañeros de clase, que manifestaban una oposición firme, ellos responderían con naturalidad “que al mundo creó / del seno virgíneo / nació de una madre… / Venid, adoremos”. Lo harían con poca noción de que, al bucear en sus recuerdos de los villancicos navideños del pasado, estaban citando el Credo niceno.

Esto no significa que el culto colectivo en una asamblea diaria fuera mi única exposición al cristianismo. A través del año escolar, pero especialmente en la época navideña, mis maestros lanzaban varias iniciativas potencialmente pegadizas contra el muro de nuestra formación religiosa, en un intento de introducirnos a los fundamentos del credo cristiano. Lo que me resulta digno de destacar es cuán poco impacto tuvieron en mí comparado con el hecho de cantar villancicos.

Tomemos por caso mis recuerdos dispersos y surrealistas de la celebración anual llamada Christingle. Justo antes de las fiestas navideñas, nuestros maestros solían reunir a un centenar de niños pequeños con capacidad de atención y coordinación visomotriz diversas en una iglesia anglicana, y entregaban a cada uno una naranja con una vela encendida incrustada en la parte superior y decorada con golosinas ensartadas en palillos. Eso tenía, aparentemente, algo que ver con Jesús, aunque a mis siete años los detalles teológicos exactos se me perdían. Como la niña torpe que era, en mi mente Christingle estaba fundamentalmente asociada con un sentido creciente de ansiedad y con el olor a pelo chamuscado. Esta pirotecnia religiosa era supervisada por el reverendo Emblin, un pastor anglicano amable y de modales suaves. El reverendo Emblin también solía venir a nuestra escuela para contarnos historias de Jesús. Ninguna de esas visitas fue tan apasionante o memorable como la vez en que nos trajo un cayado y lo usó para enganchar por el cuello a uno de los niños pequeños de la primera fila. Cuando el reverendo Emblin no estaba disponible, recibíamos la instrucción por parte de un ministro bautista, el pastor David, que no me causó una gran impresión. Sobre todo, recuerdo que me preguntaba por qué nadie jamás nos explicó la razón por la cual su nombre hacía acordar a un plato de pasta.

O consideremos el logro supremo de nuestros maestros en sus bienintencionados, aunque torpes intentos de introducirnos al cristianismo: el pesebre viviente. Más o menos una semana después de Christingle, justo antes de las fiestas navideñas, el pastor David y el reverendo Emblin observaban los frutos de su esfuerzo de formación teológica cuando treinta o cuarenta niños de escuela disfrazados como un conjunto heterogéneo de pastores, ángeles y reyes magos les presentaban la historia del nacimiento de Jesús. Los momentos culminantes incluyen aquel año en que el niño que hacía de posadero se puso tan nervioso que vomitó en plena posada. Al menos, el olor impregnado en nuestro escenario de madera contrachapada y cartón otorgó un realismo desagradable y crudo a la actuación.

Pero entre la naranja de Christingle y el posadero vomitador, no puedo decir que haya desarrollado demasiado una comprensión explícita del cristianismo ni de la persona de Jesucristo. Apenas puedo recordar algo que el reverendo Emblin o el pastor David nos hayan dicho. Pero lo que sí recuerdo es que, en la noche de paz, entre los astros que esparcen su luz, hay alegría y felicidad, oh, alegría y felicidad , aleluya, aleluya, cielo y tierra te dan loor.

Luego ingresé a mi adolescencia y fui a una nueva secundaria. El culto colectivo con el reverendo Emblin y el pastor David dio paso a clases de educación religiosa en las que, una vez por semestre, un representante de una u otra tradición religiosa solía hacer una presentación ante nuestra clase, y terminaba en el foso de las fieras vapuleado por unos adolescentes combativos. Una vez oí por casualidad a la responsable de la educación religiosa en la secundaria, quien había considerado dar por finalizada esa tradición de visitas de oradores externos después de que uno de sus grupos hizo llorar a una mujer de una organización benéfica provida. Honestamente, no puedo recordar ni una palabra de esos visitantes religiosos. Pero las canciones, ¡mis canciones de la escuela! Aún permanecían en mí y podía recordar cada palabra. Por supuesto que estaba al tanto de que la Navidad era nada más que la apropiación crédula de un festival pagano de invierno. Y me habían dicho que el nacimiento de la Virgen era una invención basada en una deliberadamente mala traducción de un profeta del Antiguo Testamento. Aun así, no podía caminar rumbo a casa desde la escuela a lo largo de los senderos nevados ni ver cómo armaban la iluminación navideña en mi pueblo sin oír dentro de mí un estribillo, tan sutil y arraigado como un latido: Venid, adoremos. Venid, adoremos.

El final de mi adolescencia coincidió con los días de gloria del Nuevo Ateísmo. Y apenas diez años después de Christingle y del pesebre viviente, los pequeños pastorcitos, los reyes magos y los fabricantes de cunas artesanales estaban en el subreddit r/ateísmo hablando del Monstruo de Espagueti Volador y de la inverosimilitud cosmológica del Libro del Génesis, viscosos y con los ojos enrojecidos ante la pálida luz de los monitores de las PC de sus padres. El año en que cumplí diecisiete, mis padres me regalaron por Navidad El espejismo de Dios de Richard Dawkins. Al igual que muchos de mis pares, reverenciaba a Richard Dawkins, un hombre que ha descrito al Dios del Antiguo Testamento como un tirano genocida, que considera la fe como uno de los más grandes males del mundo y que, además, en varias ocasiones ha hablado acerca de su gusto por la oración cantada de las vísperas y el patrimonio musical y literario del cristianismo, en general, un gusto que él describe como su “nostalgia anglicana”. Esta actitud hacia el cristianismo puede parecer extraña y casi dolorosamente contradictoria, pero sospecho que, si el profesor hubiera estado en el asiento trasero de aquel taxi de Birmingham, se hubiera unido con ganas a nuestro espontáneo servicio de villancicos.

Fotografía cortesía de yooperann

La primera vez que tomé en mis manos una Biblia, el año en que terminé la secundaria —secretamente, un poco con vergüenza, diciéndome que lo hacía solo con propósitos de investigación— asumí que la narrativa de los evangelios me resultaría muy ajena. Después de todo, había pasado más de una década de clases de educación religiosa metida en ensoñaciones o en el sabotaje. Pero descubrí que las narrativas de Lucas y Mateo acerca de la infancia de Jesús me resultaban muy familiares. Me había preparado para ingresar en un nuevo territorio y, sin embargo, me encontré en un país que había visitado antes. Algunos puntos de referencia me eran familiares: los Magos provenían de Del Oriente somos los tres; los ángeles, de Qué niño es este; a María la había conocido en Noche de paz. Pero había algo más que reconocí: mi propia sensación interna de que algo asombroso estaba aconteciendo. Era una sensación con la que me había cruzado por primera vez, que había recibido por primera vez, cuando era una niña pequeña cantando en una asamblea escolar. Mis recuerdos de cantar villancicos, sin lugar a duda, me habían proporcionado los hechos esenciales que necesitaba acerca de la historia del nacimiento de Cristo. Pero también me habían dado el asombro.

En la parábola del sembrador, la semilla de la palabra de Dios solo puede echar raíces en tierra fértil; la tierra rocosa y quemada no podía dar una cosecha abundante, a treinta, a sesenta y a ciento por uno, como promete la palabra. ¿Me hubiera vuelto tierra fértil de no haber sido por esa música sembrada en mi memoria? ¿Quién me hubiera considerado a mis siete años, o a cualquiera de mis compañeros a esa edad, como tierra potencialmente fértil para el evangelio? Nuestros maestros no mostraban más interés que nosotros en el cristianismo. No sé qué estaba pasando por su cabeza cuando ponían play en la grabadora, pero me pregunto si no estarían siendo inconscientemente guiados por la mano de la divina Providencia. La adulta que hoy soy, la adulta que sabe y cree, debe más de lo que puede comprender a la niña que escuchaba, cantaba y recordaba hace veinte años.

Me había preparado para ingresar en un nuevo territorio y, sin embargo, me encontré en un país que había visitado antes.

Mi generación no es fácil de evangelizar. Cualquier apologista cristiano dirá que se necesita conocer a las personas donde están, pero ¿dónde exactamente estamos nosotros? ¿Dónde comenzar a abrir camino con los llamados millennial nones —adultos entre veinticinco y cuarenta años que se proclaman ateos, agnósticos o, sencillamente, nada— cuando parecen no compartir ningún terreno común con la fe cristiana?  Ese terreno común no puede ser encontrado ni en la moralidad ni en la metafísica, pero aún puede ser encontrado en la belleza. A partir de mi propia experiencia, sé que la música puede sembrar semillas en la tierra aparentemente más seca e improductiva. Esas semillas son a veces semillas de conocimiento, pero más a menudo son semillas del asombro que va en busca del conocimiento. Esto no significa que crea que mi experiencia de educación religiosa y culto colectivo deba ser repetida como una norma. Todo lo que puedo decir es que esto es lo que recibí y que hasta aquí me trajo.

En mi caso, aquellas raíces musicales produjeron un fruto que es inusual y particularmente visible. Pero me infunde ánimo preguntarme qué podría estar creciendo en la tierra interior de mis antiguos compañeros de clase, y saber que hoy, en mi pueblo natal, hay un gran número de veinteañeros y treintañeros que no han pisado una iglesia por décadas, que piensan que el reverendo Emblin y el pastor David eran unos viejos tontos y equivocados y, sin embargo, no vacilarían en decirte que Jesucristo nació como rey de ángeles en una noche de paz, una noche de amor.

La música moldea la memoria y la memoria moldea a la persona. El Adviento es la época en que recordamos que Dios vino a la tierra como un niño pequeño y volverá en gloria al final de los tiempos. Es el momento en que recuerdo que, mientras tanto, su venida para vivir en cada corazón humano y en cada memoria humana es una venida no menos misteriosa e inesperada.


Traducción de Claudia Amengual. Para la traducción de los títulos y las letras de los himnos y villancicos se optó por las versiones más conocidas en español.