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    Christus trägt das Kreuz  (Ausschnitt) Jan Sanders van Hemessen (ca.1500-1575)

    Infiernos compartidos

    Una meditación para la cuaresma

    por Peter Kreeft

    lunes, 19 de marzo de 2018

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    Si no fuera por la cruz, yo nunca podría creer en Dios. El único Dios en el que creo es el que Nietzche ridiculizó como «el Dios de la cruz». En el mundo real del dolor, ¿cómo uno podría adorar un dios que es inmune al mismo? He entrado en muchos templos budistas, y he estado respetuosamente delante de la estatua de Buda, con sus piernas entrecruzadas, sus brazos doblados, sus ojos cerrados, el esbozo de una leve sonrisa en su boca y el aspecto distante de su rostro, desconectado de las agonías del mundo. Pero, en cada ocasión, después de un rato, me he tenido que retirar. Y, en la imaginación, en su lugar viene a mi mente aquella figura solitaria, torturada y desfigurada, sobre la cruz, con clavos que atraviesan sus manos y sus pies, con la espalda lacerada y las extremidades descoyuntadas, la frente ensangrentada por las espinas, la boca reseca con una sed insoportable, sumida en la oscuridad del abandono divino. ¡Ese es Dios para mí! Él puso a un lado su inmunidad al dolor. Entró a nuestro mundo de carne y sangre, llanto y muerte. Él padeció por nosotros. — John Stott.

    El calvario es judo. Se usa el propio poder del enemigo para derrotarlo. La trama astutamente orquestada de Satanás, desarrollada de acuerdo al plan por sus agentes: Judas, Pilatos, Herodes y Caifás; culminó en la muerte de Dios. Pero este solo evento, la conclusión de Satanás, fue la premisa de Dios. El fin de Satanás fue el medio de Dios. Al morir libremente en nuestro lugar, Dios ganó para sí a los cautivos de Satanás, es decir a nosotros.

    Por supuesto, es la historia más conocida, la más contada en el mundo. Pero también es la más extraña, y nunca ha perdido su extrañeza ni su asombro, ni la perderá en la eternidad, donde los ángeles tiemblan al contemplar las cosas que nos hacen bostezar. Y, por extraño que parezca, es la única llave que encaja en la cerradura de nuestras atormentadas vidas y necesidades. Necesitábamos un cirujano, él vino y penetró nuestras heridas con sus manos ensangrentadas. No nos dio un placebo, una píldora o un buen consejo: se dio a sí mismo.

    Él vino. Ingresó en el tiempo, en el espacio y en el sufrimiento. Vino como un amante; hizo lo más importante y entregó el don más importante: se dio a sí mismo. Es el regalo de un amante. Por nuestras lágrimas, nuestra espera, nuestra oscuridad, nuestra agónica soledad, nuestro llanto e incertidumbre, nuestro clamor: «Mi Dios, mi Dios, ¿por qué me has abandonado?». Él vino, experimentándolo todo, precisamente hasta ese clamor.

    Él se sienta junto a nosotros, como el agua en el fondo, en las peores situaciones de nuestras vidas. ¿Estamos destrozados? Él fue quebrantado con nosotros. ¿Somos rechazados? ¿La gente nos desprecia, no por nuestras malas obras, sino por las buenas, o por nuestros buenos intentos? Él fue «despreciado y rechazado por los hombres». ¿Lloramos? ¿Se ha convertido la aflicción en nuestro acompañante cotidiano, en un horripilante espíritu familiar? ¿Alguna vez hemos dicho: «¡Oh, no, otra vez no, ya no puedo soportar más!»? ¿La gente nos malinterpreta, se aparta de nosotros? Ellos evitaron mirar a Jesús, como si fuera un excluido, un leproso. ¿Ha sido traicionado nuestro amor? ¿Se han roto nuestras relaciones más queridas? Jesús también amó y fue traicionado por los que amaba. «Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron.»

    ¿Parece a veces como si la vida nos hubiera pasado por alto y nos hubiera ignorado, como si estuviéramos hundidos en la inutilidad y el olvido? Jesús se hunde con nosotros, también él fue ignorado y excluido por el mundo. Su camino de amor sufriente fue rechazado; sus propios seguidores fueron con frecuencia los más culpables de todos, pues han hecho de su nombre un escándalo, especialmente su propio pueblo escogido. ¿O qué judío encuentra la senda hacia él, libre de las armas rotas de prejuicios sangrientos? Hemos hecho casi imposible, para su propio pueblo, el amarlo, verlo tal como es, libre del humo de la batalla y el holocausto.

    Christus trägt das Kreuz  (Ausschnitt) Jan Sanders van Hemessen (ca.1500-1575)

    ¿Cómo nos ve ahora? Con pesar continuo, pero nunca con desprecio. Nosotros aumentamos sus heridas. Hay dos mil clavos en su cruz. Nosotros —sus amados, anhelados y apasionadamente deseados—, siempre somos fríos, correctos y distantes hacia él. Pero él todavía sigue velando sobre el mundo como una gallina sobre sus huevos, como una madre que ha tenido a todos sus queridos hijos en su contra. «¿Puede una madre abandonar a su pequeño? Aun así yo no te abandonaré». Él se sienta a nuestro lado no solo en nuestros sufrimientos sino incluso en nuestros pecados. Él no aparta su rostro de nosotros, por mucho que apartemos nuestros rostros de él.

    ¿Será que él desciende en todos nuestros infiernos? Sí. En la inolvidable expresión de Corrie ten Boom, del fondo de un campo de muerte nazi: «No importa lo profunda que sea nuestra oscuridad, él es aún más profundo». ¿Será que él desciende en la violencia? Sí, al sufrir y dejarnos la solución que hasta el día de hoy únicamente algunas almas valientes se han atrevido a probar, la más notable en nuestra memoria no es un cristiano sino un hindú. ¿Será que él desciende hasta la locura? Sí, también hasta esa oscuridad. ¿Incluso hasta la locura del suicidio, podrá también estar allí? Sí, lo puede hacer. «Porque incluso la oscuridad no es oscura para él». Él resplandece o produce luz incluso allí, en la oscuridad de la mente, aunque quizá no sino hasta el mundo venidero, hasta la liberación de la muerte.

    Él no aparta su rostro de nosotros, por mucho que apartemos nuestros rostros de él. 

    Amor es la razón de su venida, todo por amor. El zumbido de las moscas alrededor de la cruz; los golpes del martillo romano sobre los clavos, cuando le perforaban su carne extremadamente suave; el aplastante golpe de su propio pueblo —infinitamente más duro—, martillando el odio en su corazón. ¿Y todo por qué? Por amor. Dios es amor, como el sol es fuego y luz; y no puede dejar de amar más de lo que el sol puede dejar de brillar.

    De aquí en adelante, cuando sentimos los martillos de la vida golpeando nuestras cabezas o nuestros corazones, podemos saber —debemos saber—, que él está aquí con nosotros, recibiendo nuestros golpes. Cada lágrima que derramamos se convierte en su lágrima. Puede que no las seque todavía, pero las hace suyas. ¿Preferiríamos tener nuestros ojos secos o los suyos llenos de lágrimas? Él vino, y está presente, eso es lo importante. Si él no sana ahora todas nuestras quebrantadas vidas, amores y huesos, viene a ellos y se quebranta, como el pan, y nos sustenta. Nos muestra que de aquí en adelante podemos usar nuestro quebrantamiento como sustento para los que amamos. Ya que somos su cuerpo, también somos el pan que se parte para los demás. Nuestros mismos fracasos ayudan a sanar otras vidas; nuestras propias lágrimas ayudan a secar otras lágrimas; el ser aborrecidos ayuda a los que amamos. Cuando aquellos a los que amamos se frustran de nosotros, él se mantiene abierto y dispuesto.

    La respuesta de Dios al problema del sufrimiento no solo aconteció realmente hace dos mil años, sino que todavía sucede en nuestras propias vidas. ¡La solución para nuestro sufrimiento es nuestro sufrimiento! Todos nuestros sufrimientos pueden convertirse en parte de su obra, la obra suprema jamás realizada, la obra de salvación, de ayudar a que los que amamos reciban la alegría eterna.


    Traducción de Raúl Serradell

    Extraído y traducido de Bread and Wine: Readings for Lent and Easter.

    Christ Carrying The Cross

    Jan van Hemessen, Cristo llevando la cruz (detalle).
    Ver imagen entera.

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