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    Cómo llegué a tener veintidós automóviles

    ¿Cómo es vivir en una comunidad en la que nada te pertenece y todo se comparte?

    por Maureen Swinger

    lunes, 20 de noviembre de 2023

    Otros idiomas: English

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    Bien podría decirse que soy propietaria de los veintidós automóviles estacionados en el predio afuera de mi casa, además de varias camionetas, camiones y dos ómnibus. Y lo mismo podría decirse de los otros 260 habitantes de Fox Hill, la comunidad Bruderhof donde vivo. Compartir todas las cosas resulta práctico de diversas y sorprendentes maneras, lo cual es positivo dado que todos los miembros de nuestra comunidad iglesia han hecho votos de pobreza y nadie posee bienes a título personal. La mayoría de nosotros trabaja o asiste a la escuela dentro del predio comunal, a una distancia fácil de recorrer a pie o en bicicleta. Producimos muchos de los alimentos que consumimos, y el resto lo compra al por mayor un encargado de compras. En Fox Hill, muchos de nosotros podemos pasar días y hasta semanas sin ninguna necesidad de usar un automóvil; de hecho, tampoco dinero.

    Pero, ¿qué ocurre cuando alguien efectivamente necesita trasladarse? Digamos, por ejemplo, que tiene cita para una radiografía en el hospital o quiere ir a visitar amigos. Pues deja una nota en la oficina del encargado, preferentemente con un día de anticipación, salvo caso de emergencia. Dave o Nick, los encargados de la flota de vehículos y de administrar los fondos de la comunidad, le entregarán las llaves de un automóvil acorde con sus necesidades. ¿Es un grupo de seis? Una miniván. ¿Son personas mayores? Un vehículo espacioso de fácil acceso del lado del acompañante. ¿Necesita conductor? Buscarán a alguien. ¿Necesita efectivo o tarjeta de crédito para un copago en el hospital o para un café o una cena con amigos? Le entregarán un sobre que cubrirá holgadamente su solicitud, junto con un pequeño recordatorio para que guarde los recibos y sume todos los gastos.

    En cierto modo, es similar a cuando la empresa donde uno trabaja cubre sus gastos, pero nosotros adoptamos este sistema por una razón de más peso que la eficiencia. Hacemos un uso responsable de los fondos y somos austeros (es de esperar) en los gastos porque no es coherente con nuestras convicciones tomar más de lo que nos corresponde de los bienes de la tierra. Tal como se lo define en Fundamentos de nuestra fe y llamamiento, este voto de pobreza es parte de “gustosamente renunciamos a toda propiedad privada, pertenencias personales, apegos mundanos y honores.” 

    Todos los miembros físicamente aptos trabajan, pero su salario, sea que trabajen dentro o fuera de la comunidad, no les pertenece, sino que es un bien común. Quienes tienen un empleo externo transfieren su salario a la administración central; los miembros que viven en comunidades urbanas más pequeñas puede que trabajen en la construcción o en el sistema de salud. El resto de nosotros desempeña tareas en diversas áreas de la comunidad: enseñanza en nuestras escuelas, atención y cuidado de los enfermos, producción y preparación de alimentos, y también, autoría y edición de textos para nuestra casa editorial. Una parte importante de los ingresos de la comunidad proviene de las empresas dedicadas a la fabricación de productos de madera y equipamiento médico; muchos miembros pasan allí la mayor parte de su jornada laboral.

    Pero sea cual sea el trabajo que realizamos, nadie percibe un salario, y cada uno de nosotros se compromete a rendir cuentas. Dudo que Nick o Dave tengan tiempo de controlar cada recibo, mucho menos hacer comentarios u observaciones, aunque obviamente tienen la obligación de plantear su preocupación ante un mal uso de los fondos. Para mí, el rendir cuentas es simplemente un recordatorio de que soy parte de una gran familia; mis acciones, incluidos mis gastos, afectan al todo. (Lo mismo aplica para la ropa, los hobbies o la decoración del hogar: aparte de los artículos fabricados por nosotros mismos, cada uno es responsable de distinguir entre necesidad y deseo, y de decidir si nuestras ganas de seguir una moda justifican que el resto pague por ello).

    Se considera un gesto de elemental cortesía devolver el automóvil que se usó en buenas condiciones de limpieza. El cobertizo junto al estacionamiento está equipado con una hidrolimpiadora y sistema de aspiración para lavado de vehículos (también hay butacas para niños de todas las medidas imaginables). Además, los vehículos no deben quedar estacionados con menos de medio tanque de combustible, a tal efecto, la llave de cada automóvil tiene adosada una tarjeta de combustible.

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    Fotografía cortesía de Dave Morgan.

    Mi esposo, Jason, no es propenso a quejarse ni lamentarse, pero si hay algo que lo pone mal es un automóvil con las alfombras embarradas o el tanque casi vacío. Una vez le tomé el pelo diciéndole que cuando tenía su propio vehículo, nunca estaba impecable y rara vez tenía el tanque lleno, pero enseguida me retrucó: “Aquel automóvil era mío; estos son nuestros. ¿Qué pasaría si las próximas personas que se suben van rumbo al hospital porque un bebé viene en camino?”. Tenía toda la razón. En circunstancias así, el amor se expresa en un automóvil en perfectas condiciones.

    Pero también es amor el compartir el lavarropas o la cortadora de césped, una bicicleta, una licuadora, o cualquier otro artefacto en el que una familia suele invertir dinero para luego usarlo solo un par de veces a la semana. Tiene mucho sentido, tanto espiritual como práctico, que su uso sea compartido y comunitario.

    ¿Cómo funciona el sistema con la comida? En el subsuelo del comedor central hay una despensa donde cada familia puede recoger pan recién horneado, huevos marrones (gracias a Christopher, nuestro avicultor), leche, manteca, vegetales, la mejor mermelada casera de frutilla y damasco (al menos, eso es lo que ahora se encuentra en la conservadora) y otros artículos básicos, desde bolsas para residuos hasta papel de aluminio. Sin olvidar el café: la especialidad Hof Roast, café de origen ético tostado por Franklin en una de nuestras comunidades.

    Aparte de una comida comunitaria al día, preparada por nuestro dedicado equipo de cocina, mucho de lo que tenemos a nuestra disposición para las comidas en familia se produce o elabora dentro de la comunidad. Después de pasar años haciendo malabares para alimentar a mi familia ajustándome a un presupuesto, tener solucionadas las comidas diarias me parece fabuloso. La comunidad tiene un presupuesto, obviamente, y aunque los generosos encargados de la despensa están siempre dispuestos a adquirir artículos que exceden lo básico, nuestro objetivo común es “vivir sencillamente para que otros sencillamente puedan vivir”—el lema preferido de mi abuelo John—, siendo conscientes de que gran parte del mundo no ha sido tan ricamente bendecido y que todo lo que ahorremos podría ayudar a otras personas que pasan hambre.

    Cuando se quita el dinero de la ecuación, cualquier ayuda práctica se vuelve cuidado amoroso. En ningún área esto se manifiesta con más claridad que en la asistencia médica, como pudo comprobarlo nuestra familia: el verano pasado, Jason estaba jugando como defensa en un amistoso de sóftbol —con su habitual despliegue de energía—, cuando, de pronto, impactó contra un árbol. Parece imposible, pero así sucedió; iba corriendo hacia atrás para atrapar una bola alta y no se dio cuenta qué tan cerca estaba la línea de árboles. Tropezó con una raíz y chocó contra el tronco de un árbol con tremendo impacto. Todos vimos el movimiento brusco de su cabeza hacia adelante y, de inmediato, perdió el conocimiento. Tres de sus amigos, dos de ellos paramédicos, llegaron a su lado antes que yo y lo mantuvieron inmóvil mientras otros corrieron a buscar el tablero espinal y un collarín. Antes de que llegara la ambulancia, ya estaba debidamente sujeto, con la columna estabilizada. Al volver en sí, vio a su alrededor todo un equipo de apoyo. Mientras tanto, mi hija, con gran sensatez, corrió a casa con una amiga a recoger lo básico para llevar al hospital. Mientras la camilla rodaba hacia la ambulancia, el pastor nos despidió con una oración, y vimos que el resto de los presentes también nos acompañaba en oración.

    Camino del hospital, Jake, el médico de cabecera de Jason (y miembro de la comunidad) me llamó y fue dándome instrucciones, que yo me esforzaba por oír por encima de la sirena de la ambulancia. Se mantuvo en contacto durante el ingreso a la emergencia, indicándonos qué estudios debíamos solicitar y hablando por nosotros con el personal del hospital. Nunca me dejaron sola cuando intentaba tomar decisiones con serenidad mientras oraba para controlar mi pánico ante la posibilidad de una parálisis o algo peor. Jason permaneció en posición horizontal, con tremendo dolor en la columna, durante semanas, y Jake lo visitó a diario para decidir qué medicación y tratamiento eran los más adecuados y mantener consultas con especialistas y terapeutas hasta que Jason estuvo en pie y volvió a correr (no en partidos de sóftbol).

    Entretanto, y sin que hubiera un árbol de por medio, yo empecé con mis propios síntomas: dolor intenso en las articulaciones, agotamiento y una sensación de pesadez generalizada. Resultó ser artritis reumatoide, una enfermedad en la que nunca había pensado, excepto tal vez asociada a viejos marineros. Igual que Jake, mi médica Anneke no se apartó ni por un momento hasta que la situación estuvo encaminada. Ahora continúa visitándome regularmente mientras yo sigo adelante con mi vida, aunque con un nuevo ritmo (o falta de ritmo, para ser más precisa). Si hubiéramos estado solos como familia, cualquiera de estos episodios habría arruinado no solo nuestra salud sino también nuestra economía y situación laboral.

    Pienso en las enfermeras de la comunidad que visitan los hogares antes y después del nacimiento del bebé, incluso un sábado de noche si el bebé tiene dolor de oído. Y cómo cubren los cuidados posoperatorios o la atención que brindan a los ancianos en el final de su vida. Su trabajo no es otra cosa que amor, ya que no cobran un centavo más que la persona de noventa años a quien cuidan.

    Hay días en que echo de menos tener una tarjeta de crédito; extraño esa sensación gratificante que acompaña a la compra impulsiva. (No extraño el arrepentimiento que sobreviene casi de inmediato). Pero esos días son los menos. Cada año que pasa, veo con mayor claridad por qué vivo de esta manera. Y no es solo por la seguridad, aunque es sin duda tranquilizador saber que un problema grave de salud no nos dejará en bancarrota y que no tengo que preocuparme por hipotecas ni préstamos estudiantiles.

    Dios nos ha dado una familia extendida que busca amar y cuidar unos de otros sin dejar que el dinero se interponga. Es una familia numerosa, y, por lo tanto, soy rica. 


    Traducción de Nora Redaelli

    Contribuido por MaureenSwinger2 Maureen Swinger

    Maureen Swinger es editora de Plough; vive en Fox Hill Bruderhof, en Walden, Nueva York, EE. UU., con su esposo Jason y sus tres hijos.

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