A finales de abril, Susannah Black, editora de Plough, se entrevistó con la Dra. L.S. Dugdale, especialista en ética médica en el hospital New York-Presbyterian de la universidad Columbia de Nueva York. La conversación brinda una visión realista de los desafíos de trabajar durante la pandemia de COVID-19 en una de las ciudades más afectadas de todo el mundo.

Plough: ¿Podría usted describir su trabajo? ¿Cómo ha cambiado su trabajo durante las últimas semanas?

Dugdale: Mi vida clínica en tiempos normales es de médica de cabecera. También dirijo el Center for Clinical Medical Ethics (Centro de ética médica-clínica) de la universidad de Columbia, que se enfoca en la relación entre médico y paciente y los temas éticos que surgen en el cuidado de los enfermos. He estado… pues, bastante ocupada durante las últimas semanas.

Al principio, trabajé en una extensión de Emergencias, atendiendo pacientes sospechosos de tener el coronavirus, que no estaban tan enfermos. Luego, se corrió la voz de que si estaban enfermos, pero respirando normal, entonces quizá tendrían el virus pero se debían quedar en casa. Por tanto, las únicas personas que llegaban al hospital estaban muy enfermas. Me encontré en Emergencias, cuidando a muchos, muchísimos pacientes que estaban ingresando al hospital.

Dra. L.S. Dugdale, médica en ética y doctora en el New York-Presbyterian Hospital de la universidad Columbia.

¿Podría hablar sobre los problemas éticos que los médicos se han enfrentado en este contexto?

Ante la probabilidad de escaseces, los hospitales se han esforzado en elaborar políticas para guiar la distribución de los ventiladores u otros recursos escasos. Hemos discutido ajustes precisos, revisando bibliografía, hablado con otros institutos. Por suerte la situación todavía no ha llegado al extremo en Nueva York; nos preparamos para algo que no ocurrió tan severo como pudo haber pasado. Eso es lo que uno espera al prepararse para tales eventos.

Ha sido un tiempo de deliberaciones intensas. Un hospital en la ciudad de Nueva York apareció en las noticias porque estaba acortando la reanimación cardiopulmonar (RCP) en la sala de Emergencias para los pacientes con coronavirus, incluso para aquellos sin una orden de no reanimar (ONR). Otros hospitales, de manera formal o informal, han considerado implementar la misma práctica.

La lógica es que, para empezar, hay una gran cantidad de personas involucradas en el intento de reanimación. Es una situación que requiere la ayuda de todos. Y todos están usando una gran cantidad de equipo de protección individual (EPI). Además, el mismo acto de reanimación provoca la expansión del virus por el aire, lo que aumenta el riesgo de contagio para el personal. Como todos saben, tenemos escaseces de personal y de equipo. Además, en el mejor escenario la reanimación es una propuesta riesgosa. Cada persona que resurge con éxito se debe conectar a un ventilador, y al insertar un tubo respiratorio puede provocar mayor propagación del virus. Algunos cálculos indican que menos del 20% de las personas que reciben la RCP salen vivos del hospital. ¿Por qué reanimar a personas para quienes no hay un beneficio a largo plazo —argumentaron algunos— arriesgándonos y usando equipo que no tenemos?

El problema con hacer una política general de ONR para todos los pacientes con el coronavirus, es que la presencia del virus no significa necesariamente que no podamos reanimarles. Si un paciente relativamente joven y sano llega al hospital con un ataque cardiaco, podríamos reiniciar los latidos del corazón con bastante facilidad. Pero, si este paciente además tiene coronavirus. con una política general, éste se muere.

No es una situación hipotética: escuché de otros hospitales en otros estados que tienen políticas generales de ONR para el coronavirus. Esa decisión no se debe tomar solo en base de una prueba positiva para el virus.

¿Cuál fue su lógica al considerar las consecuencias de la asignación de ventiladores?

Las leyes neoyorquinas realmente buscan proteger a los pacientes. La Ley de Decisión de Atención Médica Familiar del 2010 dice que, si los pacientes o sus familias quieren intentar la RCP, los médicos no pueden negarla, incluso si ellos creen que servirá de poco o ningún beneficio. Sin embargo, también tenemos directrices vigentes desde 2015 acerca de la asignación de los ventiladores: no son baratos, cuestan unos $25.000 dólares cada uno y no necesariamente queremos acumularlos. Es un ejemplo de la interrogante de cómo distribuir los recursos en general.

Los hospitales han usado esas normas de 2015 para ayudarse a considerar los temas involucrados en la asignación de los ventiladores. ¿Debería ser un factor la edad? ¿El grado de enfermedad? Si un adulto y un niño necesitan un ventilador, ¿damos la preferencia al niño? ¿Debería ser por orden de llegada? Las personas han debatido este tipo de pregunta.

¿Podría hablar sobre una situación cuando en un hospital se llegó a una conclusión con la cual usted no estaba de acuerdo, y contarnos por qué?

Las normas de 2015 exponen una lista de criterios de exclusión, lo cual significa que si un paciente que llega al hospital presente cualquiera de ellos, él o ella no recibiría un ventilador durante un momento de escasez. Los criterios son bastante extremos: por ejemplo, un derrame cerebral masivo que va a causar la muerte, o un paciente invadido de un cáncer maligno. Estas personas se están muriendo pese a cualquier intervención que se pueda hacer. En los casos en que la muerte es inminente de verdad, la exclusión es apropiada.

Pero en otros estados, han considerado criterios menos exigentes. En un momento, Alabama tenía una lista de normas que incluía el “retraso mental” —sí, usaron ese término— como criterio de exclusión. Desde entonces, Alabama ha desautorizado esos criterios, pero el hecho de que un estado haya considerado una vez la capacidad cognitiva como criterio para no recibir ventilación, es sumamente preocupante. Cuando no hay muerte inminente, se está juzgando si la vida de otro vale la pena o no vivirla. Eso simplemente está mal.

De igual modo, la discriminación generalizada por edad está mal. A veces las personas de unos 40 años de edad se están muriendo de un cáncer avanzado. ¿Podemos decir que una persona así debería recibir un ventilador mecánico en lugar de un paciente sano de setenta años? Los límites estrictos basados en la edad no ayudan.

En los círculos médicos, con todas estas interrogativas sobre la distribución de recursos, el impulso es: ¿Cómo salvamos la mejor cantidad de vidas posible?

En los círculos médicos, con todas estas interrogativas sobre la distribución de recursos, el impulso es: ¿Cómo salvamos la mejor cantidad de vidas posible? Es una motivación “pro-vida” de verdad.

A menudo, la gente me pregunta: ¿No es esa una decisión utilitaria? ¿Cómo puede usted hacer el triaje con la conciencia tranquila? Pero si se hacen bien estas decisiones —y que eso no siempre es el caso— la “calidad de vida” no es la medida clave; no estamos aquí para juzgar cuál vida merece seguir existiendo. No estamos aquí para jugar a ser Dios. Repito, nuestra meta es salvar la mayor cantidad posible de personas. En algunos casos, queda claro que la persona está tan enferma que se va a morir, sin importar lo que hagamos.

Así pues, ¿qué hacemos si nuestras manos están atadas y solo podemos ayudar a cierta cantidad de personas? No vamos a abandonar a los demás en la vereda, pero, ¿cómo priorizamos? De esta manera: realmente sabemos con bastante claridad quién no va a sobrevivir este virus. Somos médicos y deseamos que las personas vivan, sin embargo, si la persona de cuarenta años se va a morir sin un ventilador, y puede sanar con uno, mientras que la de noventa años tiene un 98% de probabilidad de fallecer, incluso con el ventilador, entonces ¿le damos el único ventilador disponible a quien tiene mayor probabilidad de sobrevivir? Sí, pero esto no quiere decir que la vida de la persona con noventa años valga menos. Debo mencionar también que cuando es probable que la ventilación beneficiará a dos personas y solo queda una máquina, muchos hospitales han considerado implementar una política por orden de llegada. Quiero subrayar que todos estos debates han sido teóricos; y por suerte no hemos tenido que tomar este tipo de decisión.

Estaba reflexionando si el concepto de triaje se vincula, de manera inherente, al utilitarismo. Al escucharle a usted, no creo que sea así. Creo que pertenece al hecho de la limitación en este mundo. También se puede abogar por el triaje desde la ética de las virtudes.

Estoy de acuerdo. Es un simple principio de beneficencia, de hacer el bien. La benevolencia, la buena voluntad, sería la virtud que corresponde. Implica querer hacer el bien, querer salvar vidas. Nadie estaría discutiendo esto para liquidar a personas viejas o enfermas, sino para que la gente viva salva y sana, y por eso nos preguntamos: ¿cómo podemos ayudar a la mayor cantidad de personas? Por suerte, no hemos tenido que tomar esas decisiones en la ciudad de Nueva York, durante este tiempo, y por eso estamos agradecidos.

¿Qué ha sido lo más difícil para usted en las últimas semanas?

Lo que nos ha impactado es lo impersonal que se ha vuelto el cuidado de los pacientes, un hecho muy difícil para nosotros los médicos y las enfermeras. El meollo de cómo hemos socializado es cuidar al paciente en frente nuestro y priorizar el bien de él o ella. Pero durante una pandemia, ese enfoque cambia y hay que pensar en términos de poblaciones. Incluso si solo es la población de nuestro hospital, de repente tenemos que pensar no solo en esa persona frente a nosotros sino también en todos aquellos que están esperando en la sala de Emergencias.

Lo que le da vida a la práctica de Medicina es conocer a los pacientes como personas, encontrarnos con sus familias, comprenderlos como seres humanos con pasiones, sueños, comunidades e historias.

Además de lo anterior, no hemos podido hablar con nuestros pacientes, en parte por su gravedad y por la supervisión remota que se ha implementado para limitar nuestra exposición al virus. Este hecho ha cambiado la práctica tan sagrada de cuidar de los enfermos, transformándola en el monitoreo impersonal de pantallas. Esto es, con toda probabilidad, lo más difícil para muchos de nosotros. Lo que le da vida a la práctica de Medicina es conocer a los pacientes como personas, encontrarnos con sus familias, comprenderlos como seres humanos con pasiones, sueños, comunidades e historias.

Uno de los principios más importantes de la ética médica contemporánea es respeto a la autonomía. Dentro del marco de una epidemia, una actitud más paternalista por parte de los médicos parece ser necesaria; es decir, la autonomía no es exactamente una buena medida del “deber”, o por lo menos no es decisiva, porque tu elección autónoma pondrá en peligro a otros. ¿Qué piensa usted al respecto?

Usted está en lo cierto. La autonomía suele ser primordial en la ética médica contemporánea, pero durante una pandemia se deja a un lado. Aunque sin duda hay coincidencia también. Otros aspectos claves de la ética médica —por ejemplo, no hacer daño, hacer el bien— no se dejan a un lado. No es estar en contra de los deseos y derechos individuales, sino tenerlos en balance con el bien común. Aquí uno se topa con situaciones difíciles. En estos tiempos, hay otros temas centrales de la ética para la salud pública que cobran importancia: el deber de planificar, de prever, y prepararse bien. Sin duda, hay un cambio.

Parece que, durante una pandemia, vemos las realidades éticas que quizá están escondidas en otros momentos. Por ejemplo, imagínate a alguien, recién diagnosticado con problema cardiaco, ejerciendo su autonomía al decir: yo seguiré comiendo tocino. Hablar así no es responsable. Incluso si se tuviera el derecho de descuidar la salud propia, algo que no es necesariamente cierto, es un hecho que su enfermedad va a impactar a otros, por ejemplo, la familia que le ama y que no le van a abandonar, ni dejar morir. Esto no se puede evitar diciendo: Elijo este riesgo y si me enfermo, quedan absueltos de la obligación de cuidarme; porque esto niega la realidad —la fuerza— del amor, y el imperativo de lo que usted llamó la virtud de la benevolencia. Las personas que le aman no le van a descuidar o dejar con las consecuencias de sus propias elecciones; simplemente no somos así. Esto aplicaría también a un médico, a menos que esté en el camino brutal del suicidio con asistencia médica, donde el paciente está exigiendo que el médico abandone su compromiso medular de preservar la vida.

Sí. Y el mismo compromiso por parte de los líderes, para proteger físicamente a su gente, está detrás de las decisiones sobre el distanciamiento social y la prohibición de las reuniones masivas.

Sin embargo, no quiere decir que a más restricciones, sea mejor. En algunos países, ni siquiera se puede salir ahora. A largo plazo, con una política así, van a hacer más daño a las personas: por la depresión o la mala salud por falta de ejercicio. Por supuesto que tenemos la responsabilidad de hacer lo que podemos. Pero, ¿cuáles son los límites? ¿Podemos decidir que necesitamos dieciocho meses de cuarentena? En algún momento, tendremos que aceptar más riesgos.

Tengo menos de cincuenta años, estoy sana y no tengo miedo de morir. No me molesta para nada meterme en la locura del hospital. Pero no es así para todos. Y mucho personal hospitalario se está quedando en casa. No puedo culpar a la gente por tener miedo. Pero sin importar los juicios sobre el riesgo que estamos dispuestos a tomar, necesitamos tener en mente cómo ayudar a aquellos a nuestro alrededor. No solo durante una pandemia. Sería bueno siempre mantener la vista puesta en el bien común.

Otra cosa que estamos ahora enfrentando es la inevitabilidad de la muerte. Usted ha pensado mucho sobre el asunto. ¿Me podría contar un poco al respecto?

Desde que empecé a trabajar en Medicina, me ha sorprendido la cantidad de personas que mueren mal. Ya sea por la hipermedicalización de la muerte, la falta de comunidad, la falta de preparación espiritual e incluso en algunos casos la falta financiera para la muerte; muchísimas personas mueren mal. He tenido estas conversaciones con mis pacientes a lo largo de los años.

Hace más de una década, conocí la tradición de ars moriendi, el arte de morir. Fue un conjunto de trabajos literarios que se desarrolló posterior a la peste bubónica de mediados del siglo XIV. Dentro de un período bastante breve, murió entre uno y dos tercios de la población europea. Los sacerdotes también se morían. Las personas temían que serían condenados por no atender a sus almas; no sabían cómo morir bien, sin un sacerdote para atenderles; o por lo menos, estaban presos de angustia sobre el asunto.

Todos se dirigían a la iglesia por ayuda. En 1414, cuando la iglesia se reunió en el Concilio de Constanza, uno de los primeros puntos en atender fue esta preocupación de los laicos. ¿Cómo preparamos a las personas para la muerte? Un sacerdote en el concilio, Jean Gerson, entonces vicerrector de la Universidad de Paris, había escrito un libro que incluía una parte sobre el tema. El trabajo de Gerson brindó el ímpetu para la publicación de la primera edición del Ars Moriendi en 1415.

El arte de vivir bien incluía el deber de preparase bien para la muerte, y que era importante hacerlo dentro de un contexto comunitario.

Muchos otros desarrollaron el tema. Había ediciones ilustradas; después de la Reforma, había ediciones protestantes. Para el siglo XIX, la persona bien educada sabía que el arte de vivir bien incluía el deber de preparase bien para la muerte, y que era importante hacerlo dentro de un contexto comunitario.

Descubrí esto hace más de una década y pensé, ¡guau!, esto es un modelo realmente interesante. Permite al paciente empoderarse bien para la muerte al poner en sus manos un folleto de instrucciones. Y aunque la versión original fue católica, luego se fue adaptado por otras religiones e incluso por grupos no religiosos. Por ende, este tipo de modelo podría aplicar actualmente a nuestra población diversa. Escribí una edición popular de mi trabajo académico sobre el tema. Necesitamos un libro que ayude a la diversidad de pacientes a anticipar y preparase bien para la muerte.

Estoy pensando en lo que significa morir bien en un mundo donde el cristianismo es la verdad. Obviamente, parece maravilloso que la iglesia ponga materiales en las manos de los laicos para prepararse bien para la muerte, pero, ¿cómo es posible pensar el asunto desde una variedad de religiones, o sin brindar la interrogante de si la resurrección es o no verdad?

Escribí este libro para mis pacientes; mi objetivo es introducir las preguntas y animar a los lectores a lidiar con ellas. Si no introducimos las preguntas, es posible que las personas ni siquiera empiecen a considerarlas: ¿Para qué estoy aquí? ¿Para qué sirve esta vida? ¿Adónde voy? ¿Qué pasará cuando muera? Soy médica y mi oficio no es brindar respuestas de este tipo. Pero sí sé que aquellos pacientes míos que han considerado estas interrogantes, lidiado con ellas y encontrado respuestas, mueren mucho mejor.

Si no introducimos las preguntas, es posible que las personas ni siquiera empiecen a considerarlas: ¿Para qué estoy aquí? ¿Para qué sirve esta vida? ¿Adónde voy? ¿Qué pasará cuando muera?

En mi experiencia, no solo son los pacientes que evitan hablar sobre la muerte. Una colega médica me dijo una vez: “Nunca les digo a mis pacientes si se están muriendo”. Repliqué: “¿Cómo puedes hacer eso? ¡Es parte de nuestro oficio! ¡Tenemos que dar esta información a nuestros pacientes!”

Ella respondió: “Hago todo lo posible para evitar esas conversaciones porque yo le tengo mucho miedo a la muerte. No sé qué creo; no me siento preparada para hablar con pacientes sobre la muerte”. Cuando me dirijo a los estudiantes de Medicina, les digo que por eso necesitan reflexionar sobre sus propias creencias. Como futuros médicos, les digo, tienen la responsabilidad de estar suficientemente seguros con ellos mismos para hablar con sus pacientes sobre el tema.

Estas preguntas son parte de nuestro trabajo. Si los médicos tememos hablar sobre la muerte, ¿quién lo va a hacer? Los pastores solían hablar sobre la preparación para la muerte en sus homilías hasta principios del siglo XX. Pero eso cayó en desgracia. Por eso, excepto en aquellas iglesias que tienen una tradición litúrgica muy intacta, es raro recibir una dirección desde el púlpito sobre la necesidad de prepararse para la muerte. Tengo la esperanza de que este tiempo en que hemos estado lidiado intensamente con la muerte, haga que las personas reflexionen sobre estas importantes preguntas y que quieran hacer algo al respecto.


Traducción de Coretta Thomson