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    Fresco medieval de la adoración de los reyes magos

    El secreto de los regalos

    Un cuento para el Día de los Reyes

    por Paul Flucke

    jueves, 04 de enero de 2024
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    Este es un cuento que se ha relatado por muchos siglos: es el cuento de Gaspar, Melchor, Baltasar y los regalos que llevaron al Rey recién nacido, quienes vieron la estrella y la siguieron durante muchas semanas, atravesando montañas, valles y desiertos. Ellos, en procesión majestuosa, fueron montados sobre el dorso ondulado de sus animales y presentaron sus tesoros a los pies del niño Jesús.

    ¿Y cuáles fueron estos regalos? ¡Ah! Todo el mundo lo sabe. Trajeron oro, incienso y mirra. Pues así, desde los primeros días, todo el mundo lo ha repetido. Pero están equivocados todos. Porque la historia no está completa; quienes vieron a los reyes viajar contaron solo esta parte de la historia, cómo desmontaron de sus camellos agotados y caminaron hasta la puerta del pobre establo. Observaron cómo los reyes magos cargaron de manera soberana sus joyeros adornados espléndidamente. Todo el mundo vio solo esto y así el cuento fue relatado. Pero no es el cuento completo. Sí, escuchen atentamente y en silencio. Ustedes oirán lo que pasó cuando entraron al establo y aprenderán el secreto de los regalos.

    Gaspar

    El primero de los tres reyes magos en acercarse al establo fue Gaspar. Su capa de terciopelo fino era elegante, con pelaje sin falla. En su cintura y garganta tenía piedras preciosas, él era un hombre rico. Quienes lo observaron solo vieron que se detuvo brevemente enfrente de la puerta. ¡Él reza!, susurraron los unos a los otros cuando sus labios se movieron. Pero estaban equivocados. Ellos no podían ver al ángel Gabriel, quien era guardián de aquel sitio sagrado.

    —¿Y quién entra por aquí? —preguntó, con voz firme pero amable.

    —Yo soy Gaspar y vengo para adorar al Rey. 

    —Te dejo saber que todos los que entren aquí deben dejar un regalo. ¿Has traído uno?

    —Claro que sí, lo tengo —respondió.

    Y subió un estuche fino. Era pequeño, pero tan pesado que casi no podía sostenerlo.

    —He traído barras del oro más puro.

    —Tu regalo debe ser de tu esencia, algo precioso y amado en tu alma y en tu espíritu.

    —Lo he traído —contestó Gaspar con confianza e hizo el ademán de una sonrisa.

    —Entonces así será —accedió el ángel Gabriel, con otra pequeña sonrisa, mientras abría paso a Gaspar.

    Y allá, frente a la pared áspera yacía el Rey, por quién había viajado desde lejos para adorarlo. La luz de la lámpara cayó sobre su carita y brillantes ojos. En las sombras estaban sentados los padres, inmóviles y callados. Más atrás, Gaspar se dio cuenta de la presencia de las ovejas y los bueyes venerando. Gaspar avanzó paso a paso y cuando estuvo a punto de ponerse de rodillas para dar su oro al infante, se detuvo quedándose de pie. En vez del oro, en sus manos extendidas había un martillo. La cabeza marcada y ahumada era más grande que el puño de un hombre y el mango de madera era fuerte y robusto como un antebrazo.

    —¡Pero, pero…! ¿Qué es esto? —Tartamudeó Gaspar. Con mirada pasmada observó la herramienta pesada, mientras escuchaba la suave voz del ángel hablando detrás de él.

    —¡Así será y así es! Has traído tu esencia.

    Gaspar se dio vuelta, respondiendo indignadamente.

    —¿Un martillo? ¿Qué repugnante magia es esta?

    —Ninguna magia, es la verdad. En tus manos ves el martillo de tu codicia. Lo has usado para obtener tu riqueza y oprimir a los pobres trabajadores, por eso vives una vida lujosa. Lo has usado para construir una mansión, mientras los demás viven en casuchas. Lo has levantado contra amigos, convirtiéndoles en tus enemigos, y contra tus enemigos hasta destruirlos.

    Fresco medieval de la adoración de los reyes magos

    Sano di Pietro (1405-1481), Adoración de los reyes magos, Témpera y oro sobre madera. Wikimedia Commons

    Y, de repente, Gaspar supo la verdad. Lleno de vergüenza se dio vuelta para salir, pero Gabriel lo detuvo.

    —No, no salgas todavía, no has dejado tu regalo.

    —¿Ofrecer esto? —Gaspar miró con horror el martillo— ¡No, no puedo dejar esto al santo Rey!

    —Te ruego que lo hagas, déjalo aquí, por eso viniste. Además, no puedes llevarlo contigo, es demasiado pesado. Hace muchos años lo has cargado y cada día te duelen más los brazos. Déjalo aquí o destruirá tu alma.

    Gaspar supo que el ángel hablaba la verdad. No obstante, protestó diciendo que el martillo era muy pesado y que el niño no podría levantarlo.

    —Él es el único que lo puede hacer, contestó el ángel.

    —¡Pero qué peligro! Podría magullarse sus manos o pies.

    —Esta preocupación debes dársela al cielo. El martillo encontrará su propio lugar.

    Muy despacio miró donde el niño Jesús reposaba. Voluntariamente puso el horrendo martillo a los pies del niñito, se paró un instante más para mirar por última vez al niño Salvador y salió con prisa.

    Los que esperaban afuera solo vieron su sonrisa de alegría cuando salió del establo. Levantó sus manos, como si alas de ángeles adornaran sus dedos. Todo el mundo lo vio y así el cuento se ha contado.

    Melchor

    El siguiente rey en acercarse al pesebre fue Melchor, el erudito. No se vestía tan elegante o resplandeciente como Gaspar, ya que su estilo de vida era sencillo, como de intelectual. Su barba era larga y los surcos de su frente mostraban a alguien versado, con la sabiduría de los ancianos. Quienes miraron se callaron cuando Melchor se paró enfrente de la entrada. Solo Melchor pudo ver al ángel en el sitio, resguardando la puerta, y solamente él oyó sus palabras.

    —¿Qué has traído? —preguntó el ángel Gabriel. Y Melchor respondió:

    —Tengo incienso, la fragancia de tierras ocultadas y de siglos pasados.

    —La ofrenda tuya —advirtió Gabriel—, como lo he dicho antes, debe ser la esencia preciosa y amada de tu alma, tu aliento vital.

    —Por supuesto, lo es —contestó el sabio enfáticamente.

    —¡Venga, entre y veremos la verdad! Y le dio paso. 

    Melchor se mantuvo erguido observando y se quedó sin aliento. Durante todos sus años en la búsqueda de la Verdad elusiva, nunca sintió una presencia como esta. Se arrodilló con reverencia, retiró de su túnica su frasco de plata con ungüento precioso y dio un paso hacia atrás. La vasija en sus manos no era de plata; era un recipiente ordinario tinturado de arcilla, algo que se podría encontrar en cualquier sitio humilde. Espantado, arrancó el tapón y olfateó el contenido. Saltó a sus pies y enfrentó al ángel.

    —¡Qué burla! ¡Me han engañado! ¡Es una treta! —Escupió las palabras con furia— ¡No es el incienso que traje!

    —¿Entonces, ¿qué es? —preguntó el ángel.

    —¡Es vinagre! —gritó Melchor bruscamente, como si fuese una maldición y se puso furioso.

    —¡Así será y así es! Tú has traído la esencia de ti mismo, tu carácter.

    —¡Tú eres un ángel de bobos! —Se mofó Melchor.

    Pero Gabriel siguió hablándole.

    —Traes en tu alma la amargura de tu corazón, el vino ácido de una vida llena de odio y envidia. Durante mucho tiempo has llevado dentro de ti la memoria de heridas viejas. Has amontonado resentimientos y has estallado las chispas de tu furia hasta convertirlas en brasas que queman tu alma. Has buscado el conocimiento auténtico, pero has llenado tu vida con veneno.

    Mientras Melchor escuchaba estas verdades, sus hombros se desplomaron y se dio vuelta, su cara se apartó de Gabriel, tanteó a ciegas en la túnica para ocultar el cacharro y, silenciosamente, se acercó a la puerta.

    Con gentileza y sonriendo, Gabriel puso la mano sobre el brazo del rey.

    —¡Espera! Deja tu regalo.

    Apenado y afligido desde lo más íntimo respondió:

    —¡Cómo quisiera hacerlo! ¡Cuánto tiempo he anhelado que mi espíritu y mi alma sean descargadas y purificadas de mi amargura! Mi amigo, me has revelado la verdad, pero no puedo dejar esta amargura aquí a los pies del Amor y de la Inocencia.

    —Pero tú puedes y debes —explicó Gabriel—. Si deseas ser librado y purificado, este es el único lugar donde puedes dejarlos.

    —Esto es un líquido vil y despreciable —protestó Melchor con enfado— ¿Qué pasaría si el niñito lo tocara con sus labios?

    —Esta preocupación déjala al Reino de los cielos. Porque hasta en el cielo hay uso para el vinagre…

    Por fin, Melchor ofreció su regalo ante el Salvador. Los que miraban dijeron que, cuando salió del establo, sus ojos y su expresión reflejaban la luz de la claridad y verdadera felicidad. Su apariencia también era tranquila como la de un joven, mientras elevó su cara para contemplar el horizonte que nunca había visto antes. En esto, por lo menos, el cuento es correcto y justo.

    Baltasar

    Quedaba un rey más esperando para dar su ofrenda. Él se adelantó con la espalda recta y firme como un árbol; sus hombros parecían una viga de roble y su conducta era como la de un militar. Ese era Baltasar, líder de legiones, aflicción y molestia de incontables ciudades amuralladas. Apretó el mango de ébano pulido, aguantó su caja encuadernada de latón y un murmullo pasó entre los vigilantes mientras vieron al rey vacilando en la entrada. 

    Miren —susurraron en voz baja—, también el poderoso Baltasar hace reverencia ante el niñito, quien le espera adentro. Ahora sabemos que fue la presencia del ángel Gabriel que causó la vacilación del guerrero, de la misma manera le preguntó:

    —¿Traes un regalo?

    —¡De cierto! —respondió—. Yo traigo un regalo que es mirra, el más precioso robo de mi victoria más brava. Gran número de personas han peleado y muerto desde hace siglos para conseguir este botín. Es la esencia natural herbaria más rara.

    —¿Pero es la esencia de ti mismo? —preguntó el ángel.

    —Lo es —respondió el general.

    —Entonces, entra y vamos a ver.

    Baltasar, como siempre, sin temor, entró. No estaba preparado para resistir la ola de asombro que experimentaría al ingresar al sagrado sitio del niño Jesús. Nunca antes había sentido tanta debilidad en sus rodillas. Cerrando sus ojos, se arrodilló y paso a paso se arrastró en reverencia por su camita de paja. Se agachó muy bajito, a nivel de la tierra, y se desprendió despacio del mango del estuche; levantó su cara y, al abrir sus ojos, lo que apareció a los pies del infante fue su propia lanza. El bastón redondo relucía, con la humedad del sudor de las palmas de sus manos y los bordes de la punta aguda capturaron la trémula luz de la lámpara.

    —¡Cómo ha de ser, no es posible! —gritó él en voz baja y ronca— ¡Algún enemigo me ha lanzado un embrujo!

    —Precisamente y más aún por la realidad que ahora sabes —dijo el ángel Gabriel en voz alta detrás de él—. Una millonada de enemigos te ha hechizado y convertido tu alma en una lanza.

    —¡Tú hablas acertijos! —gritó el sabio y dio vuelta hacia el ángel— ¡Te enseñaré a bramar en un momento como este! —y levantó su puño para pegarle.

    El ángel no dio ni un respingo y continuó:

    —Viviendo solamente para vencer, tú mismo has sido conquistado. Cada batalla triunfante te resultará, no obstante, en otra con un adversario más feroz.

    —¿Piensa que me gusta matar? —Demandó—. Ustedes los ángeles no saben nada de este mundo. Yo soy el defensor de mi pueblo. Sin mi lanza no habría ganado las batallas y todos nosotros habríamos sido destruidos hace mucho tiempo. Ahora mismo el enemigo conspira invadirnos. Tan pronto como salga de este santo sitio, tengo que reclutar más hombres y comprar más lanzas para armarles, y…

    —¿Más? ¿Para qué? —interrumpió Gabriel con toda calma.

    —Pues para tener más de las que nuestros enemigos tienen.

    —¿Que harán entonces ellos? —preguntó el ángel bajito— ¿Necesitarán también más armas?

    Baltasar percibió las palabras del ángel e hicieron eco en lo más profundo de su alma, recordándole algo familiar ¿Era esta la misma pregunta que a veces se había cuestionado?, la duda vibró silenciosa, muy rápidamente, por la mente de alguien acostumbrado a nunca dudar. El sabio vaciló un momento, entonces, recobró el control, extendió la mano para coger su lanza y viró para salir.

    —¡No puedo dejar esta lanza aquí! Mi pueblo la necesitará y no podemos abandonar ni una sola.

    —¿Estás seguro que puedes quedarte con ella?

    —Nos matarán si dejamos nuestras lanzas —explicó Baltasar impaciente— ¡No podemos arriesgarnos!

    —Sí, es un riesgo, pero la vía de ustedes es la certeza, ¿cierto?, una certeza de lanzas.

    Otra vez vaciló y el sudor de sus palmas humedeció el mango alisado de la lanza. Gotas de sudor salieron de su frente, mientras las palabras reveladoras y poderosas del ángel hablaron por siglos de espíritu instintivo y combativo. Después de un tiempo, Baltasar soltó la lanza y se desplomó en el piso. Y, mirando al niñito Jesús ante sus pies, cuchicheó preocupado al ángel:

    —¿Estás seguro que debo dejarla aquí con él?

    El ángel después de una prolongada exhalación cuchicheó al sabio. 

    —Ten por seguro, que este es el único lugar para dejarla.

    —Pero, con la lanza aguda, el niño Jesús puede cortarse y lastimar su piel.

    —Esta aprensión debes dejarla a Dios en los cielos.

    Y dicen que Baltasar salió calmado del establo, con sus brazos colgando tranquilos a lado y lado de su cuerpo, y que, primero, caminó hacia donde le esperaban Gaspar y Melchor, abrazándolos como hermanos; luego, girando hacia los vigilantes, se dirigió hacia ellos, abrazándolos, como si saludara a unos amigos que no había visto hace muchos años.

    Así se ha relatado siempre el cuento de los regalos. Pero, ustedes que han escuchado bien, ahora saben la verdad y pueden también arrodillarse delante del niñito Jesús y dejar todas las maldades invisibles y ocultas que no pueden dejar en ninguna otra parte. Después de visitar el Nacimiento, ustedes también, como los tres Reyes visitantes, serán sanados y perdonados del pasado y podrán seguir adelante.

    ¡Ah! Pero se preguntarán acerca de los regalos, ¿qué pasó con el martillo, el vinagre y la lanza? Hay otra historia acerca de estos, de cómo aparecieron otra vez, muchos años después, sobre una cumbre solitaria en las afueras de Jerusalén. Pero no se preocupen por esta carga pesada, porque los cielos la cargarán sobre sí eternamente.


    Traducción de Caleb Trapnell
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