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    US agents take undocumented immigrants into custody near the Texas-Mexico border, July 2014

    Cuando el amor demanda justicia

    Una respuesta cristiana a la crisis migratoria en los Estados Unidos

    por Noel Castellanos

    lunes, 22 de octubre de 2018

    Otros idiomas: English

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    Hace treinta y cinco años que me gradué de la universidad y comencé una vocación de tiempo completo en el ministerio cristiano, deseoso de alcanzar a la gente joven y no creyente con el amor de Cristo. Después de aprender del Dr. John Perkins y su filosofía bíblica y cristiana del desarrollo de la comunidad, me sentí llamado a mudarme con mi joven familia desde el norte de California hasta el centro de la ciudad de Chicago, para ministrar en un barrio mexicano llamado Little Village, «La Villita». Allí tuve el privilegio de contribuir en el establecimiento de una iglesia comprometida con la visión de Perkins.

    Chicago es un lugar poco probable para el establecimiento de inmigrantes mexicanos, por sus fríos intensos y largos inviernos. Pero ha sido el punto de llegada de inmigrantes del sur de la frontera desde el fin del Programa Bracero en 1964. Este programa, creado por el Congreso durante la segunda guerra mundial, apuntaba a resolver la escasez de mano de obra de la nación. Hacia el fin de la guerra, setenta y cinco mil braceros (obreros) estaban trabajando en los Estados Unidos, con más de cincuenta mil en la agricultura, y el resto en la industria ferroviaria.

    En los años siguientes, el crecimiento de la mano de obra mexicana en los Estados Unidos se disparó, y pronto generó una acalorada crítica. Como resultado, en 1954 más de un millón de trabajadores mexicanos fueron deportados en un operativo llamado 'Operation Wetback' (Operación espaldas mojadas). Sin embargo, cuando el Programa Bracero terminó de manera oficial, más de medio millón de mexicanos habían entrado legalmente al país para trabajar. Muchos de ellos se quedaron sin un estatus legal. Por lo general el gobierno se hizo de la vista gorda, ya que mucha de nuestra economía seguía dependiendo de la mano de obra barata proveniente de México.

    Aunque estos trabajadores desempeñaban una función necesaria, sufrieron una dura discriminación. En Texas, donde nací, los mexicanos —igual que los afroamericanos—soportaban los baños «solo para blancos» y las barras de comedores segregados, además de condiciones de vida y trabajo muy deplorables. Aunque mis padres nacieron en los Estados Unidos, trabajaron como jornaleros y obreros en empleos de bajos salarios. Una de las memorias más vívidas de mi infancia fue la advertencia de mi abuelo, un nativo de México que se convirtió en residente permanente de los Estados Unidos tiempo después de cruzar la frontera con su familia, de que me cuidara del maltrato de los 'bolillos', un término popular para los gringos.

    En lugar de enfocarnos en sacar del río a la gente que se ahoga, ¡primero tenemos que ir contracorriente para averiguar quién los está empujando al agua!

    Cuando iniciamos nuestra iglesia y comenzamos a conocer a nuestros vecinos en La Villita, me acordé de mi abuela Juanita. Al llegar a la edad de retirarse, le pidió a uno de mis tíos que la llevara a la oficina de la Social Security Administration (Administración del Seguro Social) en Weslaco, para averiguar a qué beneficios tenía derecho. Después de buscar su número de seguro social, el empleado regresó con malas noticias: «No tenemos registro de que usted haya trabajado alguna vez, o de que haya hecho aportaciones al sistema». La respuesta de mi abuela fue inmediata y furiosa: «¿Cómo que no he trabajado? ¿Qué quiere decir con que nunca trabajé? ¡Todos los días he trabajado en casa criando nueve hijos y ocupándome de mi familia!».

    Lo mismo podría decirse de muchos de mis amigos en La Villita, trabajan muy arduamente cada día, pero con frecuencia reciben poco a cambio.

    Resultó difícil no dejarse inspirar por Leticia. Cuando la conocí, me impresionó su dignidad y determinación por proveer para su familia. Los domingos por la mañana siempre estaba puntual en nuestro servicio de la iglesia, a pesar de que a menudo tenía que caminar con sus hijos más de kilómetro y medio, bajo la lluvia o la nieve, para poder llegar. Sus hijas e hijo siempre eran los niños mejor vestidos de la iglesia, con adornos de encaje y corbata elegante. Cuando llegué a conocerla, me enteré de que era emprendedora: hacía tamales y los vendía, trabajando hasta el cansancio para mantener a sus hijos, al igual que mi abuela. Leticia se levantaba cada día antes de que los gallos en nuestro barrio comenzaran a cantar, para preparar la masa, el puerco y el pollo que necesitaba para los tamales. Ya para las 5:00 am llegaba a su sitio en la calle 31 para ofrecer su deliciosa comida a hombres y mujeres que se encaminaban para trabajar en las fábricas, restaurantes y hoteles. Incluso los jornaleros que se reunían en Home Depot, orando que los recogieran para un trabajo, se detenían a comprar su desayuno con ella. Cuando vendía el último tamal, se apresuraba para regresar a casa, vestir a sus hijos y enviarlos a la escuela.

    Hombres y mujeres trabajadores y esforzados como Leticia constituyen el recurso más valioso de nuestra comunidad inmigrante. Sin embargo, a pesar de todo el esfuerzo y sudor que invierten mis vecinos, parece que apenas la van pasando. A menudo, los padres se ven obligados a dejar a sus hijos adolescentes desatendidos durante horas, ya que trabajan jornadas dobles para cubrir sus necesidades. En demasiados casos esto conduce a travesuras y participación en pandillas.

    Como a un natural de ustedes considerarán al extranjero que resida entre ustedes. Lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fueron ustedes en la tierra de Egipto. Levítico 19:34 (RVA-2015)

    Como iglesia, sentimos que teníamos que tratar de detener ese trágico patrón. Siempre que hablábamos con los padres de sus aspiraciones, de manera inevitable nos mencionaban a sus hijos; al igual que todos los padres, querían una vida mejor para sus hijos y estaban dispuestos a sacrificar sus propias necesidades y deseos para lograrlo. Por ello, nuestra iglesia decidió que enfocáramos nuestros esfuerzos en invertir en los niños y jóvenes. Estaba convencido que con la ética de trabajo existente en nuestra comunidad podríamos generar empleos mejor remunerados, lograr que los jóvenes ingresaran a las universidades, ofrecerle a las familias oportunidades para adquirir casa propia, y ayudar a nuestros vecinos a encontrar la auténtica fe en Jesucristo.

    En los primeros años, nos parecía que estábamos en el camino correcto. La membresía de nuestra iglesia se incrementó con la llegada de residentes del barrio que se comprometieron a amar a sus vecinos y dar testimonio de Cristo en la comunidad. Teníamos programas para combatir la violencia de las pandillas y alcanzar a la juventud. Ofrecíamos préstamos a nuestros miembros para iniciar negocios pequeños, y comenzamos un programa para comprar casa propia. Pusimos en marcha programas educativos y de verano para los niños. Las personas estaban siendo sanadas y transformadas.

    Pero, con el paso del tiempo, comenzamos a notar que faltaba algo en nuestro trabajo de desarrollo de la comunidad cristiana, una carencia que amenazaba cualquier logro que pudieran tener nuestros esfuerzos.

    Mi amigo Fernando siempre estaba trabajando, y parecía que siempre estaba buscando un mejor empleo. Me enteré de que en México había estudiado ingeniería civil. Aquí en los Estados Unidos trabajó en la construcción, en empleos de bajos salarios, para alimentar a su familia. Él estaba deseoso de crecer en su fe, y con frecuencia pasaba a mi casa o a la oficina de la iglesia para platicar. Cuanto más fui conociendo su vida, más comprendí el tremendo poder que ejercía sobre su familia el sistema de inmigración de nuestra nación. Resultó que Fernando era un «ilegal».

    La historia de Fernando no fue una excepción en La Villita, más bien era la norma. Supe que la mayoría de los residentes del vecindario eran inmigrantes mexicanos de primera generación, pero no tenía idea de que muchos de ellos hubieran entrado ilegalmente al país.

    En 1986, el presidente Reagan promulgó como ley su controvertida propuesta de amnistía inmigratoria, abriendo el camino hacia el estatus legal para cerca de tres millones de inmigrantes indocumentados. Aunque esa gigantesca ley ayudó a millones de personas a salir de las sombras de nuestra sociedad, hizo poco por resolver el problema a largo plazo. La incongruente política migratoria de nuestra nación continuó garantizando que fuera una cuestión de tiempo antes de que aumentara otra vez la población de inmigrantes ilegales.

    Actualmente tenemos cerca de once millones de inmigrantes indocumentados en nuestro país, tres veces y media la cantidad que en los días del presidente Reagan. Muchos de ellos participan en el culto de nuestras iglesias como nuestros hermanos y hermanas en Cristo.

    Cuando me mudé a La Villita hace treinta y cinco años, jamás pensé que estaría involucrado en una cuestión tan polémica como la reforma migratoria. Mi motivación simplemente era alcanzar a mis vecinos con las buenas nuevas de Jesucristo y movilizarlos para crear un lugar saludable y floreciente para vivir. Pero, con el paso del tiempo, escuché demasiadas historias de miembros de la iglesia sobre las dificultades de vivir y trabajar sin documentos. Sin un estatus legal, con frecuencia sus empleadores se aprovechan de ellos y tienen que soportar abusos y ultrajes. Conozco a familias que sufren múltiples deportaciones repentinas con consecuencias devastadoras.

    Con la determinación de encontrar una manera de ayudarlos, conecté a varios de mis amigos indocumentados con World Relief (Alivio para el mundo) para que les brindaran asesoría en inmigración. Estaba dispuesto a cubrir los costos que fueran necesarios para que consiguieran la documentación legal que necesitaban. Pronto me di cuenta lo poco que podía hacer, debido al deficiente sistema de inmigración que hacía virtualmente imposible, para cualquiera que viniera a nuestro país debido a dificultades económicas, obtener un estatus legal.

    A medida que pasaba el tiempo, resultaba imposible mantener los ojos cerrados ante esta inhumanidad sistemática. Me convencí de que para ayudar verdaderamente a mis hermanos y hermanas inmigrantes, atrapados en la red de este sistema disfuncional, necesitaba añadir un componente esencial a mi ministerio: la confrontación de la injusticia. En lugar de simplemente culpar a los indocumentados por cruzar nuestras fronteras sin permiso legal, debía reconocer que las causas de raíz son más profundas y más amplias que su arriesgada decisión de migrar hacia el norte. Millones de hombres, mujeres y niños estaban sufriendo terriblemente, y muchos de ellos eran mis vecinos.

    Al vivir junto a mis hermanos y hermanas indocumentados, entendí que invitarlos a otro estudio bíblico, proveerles de una bolsa adicional de alimentos, o establecer un nuevo programa para promover su educación, cualquiera de estas cosas no abordaría el problema fundamental en sus vidas. Así que de manera inesperada, y como una extensión de mi ministerio local, llegué a trabajar para cambiar la política nacional de inmigración. Como Mary Nelson, mi colega en la CCDA (Church Community Development Asociation), hizo notar sobre nuestro trabajo en las comunidades pobres: «En lugar de enfocarnos en sacar del río a la gente que se ahoga, ¡primero tenemos que ir contracorriente para averiguar quién los está empujando al agua!».

    Cuanto más me comprometía al abordar estos problemas sistémicos, más me convencía de que no era solo el comportamiento ilegal de personas indocumentadas lo que había creado el desastre en que nos encontrábamos. Amplios sectores de nuestra economía dependían de la mano de obra barata que aportaban los trabajadores indocumentados, que ahora estaban siendo usados como chivos expiatorios y culpados por los problemas con los que no tenían nada que ver. En particular, los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 y la gran recesión económica que comenzó en 2008, desataron una reacción dura y violenta contra los inmigrantes indocumentados. A menudo le pregunto al Señor por qué fui tan bendecido al haber nacido tan solo a unos kilómetros al norte de la frontera de Texas como ciudadano estadounidense.

    Llevando consigo el carrito de raspado, este oaxaqueño inmigró ilegalmente a EEUU para poder ganar el pan.

    Llevando consigo el carrito de raspado, este oaxaqueño inmigró ilegalmente a EEUU para poder ganar el pan.
    Cortesía de Eneas De Troya

    immigrant mother and child at mexican border Agentes fronterizos estadounidenses detienen a migrantes indocumentadas cerca de la frontera entre México y Texas en julio de 2014.
    John Moore/Getty Images News/Getty Images

    Cuando comencé a abogar por los inmigrantes, me encontré reexaminando mi teología y mi entendimiento de la justicia bíblica. Este no es un tema sobre el cual la Biblia guarda silencio. De principio a fin, la Escritura nos señala a un Dios que pone la periferia de la sociedad en el centro de su amor y preocupación. De antemano estaba convencido de que, como cristianos, somos llamados a amar y servir a los pobres en su sufrimiento. Pero ahora estaba aprendiendo a verlos como víctimas de formas específicas de opresión e injusticia. No eran solo los individuos los que tenían que ser confrontados con sus pecados; también los sistemas injustos debían ser confrontados y cambiados.

    Al leer la Biblia con ojos nuevos, me impactó el deseo de Dios de que cada ser humano experimente su amor y su justicia. Ya desde el primer capítulo del Génesis se nos recuerda que aquellos que ahora se denigran como «ilegales», son nuestros prójimos, seres humanos creados como nosotros a imagen y semejanza de Dios. Tanto la ley mosaica como los profetas del Antiguo Testamento señalan al extranjero y al forastero como los que debemos tratar con justicia y amor. La opresión de cualquier tipo es una abominación a los ojos de Dios, y como cristiano tengo la responsabilidad de confrontarla.

    En la vida de Cristo, en particular, descubrí el apasionante retrato de un Dios que ama plenamente y se pone del lado de los pobres y extranjeros de la sociedad. Dios no se encarnó entre la élite religiosa y política, sino en los que vivían en la periferia judía y romana. Fue concebido en el vientre de María, una joven soltera, un hecho que probablemente creó mucha conmoción en su pueblo natal. En forma similar a muchos jóvenes urbanos de hoy, ella y su prometido tuvieron que enfrentar el escándalo. Una vez que su hijo nació, se vieron obligados a huir a una nación vecina para escapar de la persecución. Al igual que la mayoría de inmigrantes, no pudieron encontrar una vivienda adecuada en su tiempo de crisis y transición.

    Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí. Mateo 25:40 (NVI)

    Incluso una lectura superficial del ministerio de Jesús en los Evangelios nos revela una constante preocupación por los marginados en la sociedad. Las viudas, los lisiados, los extranjeros, los pobres y los que son rechazados se convierten en el eje central de sus encuentros. Cuando hagas una fiesta, enseñó Jesús, no invites a los que pueden devolverte el favor. Más bien, invita al forastero, al extranjero, a los débiles y quebrantados, a los pecadores rechazados, a todos aquellos que normalmente quedan excluidos de la lista de invitados. Cuando se le pidió explicar cómo vivir los dos grandes mandamientos de la Torá, amar a Dios y al prójimo, Jesús contó la historia de un hombre asaltado y golpeado al lado del camino, que fue dejado morir por gente religiosa, pero que recibió amor, bondad y misericordia de manos de un forastero.

    La muerte de Jesús en la cruz es quizá el acto más radical de identificación de Dios con los marginados y humillados. Dios permitió que su Hijo unigénito fuera crucificado junto a criminales, para que todos en la raza humana puedan entender que nadie está fuera de la redención y de la inclusión en su reino.

    Entonces, cuando los defensores cristianos de la inmigración citamos la Biblia, no estamos tratando de apropiarnos de manera arbitraria de algún versículo particular para demostrar nuestro punto de vista. Estamos proclamando la verdad arraigada en la historia total de la obra redentora de Dios que culminó en la cruz. De hecho, estas son buenas nuevas para los pobres y los inmigrantes.

    Después de años de trabajar sobre una reforma migratoria, con poco apoyo de mis hermanos evangélicos conservadores, en el 2013 comencé a ver un cambio dramático. Para sorpresa de muchos observadores seculares, líderes evangélicos respetados comenzaron a ver que el llamado a acoger al inmigrante no es primordialmente un asunto político, sino más bien una demanda del evangelio. (La Iglesia católica romana y las principales iglesias protestantes desde hace mucho han apoyado una reforma migratoria.) Actualmente la Evangelical Immigration Table (Foro evangélico sobre inmigración) representa una de las coaliciones evangélicas más amplias para unirse en torno a un tema común. Una docena importante de organizaciones miembros —que incluye a la CCDA, la cual dirijo— ha hecho el compromiso de seguir trabajando juntos hasta que nuestro país reforme el sistema que perjudica a la gente y a nuestra nación. Hemos llevado este mensaje a las calles de nuestros pueblos y ciudades donde nos encontramos con estas familias, y a las salas del Congreso.

    Lamentablemente, hasta ahora podemos señalar muy pocos logros. La incapacidad de nuestro país para aprobar una legislación que componga el deficiente sistema de inmigración es la causa de la crisis humanitaria que estamos enfrentando en la frontera entre México y Texas. Un número sin precedentes de niños están siendo detenidos y arrestados cuando intentan ingresar a los Estados Unidos sin sus padres.

    Lo que me alienta es ver la respuesta de miles de iglesias y otra gente de buena voluntad. Están mostrando una disposición para involucrarse y contribuir para el cuidado de esos niños vulnerables, muchos de ellos han sido traumatizados durante su viaje por el cansancio, el hambre y el abuso sexual, a manos de coyotes que los traficaron a lo largo de México. Cuando ministramos a estos extranjeros hambrientos y sedientos que llegan a nuestra tierra, tenemos una oportunidad de ministrar al mismo Jesús.

    Oro —y también insto a otros a orar— para que veamos la aprobación de una política migratoria justa y equitativa como ley. Un día, espero contarles a mis nietos la historia, de cómo miles de seguidores de Cristo trabajaron juntos para cambiar la forma en que nuestra sociedad trata a sus miembros más vulnerables. Cada vez que veo la imagen de los niños centroamericanos arrestados en la frontera, me estremezco al pensar en cómo la respuesta de nuestro país debe verse a los ojos de Jesús. Sobre todo, al final de los tiempos deseo escuchar sus palabras: «Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí».


    Traducción de Raúl Serradell

    Nota: Como la versión original de este artículo apareció en 2014, no trata los acontecimientos más recientes de la situación migratoria estadounidense.

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    Contribuido por Noel Castellanos

    Nieto de inmigrantes mexicanos a EEUU, Castellano es CEO de la Christian Community Development Association (Asociación cristiana de desarrollo comunitario), moviemiento de más de quinientas iglesias y organizaciónes comprometidas con transformar comunidades por medio de vivir y trabajar entre los pobres.

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