Algo de lo que la Iglesia sabe mucho es de reconstrucción. En efecto, es parte del código genético del cristianismo. Desde las persecuciones durante el Imperio romano, cuando sus lugares de reunión eran destruidos y sus congregaciones, asesinadas, los cristianos han debido reconstruir. Golpeados por desastres naturales o por catástrofes causadas por el hombre, hostilidad externa o corrupción interna, los cristianos han aprendido a juntar los pedazos y crear algo nuevo, un proceso que el papa Benedicto XVI alguna vez describió como “una Iglesia purificada por la mortificación y renovada en la caridad pastoral”.

Desde esa óptica, la reconstrucción de la catedral de Notre-Dame en París, luego del devastador incendio de abril de 2019, debería ser algo normal. Sin embargo, la restauración está rodeada por una sensación de inquietud. El presidente Emmanuel Macron confía en que la catedral estará pronta para su primera misa en diciembre de 2024, aunque muchos no son tan optimistas.

Sin duda, no es una cuestión de las bases. Cuando Maurice de Sully, obispo de París, comenzó la construcción de Notre-Dame en 1163, estableció unos cimientos hasta una profundidad de nueve metros, hundiéndolos en un antiguo templo pagano que alguna vez se había alzado en el lugar y en los restos de una iglesia del siglo VII que tenía el mismo nombre. La primera Notre-Dame ya había sido destruida por los vikingos en el año 856 y reconstruida diez años más tarde como sede episcopal. Las raíces de Notre-Dame son extraordinariamente estables.

Lo que tiene preocupadas a muchas personas es cómo este nuevo injerto se acoplará a esos cimientos, dado el clima contemporáneo radicalmente transformado.

El plan de Macron es restaurar la catedral a su estado anterior, aunque “estado anterior” refiere a una restauración drástica y controvertida en el siglo XIX. Históricamente, sin embargo, todos los trabajos llevados a cabo en Notre-Dame siempre han atraído críticas. Si la mentalidad puramente conservadora hubiera prevalecido en todos los casos, aún sería una estructura pequeña y tosca con pocas ventanas y un techo con armazón.

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Pero la vorágine de actividad en torno al plazo establecido por Macron denota premura, la antítesis de la construcción gótica. Los constructores de Notre-Dame asumieron el compromiso a largo plazo de construir algo perfecto, y los obispos patrocinadores estaban conscientes de que probablemente no vivirían para disfrutar del producto de su visión en este mundo. Los esfuerzos multigeneracionales por parte de los albañiles, decoradores y mecenas constituyen una gran parte de nuestra fascinación moderna por estas catedrales. Un proyecto acelerado para satisfacer lo que podría ser interpretado como la arrogancia de un partido gobernante no sugiere las condiciones ideales para reproducir la antigua gloria de la basílica.

Quizá sea la aparente fragilidad de Notre-Dame, con sus ornamentos como de encaje, sus ventanas caleidoscópicas y sus delicados arbotantes, lo que pone de manifiesto nuestra naturaleza refinada. Sin duda, este espejismo milagroso de una iglesia no puede defenderse contra las corrientes de la modernidad, determinada a reducirla a una atracción turística. ¿Una aguja de la era espacial? ¿Una pantalla de video en la capilla? ¡Profanación! Muchos de los proyectos propuestos inmediatamente después del incendio de abril siguieron esta línea absurda: una piscina, un apiario comercial.

En tanto esas ideas más extravagantes no fueron adoptadas, el proyecto para el interior de Guillaume Bardet ―con sus elegantes formas geométricas en bronce oscuro, con poco ornamento―, elegido en junio de 2023, ha levantado críticas ásperas. Sus cinco partes ―pila bautismal, altar, silla del celebrante, ambón y tabernáculo― son bloques y curvas, formas esenciales para “tener eco en la fe de los católicos y captar la atención de los no cristianos”. Algunos han lamentado que parezca “un diseño de Ikea de los setenta”; otros lo han llamado “un saqueo” y una “materialización del declive de la fe en Francia”. Quizá su mayor problema sea que, al tratar de ser significativo para todos, carece de identidad y, por lo tanto, se vuelve irrelevante. Se trata de una serie de obras caras ―alrededor de seis millones de euros― que quedarían tan bien en el vestíbulo de un hotel lujoso como en la catedral que alguna vez albergó la fe católica francesa.

La gran dama gris de París, sin embargo, puede sostenerse a sí misma. De hecho, en tiempos difíciles, los parisinos acuden en masa a ella. Ha sido consuelo de reyes. Ochenta cabezas coronadas han pasado a través de su portal. Ha sido refugio para personas que imploraban su ayuda en todo momento, desde las hambrunas hasta la ocupación nazi. Ha dado la bienvenida a peregrinos que se trasladaban en tropel a la ciudad para ver sus famosas reliquias, incluyendo la corona de espinas que San Luis, rey de Francia, adquirió en 1238 creyendo que se trataba de la original de la crucifixión de Cristo y que ha sido preservada en la catedral desde 1801.

En tanto parece seguro que la iglesia será reconstruida, la verdadera pregunta es: ¿puede la Iglesia ser reconstruida?

Durante ochocientos años se ha mantenido en pie, observando la vida y la muerte desde su pedestal sagrado. “Sagrado” ―con el significado de “separado”― es, en este caso, la isla de la Cité, una isla con forma de bote, en el río Sena, unida al resto de la ciudad por diez puentes. Notre-Dame, un navío sagrado en un mar secular, parece deslizarse a través de los hechos históricos que se han desplegado a lo largo de sus orillas: un milenio de monarquía, dos emperadores, cinco repúblicas. Por siglos, Notre-Dame ha visto a los hombres intentar navegar el gobierno con distintos grados de éxito, con su serena presencia recordándoles que el único camino verdadero es el de Jesucristo. Su aguja de 69 metros se alzaba como un mástil invitando a los parisinos a buscar refugio en la barca de Pedro en medio de los oleajes inciertos de la vida.

La modernidad ha desafiado su talla. En 1889, la estructura de hierro forjado de la torre Eiffel sobrepasó la aguja esculpida de Notre-Dame al alcanzar unos sorprendentes 300 metros. En 1989, en honor al bicentenario de la Revolución francesa, París inauguró el arco de la Défense, un monumento cuadrado de 110 metros, lo suficientemente grande para contener la catedral. Aun así, mientras Notre-Dame ardía, los parisinos cantaban el avemaría en medio de lágrimas y oraciones; resulta difícil imaginar que el arco de la Défense pueda despertar un amor así.

La catedral fue consagrada en 1189, durante la edad de oro de la teología. Ese período vio el auge de las universidades y los escolásticos, cuando los hombres luchaban con sistemas de pensamiento para comprender mejor a su Creador. El diseño de Notre-Dame reflejó esa era del aprendizaje, geométricamente organizada y marcada por la innovación. Se cree que los primeros arbotantes fueron construidos para esa iglesia. La compleja infraestructura, penetrada por la luz trascendente, se reflejó en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino al crear una arquitectura intelectual para conducir la razón hacia la fe. Al igual que la Suma teológica de Santo Tomás, escribe el historiador Erwin Panofsky, “la catedral del alto gótico buscaba encarnar todo el conocimiento cristiano teológico, moral, natural e histórico, con todo en su lugar, aquel que ya no encontraría su lugar suprimido” y dispuesto “según un sistema de partes homólogas y partes de partes”.

Esta complejidad también se reflejó en la música de Notre-Dame, la cuna de la polifonía occidental. Mientras los albañiles levantaban altísimas cúpulas y amplias arcadas, los compositores del siglo XII Léonin y Perotin combinaban varias voces. Cada una de ellas era una melodía independiente y todas juntas formaban un todo más grande que las partes, para crear una experiencia armónica sublime que expresaba la vida cristiana individual y corporativa.

Notre-Dame fue construida durante la gran era mariana, cuando nuestra Señora era honrada en cada ciudad y aldea, y poco a poco se volvió un foco de consagración en la iglesia catedral. Doce años después de su inauguración, Santo Domingo comenzó a predicar acerca de la importancia del rosario, que se convertiría en la oración mariana por excelencia. En 1225, menos de dos décadas después, el primer rosetón fue erigido en la fachada oeste de Notre-Dame. En el centro, la Madonna y el Niño; alrededor, florecen pétalos de cristal azul cobalto y rojo carmín. Las imágenes representan las doce tribus de Israel, virtudes y vicios, trabajo humano y movimientos celestiales. Es una visión del universo ordenada en torno a la Madre de Dios. Notre-Dame de París representó lo mejor de esa era, una visión de esperanza y belleza en un mundo con corta expectativa de vida y pobreza endémica.

El fatídico incendio de 2019 se inició en el “bosque”, en el techo de madera colocado entre 1220 y 1240. La temperatura interna de la estructura alcanzo unos 655 grados Celsius y, al final, al colapsar la sección central, la aguja se estrelló contra el piso. La filmación televisiva en alta definición permitió que las personas experimentaran el incendio de un modo íntimo, y la escena horrenda hizo que el mundo soltara un grito ahogado. Todo parecía perdido. Sin embargo, a medida que el fuego iba siendo extinguido y el daño era evaluado, emergió un rayo de esperanza. La fachada y el ábside permanecieron intactos, de las obras de arte solo se perdió entre un 5 % y un 10 % y la corona de espinas fue rescatada.

Las llamaradas de abril fueron apenas lo último en una larga serie de desastres a los que la catedral ha sobrevivido. Y, a diferencia de otros, fue impersonal y accidental. En 1548 se dio el primer asalto serio contra Notre-Dame, cuando los hugonotes ―seguidores protestantes de Juan Calvino― atacaron las estatuas que consideraban paganas. En tanto el incendio de 2019 no afectó la mayoría de las obras de arte, los hugonotes sí las tuvieron como objetivo y estrellaron gran parte de las estatuas contra el suelo.

Fotografía de Guillaume, stock. adobe.com

Sin embargo, a pesar de la pérdida de tantas otras obras de arte, la estatua de la Virgen del Pilar sobrevivió. Tallada a principios del siglo XIV en el sinuoso estilo gótico y escondida en el claustro de los canónigos, es una de las más apreciadas estatuas de las siete que permanecen en el interior de la iglesia. Ha capeado la Reforma, las revoluciones, la indiferencia y el infierno de 2019, y continúa recibiendo las oraciones y las peticiones de los parisinos y de los peregrinos.

En el siglo XVI, la restauración de Notre-Dame provino de una fuente insólita: el antiguo hugonote Enrique IV de Navarra, coronado rey de Francia luego de retornar al catolicismo en 1593. El renacimiento de la catedral fue el centro del programa real para convertir París en una ciudad “bella, tranquila… maravilla del mundo”.

Los siguientes hechos de destrucción provinieron de “fuego amigo”, por así decirlo. En el siglo XVII, Notre-Dame ―que por entonces tenía cuatro siglos― fue considerada “una forma de construcción escandalosa e insoportable” por aquellos que querían un edificio nuevo y más contemporáneo. Durante las ceremonias, unos paños cubrían las paredes para ocultar lo que se había vuelto un estilo vergonzosamente anticuado, como una tía excéntrica que debe ser escondida de los huéspedes. El rey Luis XIV, coronado en 1643, había jurado defender la fe católica, pero a medida que su fama de Rey Sol crecía, comenzó a intentar eclipsar a Nuestra Señora. Hizo despejar el santuario del antiguo coro alto y del coro, lo elevó y cubrió con mármoles para imitar las iglesias barrocas italianas. Ese nuevo altar alto estaba ―y aún está― a la sombra del Descendimiento de la Cruz de Nicolas Coustou, en tanto su hermano y su tío hicieron las estatuas de Luis XIV y su padre arrodillados a ambos lados.

Hasta los canónigos de la catedral se las arreglaron para infligir sus heridas. En 1756, considerando que la iglesia estaba demasiado oscura, quitaron los vitrales y solo dejaron los rosetones. Además, blanquearon las paredes. Esta destrucción anunció la Ilustración: un aparentemente inocuo llamamiento a los monarcas a ser guiados por la luz de la razón.

Esta luz creada por el hombre pronto fue cubierta por las tinieblas cuando la Revolución francesa suprimió la fe tradicional como si fuera una superstición arcana. Notre-Dame fue tomada en 1793, y el arzobispo de París, Jean-Baptiste-Joseph Gobel, intentó apaciguar las fuerzas de la secularidad despojándose de su autoridad clerical y calzándose el gorro rojo de la revolución. A pesar de sus esfuerzos conciliatorios, fue ejecutado poco después, el primero de varios que morirían en los siguientes cien años de conflicto entre política y religión.

El 21 de enero de 1793, el rey Luis XVI, que alguna vez había recibido a Thomas Jefferson y a John Adams en la catedral, fue decapitado. Se desató toda la furia de la revolución. Poco después, la religión fue proscrita, y cualquier cosa que recordara a los soberanos o a los cristianos era blanco fácil para los vándalos de la revolución. Al divisar la formación de los veintiocho reyes de Judea en la fachada, el nuevo régimen dio rienda suelta a su frenesí antimonárquico en las estatuas del siglo XIII, que fueron arrastradas hasta el suelo y decapitadas sumariamente. Alguien se robó las cabezas, que fueron encontradas en 1977, escondidas en una casa parisina.

El edificio pudo haber quedado intacto, pero Notre-Dame fue violentada. Sus imágenes sagradas fueron profanadas, sus altares readaptados para adorar a la Razón. Ese nuevo culto, sin embargo, pronto abandonó la “razón” y comenzó a emplear el sagrado espacio para bacanales que, según varias personas que dieron testimonio, derivaban en desenfreno.

En lo que quizá fue su época más oscura, Notre-Dame fue cerrada y vendida en un remate. Su nuevo dueño tenía la intención de demoler el edificio para aprovechar los materiales (como había sido hecho con el monasterio de Cluny).

Napoleón detuvo esa ejecución, pues quería valerse de la majestuosidad de la catedral como telón de fondo para su propia propaganda. Su coronación como emperador el 2 de diciembre de 1804, cuando tomó la corona de manos del papa Pío VII para colocársela él mismo sobre la cabeza, tuvo lugar en la catedral, con sus paredes destartaladas y sus pedestales vacíos ocultos por soportes dorados y estandartes de terciopelo. Sin embargo, el interés de Napoleón en Notre-Dame era fugaz: herida y abandonada, la iglesia permaneció silenciosa en su isla.

Fotografía de unknown1861, stock. adobe.com

El renacimiento de Notre-Dame provino de un aliado inesperado. Victor Hugo, que había sido bautizado como católico, había desarrollado una hostilidad creciente hacia esa fe. Aun así, fue su novela de 1831, Nuestra Señora de París, que llamó la atención hacia la difícil situación de la iglesia. Una petición apasionada por su restauración acabó por persuadir al Estado a actuar. En 1844, Eugène Viollet-le-Duc y Jean-Baptiste Lassus fueron elegidos para supervisar la reconstrucción de la catedral que costaría 5 millones de francos.

La motivación del poeta y de los arquitectos era recuperar solamente las formas, no la fe. “La catedral en sí, alguna vez tan imbuida del dogma, ahora invadida por la plebe, por el espíritu de la libertad, escapa del sacerdote y cae bajo el dominio del artista”, escribió Hugo. “Las cuatro paredes pertenecen al artista. El libro de piedra ya no pertenece más al sacerdote ni a la religión ni a Roma, sino a la imaginación, la poesía y el pueblo”.

Viollet-le-Duc obtuvo su inspiración de Hugo, añadiendo gárgolas, quimeras y figuras que no eran parte de la estructura original. Al instalar su propia imagen en la escultura del Santo Tomás “el incrédulo” entre los apóstoles en torno a la aguja, celebró su postura alejada de la religión, a pesar de que hizo su nombre y su fortuna restaurando sus edificios. La nostalgia de la restauración no era por una iglesia francesa enraizada en la teología y la liturgia, sino por un ideal nacionalista vago. La Ley de Separación de la Iglesia y el Estado, de 1905, sistematizó esa visión al dejar al estado como propietario de Notre-Dame y al clero como su ocupante. De los 13 millones de personas que cada año visitaban la catedral, los fieles practicantes eran una clara minoría y la mezcolanza de la decoración del interior ayudó poco a iluminar las creencias y las historias que inspiraron a los constructores del siglo XIII.

Fue esa estructura en gran medida secularizada la que se incendió en París el 15 de abril, un símbolo adecuado, quizá, para el distanciamiento entre la modernidad y la religión. En la actualidad, solo 15 % de los franceses se identifica como católico practicante, y de ese porcentaje un 4,5 % asiste a misa regularmente. En tanto parece seguro que la iglesia será reconstruida, la verdadera pregunta es: ¿puede la Iglesia ser reconstruida?

Guillaume Bardet, decorador de la iglesia, no profesa ningún tipo de fe. Quizá por ese motivo, el interior que propuso es lo suficientemente abstracto para ser políticamente inofensivo, a la vez que colabora poco para reunir al pueblo de Cristo. Notre-Dame fue construida para celebrar a la mujer que dio a luz a la Palabra hecha carne, el mensaje y la identidad singulares de la fe cristiana. Un arte que se niega a aceptar la encarnación tendrá dificultades para proclamar la Buena Nueva. Las escrituras son centrales a la historia del cristianismo, y en un mundo donde muchas personas no conocen los hechos que constituyen la historia de salvación, las imágenes abstractas no tendrán la capacidad de enseñar. Solo ofrecen un placebo reconfortante conformado por conceptos como “libertad” y “fraternidad”.

Y carecen de una sensación de asombro. Notre-Dame fue pensada para inspirar la adoración a través del asombro, la deslumbrante percepción de lo divino a través de los sentidos hacia el alma. Las piezas oscuras y pesadas de Bardet parecen atadas a la tierra, y en una época ligada a lo material y lo utilitario, las estructuras litúrgicas parecen atascar el misterio en la tierra, en lugar de intentar alcanzar el cielo.

Sin embargo, misteriosamente, la catedral aún proclama la fe que impulsó a sus constructores originales. Incluso si las piedras (o el bronce) de sus restauradores modernos no predicará, en tanto Notre-Dame se mantenga en pie, favorecerá a aquellos que, en palabras de San Pedro, están “prontos para dar una razón de la esperanza que está en el interior”.


Traducción de Claudia Amengual