La Pascua es mi fiesta religiosa favorita. Ir a la iglesia en Pascua es de mis actividades menos favoritas. Esto puede sonar a que solo me gusta la Pascua por los conejos de chocolate, pero no es cierto. Amo su significado religioso —la tumba vacía, los ángeles, las apariciones del Cristo resucitado—, todo.  

Lo que no amo es sentarme sola en la iglesia en la mañana de Pascua. Por alguna razón, esto ya ha sucedido varias veces. Me escabullo con cautela de mis obligaciones en la guardería para asegurarme de tomar parte del servicio más gozoso del año, pero soy abruptamente bajada a tierra cuando veo que los amigos con quienes suelo sentarme no pudieron ir. Las fiestas religiosas generan trabajo extra, estrés y caos, y no es tan sorprendente que muchos terminen quedándose en casa para hacerse cargo. Es algo doloroso. He llegado a pensar seriamente en regresar a la guardería en los próximos años. De ese modo, al menos, seré útil.

Mis experiencias pascuales sintetizan lo que tantos solteros atraviesan en la iglesia, no solo durante las fiestas religiosas, sino domingo a domingo. Hay maneras de lidiar con eso, por supuesto. Podemos enviar mensajes de texto a los amigos por anticipado hasta encontrar a uno que estará allí y se sentará con nosotros. Podemos ir a la iglesia y pedir a una familia que nos permita unirnos a ella.

Imágen de Kelsk/Flickr

La parte difícil de esto, el pequeño dolor en el corazón que nunca acaba de irse, es que debemos trabajar constantemente en busca de la compañía más básica. En lugar de asumir que el domingo habrá un cónyuge o un hijo sentado junto a nosotros, es necesario que seamos intencionales en procurar tal presencia en nuestra vida, una vez tras otra.

Intencional es uno de esos términos que los hablantes y escritores cristianos han usado en exceso al punto de convertirlo en un cliché. Sin embargo, los clichés se vuelven clichés por algún motivo. La intencionalidad es un concepto que los cristianos realmente necesitamos aplicar en la vida cotidiana. Como cuerpo de Cristo, es nuestra tarea forjar vínculos que trasciendan nuestra propia familia e incluso nuestra propia comunidad; convertir en hermanos y en hermanas a personas que no guardan ninguna relación con nosotros y que, en ocasiones, son muy diferentes a nosotros. Eso requiere toda la intencionalidad que podamos reunir. No sucede con naturalidad ni con rapidez. Requiere una acción deliberada tras otra, durante un largo e indefinido período.

Los cristianos solteros, en particular, conocen la importancia de este trabajo a partir de la pura necesidad. Aparte de nuestra familia de origen, de la que a menudo estamos distanciados, carecemos de los vínculos naturales que comparten los cónyuges y sus hijos en los bancos que están a nuestro alrededor. Para nosotros, la intencionalidad es una forma de vida.

Necesitamos convertir en hermanos y en hermanas a personas que no guardan ninguna relación con nosotros y que, en ocasiones, son muy diferentes a nosotros.

Esto se me volvió claro hace poco cuando actualicé mi testamento. Cuando uno no está casado ni tiene hijos a quienes dejar todo, esto implica un nuevo nivel de intencionalidad. Pasé semanas considerando el destino de mis más preciadas posesiones. Esto no se debió, espero, a un exceso de materialismo. Se debió a que las cosas que tienen más significado para mí no se convertirán en recuerdos de familia, como es mi deseo. No habrá un legado generacional, al menos no a descendientes directos. Están mis padres y mi hermana, pero eso tiene que ver más con un legado ascendente o lateral. Podría haber dejado todo a organizaciones benéficas, pero algo en mí no podía enfrentar el pensamiento de que mis cosas fueran a personas que no me recordarían cuando las vistieran o las leyeran o miraran. Eso era, probablemente, un sentimiento egocéntrico, pero no podía desprenderme de él.

Menciono esto porque ilustra el trabajo extra y el pensamiento creativo que quienes no estamos casados ni tenemos hijos debemos abordar para encarar los rituales normales de la vida. Para nosotros, crear y sostener lazos familiares implica un grado extra de esfuerzo y una capacidad casi infinita de flexibilidad. Significa aprender a apartarnos con elegancia cuando uno de nuestros amigos se casa o tiene hijos y comienza a dejarnos fuera de su vida cotidiana, en tanto nosotros permanecemos disponibles para esos momentos en que se puede requerir nuestra presencia. Significa que, en nuestras interacciones con ellos, debemos girar en torno a su vida y sus intereses como una forma de aceptación de las muchas exigencias no negociables vinculadas a su tiempo y su energía, mientras aceptamos que las nuestras deben tomar un segundo lugar por el momento.

Esta es nuestra parte en el proceso de construcción de vínculos. No es fácil, pero es necesaria. Y es, lo admito, un buen entrenamiento en altruismo, un objetivo tras el que todo cristiano debe ir.

La parte que cumplen nuestros amigos casados tiene que ver con encontrar un modo de continuar haciendo espacio para nosotros en su vida agitada, lo que tampoco es fácil. “La casada tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido”, como nos recuerda Pablo de Tarso. Y de cómo agradar a sus hijos, podría haber agregado. Los cónyuges y los padres están siempre practicando sus propias formas necesarias de altruismo y a menudo les queda poco para dar fuera de los límites de su familia.

A ambos lados —solteros y parejas casadas— estamos embarcados en la difícil tarea de crear una relación familiar basada no solo en las necesidades, exigencias y vínculos naturales de una familia propiamente dicha, sino en el llamamiento de Cristo a ser miembros mutuamente útiles y mutuamente dependientes de su cuerpo.

Los estudiosos del Nuevo Testamento han señalado con cuánta frecuencia Pablo de Tarso se refiere a la relación entre cristianos como una entre hermanos y hermanas. En una época cuando la expectativa de vida era breve y muchos niños perdían a sus padres a edad temprana, la hermandad era muy importante. En ese mundo, los hermanos debían cuidarse unos a otros, defenderse unos a otros, respetarse unos a otros y mantenerse unos a otros.

Este es el tipo de relación que Pablo de Tarso tenía en mente cuando se refería a los hombres en la iglesia como hermanos, y a las mujeres, como hermanas. No era una referencia ligera ni trivial. Al contrario, era una de las más fuertes que pudo haber usado. Estos vínculos estrechos, decía, son el tipo de vínculo que debería mantener unidos a los cristianos. Esta es la relación a la que Cristo nos llama.

Estoy segura de que, cuando nos la dio, Jesús sabía que esta tarea no sería fácil, pero nos la dio, de todos modos. Lo hizo porque quería dar al mundo la imagen de cómo luce una verdadera comunidad, mostrar que en él nuestros vínculos naturales se trascienden y nuevos vínculos se crean, vínculos que son capaces de incluir y sostener a los solitarios, los necesitados, los extraños. En él hay una familia que es más que una familia.

Pero para llegar allí, para mostrar esa imagen al mundo, debemos hacer el trabajo.

Aquí es donde entra la intencionalidad. Para mantener a otros en nuestra vida, para continuar con la difícil tarea de la amistad —o, más aun, de crear la familia de Dios— es necesario vencer los muchos obstáculos que la vida pone en nuestro camino. Es necesario cada día tomar la decisión de llegar a los otros, enviar el mensaje o hacer la llamada, invitar a almorzar, preguntar si hay alguna necesidad, orar, considerar, recordar, cuidar.

Necesitamos a los hermanos espirituales que Dios previó cuando estableció su iglesia.

Según mi experiencia, los cristianos solteros y sin hijos, se sienten más inclinados a hacer este trabajo sencillamente porque son —somos— más dependientes de la iglesia para que sea nuestra familia. Con excepción de algunos casos en los que nuestra familia de origen está cerca y disponible, no podemos descansarnos en los vínculos familiares naturales que sostienen a otros. Siempre debemos mantenernos ocupados en construir, fortalecer y reforzar los vínculos con aquellos fuera de nuestra familia y, lo más importante, con los otros miembros de la iglesia. Podemos sentirnos tentados a forjar nuestras amistades más fuertes en el trabajo, olvidando con cuánta facilidad se pueden romper esos vínculos cuando los otros empleados dejan la compañía o cuando nosotros la dejamos, y confundiendo lo profesional con lo personal de formas no siempre saludables. Necesitamos a los hermanos espirituales que Dios previó cuando estableció su iglesia. Pero la iglesia —en particular, la mayoría casada de la iglesia— no siempre ha estado a nuestro lado.   

“Ser una mujer soltera (en especial, sin hijos) te coloca fuera de sintonía con tus pares de una manera particularmente dura en lo que respecta a la amistad”, dice mi amiga Ruth Buchanan, autora de The Proper Care and Feeding of Singles —un libro que aborda las relaciones entre los solteros y la comunidad y ofrece soluciones para fortalecer esos vínculos—: “Todas las amistades requieren sacrificio, atención e intencionalidad… Pero esta dinámica persiste”. Su pedido a las parejas casadas es el siguiente: “Inviten a los solteros a integrarse a sus ritmos familiares. En el plan de Dios, todos necesitamos de los demás”. 

Esto es más cierto de lo que muchas personas casadas se dan cuenta. El número de personas casadas que me han contado que se sienten solas, incluso dentro de su matrimonio, es una demostración de que los casados también necesitan amigos. Necesitan personas a su alrededor que puedan prestar atención a sus luchas y ofrecer un punto de vista objetivo, que puedan ser el “tío” o la “tía” sensacional en la vida de sus hijos, que puedan hablar con ellos acerca de las cosas externas a la familia y ayudarlos a tener perspectivas más amplias. También necesitan aprender a prepararse para el día en que su unidad familiar ya no sea la de antes, cuando los hijos abandonen el nido, cuando solo quede un miembro de la pareja o incluso cuando uno de ellos decida ya no ir a la iglesia y deje al otro sentado solo en un banco semana tras semana. Necesitan amigos que conozcan bien tales experiencias y puedan comprender y ayudar. Por todas estas razones, los casados necesitan a los solteros.

La buena noticia es que los solteros ya saben cómo estar ahí para cuando los necesiten. A través de las lecciones aprendidas a partir de este trabajo difícil e intencional, podemos marcar el camino en este aspecto. Solo requiere una voluntad de parte de los otros para reconocer nuestra presencia y nuestro valor, para hacernos espacio en su vida y para reservar un lugar para nosotros en el banco de la iglesia.


Traducción de Claudia Amengual