El niño Jacobo guio a su padre mientras caminaban cuesta abajo por la ladera pedregosa que se extendía desde Jericó en el valle, hasta Jerusalén sobre la montaña. Su padre, Ezra, quedó ciego al nacer. Desde la madrugada hasta el anochecer de cada día se sentaba en una roca, siempre la misma roca, rogando comida o dinero a los peregrinos en el camino. Algunos días eran escasos los peregrinos y solamente recibía pocos denarios, pero hoy había varios grupos viajando a Jerusalén para celebrar la Pascua.

Jacobo dejó a su padre y subió la ladera otra vez, al lugar donde cuidaba el rebaño de su vecino. Jacobo vivía con su padre Ezra, su madre Anna y sus hermanitos en una casucha cerca de la aldea Betfagé. Eran muy pobres, a veces no tenían nada más que comer que un puñado de arroz compartido entre todos.

Jacobo pasó todo el día en el campo cuidando las ovejas y los corderos recién nacidos. Era casi el anochecer cuando se dio cuenta de que faltaba un cordero. La oveja madre balaba lastimosamente y Jacobo salió en busca de la pequeña que se había extraviado de su madre. Cuando la halló ya era tarde y el sol se ponía detrás de la cuidad de Jerusalén. Bajó la ladera con saltos rápidos para volver a casa con su padre.

Llegó al camino y corrió sobre el polvo y las piedras hacia la roca donde su padre siempre le esperaba, pero cuando llegó, ¡la roca estaba vacía! ¡Su padre no estaba ahí! Jacobo se detuvo, temblando de temor. ¿Habría intentado regresar solo a casa, escalando la colina llena de rocas y espinos? Se le ocurrió algo peor: ¿Lo habrían atacado unos ladrones al ciego indefenso, robando su dinero y tirándolo a un precipicio? Entonces Jacobo levantó su mirada y vio a un hombre acercándose por el camino de Jerusalén. Caminaba erguido y pisaba con cuidado, pero decisión también, protegiendo sus ojos como de una luz brillantísima. Parecía alguien digno de confianza y Jacobo se acercó para pedir su ayuda. Entonces, cuando se juntaron, Jacobo se paró sorprendido. ¡Era su padre, Ezra!

“Jacobo —gritó Ezra— ¡Puedo ver! Estaba sentada en el camino, escuchando a la gente pasar, y oí decir que venía Jesús de Nazaret, así lo llamé por su nombre. ‘¿Qué quieres? —él me preguntó.— Maestro, quiero ver,’ le dije. Entonces, hijo, me tocó en los ojos y lento, muy lentamente empecé a ver: primero sólo sombras, entonces personas, y árboles, y colinas: ¡todo! Seguí la muchedumbre que caminaba para Jerusalén, deseando verlo. Tenía que verlo, Jacobo. Pero él se perdió entre la gente y yo tuve que regresar. Jacobo, ¿fue él el Mesías esperado? Ese hombre que me dio la vista…”

¿Fue él el Mesías esperado? Jacobo y su padre ascendieron lentamente el camino pedregoso a su casa, preguntándose.

¡Qué alegría en la casa de Jacobo esa noche! Jacobo pasó los siguientes días mostrando a su padre las ovejas, los corderos y todas las flores en la colina. Le mostró las estrellas por la noche y le indicó las torres de Jerusalén. “El Señor es bueno”, dijo Ezra.

Unos días después, llegó la fiesta de la Pascua. Aunque apenas tenían con qué celebrar, sus corazones se rebosaron con gratitud a Dios.

“Quiero ir a Jerusalén en busca de Jesús”, dijo Jacobo.

Su padre Ezra lo miró y dijo: “Pienso que tú debes ir, Jacobo. Debes buscar a Jesús y darle gracias por todos nosotros.”

“Te vas después del sábado” dijo su madre Anna.

Muy temprano el domingo, la mañana después del sábado, Jacobo salió para Jerusalén. Ya había mucha gente en las calles de la ciudad, pero él siguió un grupo de peregrinos y pronto llegó al atrio del templo. Se detuvo entre el tumulto de gritos, cantos y regateo. El niño se desconcertó. ¿Dónde iba a encontrar a Jesús?

Se acercó a un fariseo pasando por la multitud, rumbo al santuario. Le rogó: “Por favor, ¿podría usted decirme dónde encontraré a Jesús de Nazaret?”

El alto y orgulloso hombre miró hacia abajo. “¿Quién eres tú?” preguntó al niño.

“Soy Jacobo, hijo de Ezra, y busco Jesús de Nazaret.”

El fariseo lo tomó del brazo y lo llevó a un rincón protegido atrás de una columna. “Jacobo —dijo— no se debe ni mencionar ese nombre en el Templo. Aquel hombre ha sido azotado y crucificado por el gobernador romano. Y no hay más que decir.”

“Pero —replicó Jacobo— A mi padre le dio la vista.”

“Jacobo hijo de Ezra —dijo el orgulloso fariseo— vete a casa y no se lo cuentes nunca a nadie.” Lo empujó en dirección a la salida.

El niño salió del templo sollozando. Los ojos llenos de lágrimas, corrió a tropezones y sin dirección por las calles de Jerusalén, hasta que se chocó con alguien. Cuando recobró el aliento, vio que lo sostenían los brazos de una mujer.

“¿Qué te molesta, hijo?” le preguntó. Jacobo miró su cara llena de cariño y le contó todo.

Dulcemente, ella tomó su mano y le guio a su casa, donde había otras mujeres, y cuando terminaron de cenar, dijo: “Sí, es verdad que la guardia romana llevó a nuestro Jesús, lo azotó y lo crucificó, pero sabemos que él fue el tan esperado Mesías. Hoy, cuando nuestras hermanas fueron al lugar de entierro, descubrieron que habían quitado la piedra del sepulcro. Un ángel estaba allí, y les dijo que Jesús había resucitado de entre los muertos, justo como él prometió. Es cierto que Jesús resucitó, y lo hemos visto y él nos habló. Jacobo, dile a tu padre que Jesús, quien le quitó su ceguera, fue el prometido Hijo de Dios.”

“Si hubiera estado allí, habría luchado por Jesús”, dijo Jacobo.

“Hijo, todavía puedes luchar por él, pero no con las armas. Solo puedes luchar por él con amor, tal como él nos enseñó.”

Al escuchar estas palabras, las lágrimas de Jacobo se convirtieron en alegría. Se apuró fuera de la ciudad de Jerusalén, lejos de la multitud ruidosa, escandalosa y aglomerada en angostas calles. Descendió por el camino, subió y bajó la colinita, para contarles a su padre Ezra y a su madre Anna todo lo que había aprendido.


Traducción de Coretta Thomson. Imagen de iStockPhoto, usada con permiso.