Como crecí en una familia amorosa, conocí a Dios desde mi primer aliento. Formaba parte de la tercera generación nacida en el Bruderhof, un movimiento comunitario cristiano que comenzó en la década de 1920. Para mí, ser una niña del Bruderhof significaba crecer en un mundo feliz, rico tanto en la presencia de familiares como en interacciones con otros integrantes de la comunidad.
Me encantaban las comidas con más de doscientas personas en un gran comedor. Era divertido comer y cantar juntos. A veces, los mayores hacían sketches o actuaciones. Otras veces, los niños daban recitales. Como comunidad, hacíamos pícnics, veíamos películas, salíamos de excursión y celebrábamos servicios religiosos.
En la escuela podíamos jugar al aire libre durante horas, descalzos hasta que caían los primeros copos de nieve, y teníamos la suerte de montar a caballo y en trineo, nadar, esquiar, patinar, por no hablar de las numerosas actividades que podíamos hacer en las aulas: horas en el taller de cerámica manipulando arcilla o elaborando malvaviscos caseros en la cocina de la escuela. Maravillosos profesores me introdujeron en la literatura y en el arte. Me encantaba la biblioteca y vivía en las historias que leía.
Pero una infancia gloriosa no impidió que me convirtiera en una adolescente egocéntrica. Quizás crecer con Dios, rodeada de buenos ejemplos y de los límites seguros de una iglesia-comunidad muy unida, me salvó de algunos errores, pero no me salvó del egoísmo. Era consciente de los sacrificios reales que hacían los adultos que vivían en comunidad: renunciaban a su dinero y a su tiempo, y dedicaban todas las horas del día a los demás y a Dios. Eso no me interesaba. Después de un turbulento primer año de secundaria, abandoné los estudios, me despedí de los esfuerzos de apoyo de mis padres y volé a un Bruderhof más pequeño en Alemania.
Lejos de casa, me entregué con alegría a hacer exactamente lo que deseaba. Encontré amigas que, como yo, rechazaban las grandes decisiones y optaban por la diversión momentánea de la juventud. Me resultó fácil dar la espalda a las personas cariñosas que me habían criado y burlarme de quienes no se ajustaban a mi idea de “normalidad”. Me reía de la vestimenta anticuada que llevaban los miembros de Bruderhof y menospreciaba su moral, considerándola piedad mojigata. A pesar de asistir a los servicios religiosos y a las comidas comunitarias, hice oídos sordos al cristianismo. Qué fácil era dormir hasta tarde, salirse con la suya con un mínimo de trabajo y vivir sin propósito, incluso en una comunidad Bruderhof. Pero en mi libertad de límites y de obligaciones, me volví desesperadamente infeliz.
C. M. Dudash, Estudio de la sombra de una rosa, óleo sobre lienzo, 2003. Todo el arte usado con permiso.
En secreto, envidiaba la alegría de mis padres y de otros miembros fuera de mi grupo de pares. Me irritaba que pudieran sentirse tan realizados en las vidas que yo consideraba limitadas. Anhelaba una alegría similar, pero lo que realmente quería era que Dios me hiciera feliz sin hacer ningún esfuerzo por mi parte. La culpa me provocaba dolor de estómago. No dormía bien y por la noche hacía apuestas con Dios. Le prometía cosas a cambio de dormir y luego, a la luz del día, me retractaba de mis pactos.
Una medianoche, el dique se rompió. Desesperada por encontrar la paz, al día siguiente concerté una cita con mi pastor y su esposa. Cuando llegó la temida hora, mi rostro se sonrojó de vergüenza mientras vertía las mentiras y los engaños que me habían revuelto las entrañas, manteniéndome despierta en la oscuridad de la noche. Rostros sonrientes, miradas amables y palabras tranquilizadoras respondieron a mi humillación. El pastor no me juzgó, sino que me ofreció palabras de esperanza. Su esposa simplemente me ofreció comprensión: “Debías de estar muy infeliz”. Sus palabras restauraron mi confianza destrozada.
Al principio, confesé mis pecados para aliviar mi tormento. Pero el acto de la confesión dio paso al arrepentimiento. Sentí pena por haber herido a Dios, a mis padres y a mis compañeros. El remordimiento me dio una nueva perspectiva. Comprendí por primera vez que Dios me exigía algo. Agradecida porque él me había liberado de la pesada culpa, solo deseaba servir al Dios que verdaderamente libera.
Por desgracia, en mi sincero anhelo de ser perfecta para Dios, no encontré la paz tras el arrepentimiento, sino que caí en la frustración y la desesperación. Como bien dice el refrán, el diablo estaba en los detalles.
Dar prioridad a la perfección desató dos nuevos demonios. El primer demonio señalaba los defectos de los demás. De repente, las personas que me rodeaban no cumplían con mis ideales. En el pasado, las deficiencias de mis amigos y de mis compañeros de trabajo no me molestaban en absoluto. Ahora, no tenía paciencia con sus debilidades.
Cuando no estaba molesta con los demás, el segundo demonio me mantenía perpetuamente temerosa de las opiniones ajenas. Seguía los mandamientos de Cristo no por amor, sino porque quería que me vieran como una buena persona. Temía más la reacción de quienes me rodeaban que la voz tranquila de Dios dentro de mí. El miedo, no el amor, me impulsaba a servir.
La alegría me abandonó. Hice cambios radicales en mi vida: evité la música y la literatura, que tanto me gustaban, abandoné ciertas actividades, como los deportes y las reuniones sociales, y decidí no desperdiciar ni un momento en pensar en mí misma. A cada paso, me dedicaba a sacrificarme por Dios y por los demás. En cierto sentido, esos años fueron, probablemente, los más rectos de mi vida, y los más miserables. ¡Cómo entendía la queja de Martín Lutero de que “si uno tuviera que confesar sus pecados en el tiempo justo, tendría que llevar un confesor en el bolsillo”! No podía escapar de las tentaciones implacables y me sentía maltratada por un Dios que manejaba esa herramienta de refinamiento poderosa.
¡Qué agotador era ser bueno! Al menos, llevar una vida de maldad y egoísmo había sido divertido (en aquel momento), y confesar mis pecados había sido difícil, pero sencillo. Tres años más tarde, me enfrenté a algo aún más desconcertante: cómo superarme a mí misma. Oré pidiendo la liberación.
Poco a poco, la gracia penetró en mi miseria. Darme cuenta de que Dios no quería mi esfuerzo fue una revelación de gracia. Toda la determinación humana, tan sincera, tan inútil, se desvaneció. Milagrosamente, el esfuerzo personal fue sustituido por una vertiginosa liberación ascendente, que me apuntaba lejos de mí misma. Con gratitud casi vertiginosa, mi búsqueda y mis preguntas se fusionaron: ¿cómo podía servir verdaderamente a Jesús?
Tres años después de mi estremecedor encuentro con Dios esa medianoche, solicité ser miembro del Bruderhof. Como cualquier vocación a la vida religiosa, esta fue una decisión profundamente personal. No es posible nacer como miembro del Bruderhof, del mismo modo que no es posible nacer en un convento o en un monasterio. Los hijos de miembros pueden ser criados en el Bruderhof, pero sin un encuentro personal con Dios, no se pueden tomar votos para toda la vida. Saber que mis padres y mis abuelos habían hecho el mismo compromiso años antes que yo no hizo que mi decisión fuera una conclusión inevitable, sino que, en todo caso, la complicó. No obstante, discerní esta vocación también para mí.
C. M. Dudash, Flores rojas, óleo sobre lienzo, 2003.
Así fue como el 14 de enero de 1995 me presenté ante una gran congregación y proclamé la antigua poesía del Credo Niceno, afirmando que fui creyente. Luego, con alegre intención, entré en la piscina y me arrodillé. Las aguas corrieron sobre mi cabeza tres veces y me levanté, renacida. Me convertí en hermana. Cuando salí de las aguas bautismales, empapada y llena de alegría, no sentí que había llegado, sino que debía seguir viajando. Una nueva vida en Cristo me esperaba. No quería ser una viajera solitaria, sino parte de un grupo, de una tropa de creyentes de todos los siglos. Deseaba la camaradería, la responsabilidad y la inspiración que otros podían darme. Como escribió San Cipriano de Cartago en el siglo v: “El que no tiene a la iglesia como madre, no tiene a Dios como padre”. La iglesia que buscaba era como una madre: una protectora feroz, una proveedora, una expresión santa y hermosa del Espíritu Santo.
Cuando me comprometí de por vida con el Bruderhof, me uní a una comunidad de familias y de solteros que también habían renunciado a todo para servir a Jesús y a los demás. Los votos de fidelidad a mis hermanos y a mis hermanas me unieron a la iglesia madre, que se remontaba a la época de la creación.
La conversión me ha traído una vida llena de triples. Para cada pecador, hay una vida antigua, una vida nueva y la vida venidera. Para cada converso, hay un Padre, un Hijo y un Espíritu Santo. Pero para aquellos que, como yo, han hecho votos de fidelidad de por vida en una comunidad religiosa, también están los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia.
No son las virtudes más fáciles de vivir. Al principio, parecen estrechas y restrictivas: ¿de cuánto más de mi ser debo despojarme? ¿A qué debo renunciar en este mundo por el bien del venidero? Pero no es la única forma de verlas. La plenitud se detecta mejor en la vida cotidiana y, en esta, soy feliz; y sí, aun después de casi treinta años de vida comunitaria, todavía me siento un poco aturdida.
La pobreza es la más fácil. Me ayudó haber crecido como lo hice. Incluso de niña, veía lo que la gente hacía con su dinero y observaba que acumularlo no producía felicidad. A menudo, el amor al dinero sacaba a relucir la debilidad, mientras que los que compartían eran resistentes como la madera dura. También sabía que la propiedad privada y el impulso por coleccionar cosas terrenales era, en el mejor de los casos, una distracción y, en el peor, idolatría. Como no poseía nada antes de mi compromiso, una consideración mucho más importante fue la decisión de renunciar a la posibilidad de obtener ganancias futuras. Ahora me siento aliviada de estar libre de la propiedad personal, de vivir una vida de compartir.
Hace años, el vértigo que acompañó a mi conversión me desorientó lo suficiente como para permitirme ver más allá de las estrechas definiciones que, a veces, tienen la pobreza, la castidad y la obediencia.
La castidad es más difícil. Como les pasa a muchos, no me resultó natural y me retorcía bajo la gran luz brillante de la castidad. Pero el arrepentimiento humilló mi corazón y me permitió ver con claridad los peligros que antes no advertía. La pureza sexual antes del matrimonio y la fidelidad dentro de este dependen de mi disposición a comprometerme, no a regañadientes, sino de todo corazón, con el ágape como superior a todas las demás formas de amor. Mi amor por Jesús debe ser más profundo que mi amor por cualquier ser humano.
La obediencia es lo más difícil de todo. Como todo cristiano, deseo seguir al Espíritu Santo, pero a menudo confundo convenientemente a la tercera persona de la trinidad con mis propias ideas. Casi nunca siento una llamada directa de Dios que me diga algo con claridad. Afortunadamente, el arrepentimiento ha templado mi mente. A lo largo de los años, he desarrollado una sana duda sobre mi propia sabiduría y un deseo de escuchar a otros miembros de la iglesia. He aprendido que la voz del Espíritu Santo habla con toda certeza a través de otras personas. En ocasiones, mis ideas coinciden con las de mis compañeros de trabajo, pero, a veces, mis deseos son egoístas o no tienen en cuenta el panorama general. Por muy incómoda que sea la obediencia, me protege la fe. George MacDonald escribió con sabiduría: “Lo que en el corazón llamamos fe, en la voluntad lo llamamos obediencia”. Con humildad, he aprendido a recibir claridad de dirección a través de hermanos y de hermanas que también son ejemplo de respeto y de tolerancia.
Hay momentos de frustración conmigo misma y, quizás, otros tantos de decepción con los demás, pero la vida en la comunidad eclesiástica no depende de seres humanos perfectos. Hace años, el vértigo que acompañó a mi conversión me desorientó lo suficiente como para permitirme ver más allá de las estrechas definiciones que, a veces, tienen la pobreza, la castidad y la obediencia. Estos tres consejos evangélicos me recuerdan al nimbo entrelazado de enredaderas que corona la cruz anular o celta, con Jesús en el centro. Y esta es nuestra vocación, vivir una vida cerca de la cruz.
Traducción de Coretta Thomson