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En este artículo compuesto por extractos de cartas escritas a hombres y mujeres encarcelados, Stan, un judío sobreviviente del Holocausto, trata los temas de guerra y paz, sufrimiento en el mundo y nuestras actitudes frente a aquellos.
Desde luego que uno se siente solidario con el lado sufriente y oprimido. Y esto debe ser verdad también para las iglesias, para quienes es obligación, más que obligación, mandamiento, representarlos. Pero no bajo determinada bandera en contra de otra bandera, sino bajo el Espíritu Santo, que es amor y compasión (para todos) contra el espíritu de posesión, violencia y opresión (que también se apodera de todos, sin respetar fronteras). Creo que sólo las iglesias pueden reconocer (y representar) que el plano de las luchas políticas es segundario a ese otro plano, primario ése, en el cual se juegan los movimientos de nuestros pecados básicos. En este plano, que es bien conocido a las iglesias, si quiero respeto, justicia y paz para determinado grupo social o determinado pueblo, debo quererlo para todo el mundo, sin distinción de fronteras.
Las condiciones políticas y sociales en el tiempo de Jesús eran las mismitas que hoy. En medio de estas condiciones, Jesús nos manda amar al enemigo. Parece una exigencia tan más allá de nuestra capacidad (en todo caso más allá de la mía), y sin embargo es su mandamiento. Lo que sí sé es que por lo pronto se me pide acciones, porque «amores son acciones», actitudes y reconocimiento de mi propia responsabilidad como creyente. Si yo he de preguntarme cómo hago para amar a mi opresor, tal vez me acuerdo de que también se me dijo de primero buscar el Reino de Dios, y que todo lo demás será añadido. Ahora bien, «buscar el Reino de Dios» para mi significa encontrar (o contribuir a crear) el lugar donde se vive de acuerdo a su Espíritu, y donde en consecuencia ya no hay "enemigos". Esto desde luego no soluciona mi problema, pero lo coloca en un plano más comprensible porque más universal.
Me doy cuenta de que no hay una continuidad perfectamente lógica en lo que trato de decir, pero habrás comprendido los problemas que me causa observar la noble y altruista dedicación de una bellísima persona a una legítima causa, como las ha habido tantas en la historia, y que sin embargo esta dedicación ya lleva en sí el germen de futuros conflictos, de signos contrarios, pero ... iguales.
Bonhoeffer habla de «letzten Dingen und vorletzren Dingen» (las últimas cosas y las penúltimas cosas). Las penúltimas son aquellas inspiradas por altos y desde luego legítimos sentidos morales y éticos. Las últimas son las cosas inspiradas por el Espíritu Santo. Siempre me he impresionado esta distinción. Y fíjate que él mismo, muy conscientemente, participó en actividad militar (contra Alemania), sujeto a un indecible y penoso conflicto de conciencia.
Debo persuadirte de que me diste demasiado crédito por haberme referido a un pensamiento de Bonhoeffer, que de verdad es excelente y pone en claro una relación entre dos conceptos que cuando confundidos unos con otros causan enorme y dolorosa confusión. ¡Tú honesta confesión de que a veces confundes lo penúltimo con lo último me obliga a revisar la atrevida seguridad que yo tenía de que a mí esto no me pasaba! Pero donde sí tocaste un nervio vivo era cuando admitiste que te «escudabas en las últimas para justificar tu temor, vagancia o indiferencia de no esforzarte o arriesgarte en las penúltimas».
Las condiciones políticas y sociales en el tiempo de Jesús eran las mismitas que hoy. En medio de estas condiciones, Jesús nos manda amar al enemigo.
Sabiendo que por mi naturaleza soy temeroso, vago e indiferente, me he preguntado muchas veces si no es por conveniencia que hago ciertas elecciones, evito ciertos actos y advierto del peligro de caer en actitudes seculares o mundanas en lugar de las que pertenecen y corresponden a la Iglesia. Pero creo que aquí hay que andar con pie de plomo antes de apurar juicio. Luchar por las «penúltimas» cosas es sincero, abnegado, decente y heroico en el nivel de la persona que lo hace con toda convicción, y hasta es necesario en el nivel social, si se quiere, y cuenta con nuestra simpatía— ¿pero no es combatir el mal en el mundo con los medios del mundo? ¿Qué bien sabemos que es imposible? ¿Qué agrega más mal al mal?
Aquí sólo salva y resuelve el sermón de la Montaña. Más allá de nuestra lógica, de nuestra razón, de nuestros mejores preceptos morales y éticos —casi diría, obligándonos a recorrer a la fe, a nuestra fe, para que las cosas hagan otra vez sentido ¡para el creyente! Visto humanamente, se podría decir que la decisión (por ejemplo de no participar en determinada manifestación) permite que coincidan en ella un acerrado criterio espiritual, con una conveniencia personal. ¡Aceptémoslo! Si estamos decididos a seguir fieles al Espíritu hasta el fin («aunque vengan degollando», como dice Martín Fierro), no faltarán oportunidades de manifestar nuestra lealtad, empezando con las más mínimas cosas de la vida diaria, y dejando en manos de Dios lo que todavía me pidiere en el futuro.
Muy penetrantes tus líneas «¡que nuestras cuitas no nos causen a enconcharnos y que quedemos abiertos a la solidaridad!» Tú te imaginarás muy bien cómo nos afecta la situación en el Medio Oriente. Qué oportunidad que se perdió el pueblo judío —y digo pueblo judío, ¡no Israel!— que son tan semitas como sus primos —para no decir hermanos árabes— de satisfacer su vocación, que esta vocación es lo único que los hace pueblo judío, de obedecer a Dios que es eso precisamente su vocación (Levítico 19:32-33), y de hermanarse gente con gente, con sus vecinos, quienes somos nosotros cristianos, para acusarlos, que estamos haciendo lo mismo...
Estoy contigo: perder la esperanza en el mundo, sí, pero no la preocupación por el mundo. Sí, el Reino, y precisamente porque suena tan a misterio «a la misma vez venidero y a mano» es verdad, porque a nosotros la verdad siempre se revela en el misterio. Tengo absolutamente fe de que el Reino, aun siendo venidero, se revela entre nosotros en forma esbozada tal vez pero al mismo tiempo en las realidades del amor, de la paz, de la fe. Y repito tus propias palabras: sólo así podemos enfrentar con alegría las tristezas de la vida.
Querido hermano: ¡tú me preguntas cómo lidiar contra prejuicios e ignorancias! ¡Lo mismo podría yo preguntarte a ti! La única ventaja que tal vez te lleve yo es que yo me encuentro físicamente rodeado por hermanos y hermanas que han prometido corregirme cuando se den cuenta. Y sentirme amonestado yo cuando leo que Msr. Romero habla. De «los que me odian son también mis hermanos». Interiorizarme de tales actitudes son momentos en los cuales se le revela a uno la maravilla, el misterio de la «otra» dimensión que es la del Evangelio, y que esta dimensión nos ha hecho accesible por la Palabra, por Cristo, y por sus apóstoles y profetas. Y Romero es uno de ellos.
Estoy del todo contigo cuando aclaras y defines más estrechamente los términos según los cuales debemos reconocer nuestra responsabilidad. Hablando por mí sólo diría hay más que responsabilidad: hay culpa desde el mismo momento en el cual me aparto del Sermón de la Montaña. Y con esto no implico que esté en mis manos evitar esta culpa, sino que declaro que únicamente la piedad de Cristo me libera de esta culpa. Y sin embargo quiero dar todo lo que puedo en aras de esta «Revolución de Dios».
Ojalá nos dé Dios la humildad, la simplicidad, la dedicación y la fe que exige la hora, El mundo «mundo» es más terrible de día en día. Ojalá lo veamos todos, ojalá reconozcamos las culpas y las nuestras, ojalá contemos todos con la misericordia de Dios.

Parte izquierda del mural de Diego Rivera Epopeya del pueblo mexicano, en el Palacio nacional de México.
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Fuente: Wikimedia Commons