Cuando tenía veintiocho años nació mi primer hijo: una niña, Penny. Le diagnosticaron síndrome de Down en el hospital y los doctores nos dijeron que tendría discapacidades intelectuales y físicas. Debería enfrentar una sarta de complicaciones sanitarias. Necesitaría terapia física, terapia ocupacional y fonoaudiología. Para tomarle medidas se deberían emplear tablas de crecimiento distintas de las que se empleaban para otros niños, y su ritmo de aprendizaje sería diferente. En pocas palabras, iría con “retardo” a lo largo de su vida.

Así como el PIB se ha vuelto el valor de referencia para cuantificar el bienestar nacional, las cronologías se han vuelto la medida moderna del desarrollo humano. Los noveles padres reciben una lista de metas que se espera que sus hijos alcancen dentro de un marco temporal estandarizado. Estas listas y tablas pueden ser útiles. Identificar a niños con retraso en el desarrollo ofrece la posibilidad de intervención temprana, lo que a menudo supone un apoyo para las familias, identifica afecciones médicas subyacentes que podrían impedir el crecimiento y habilita la oportunidad de aprender. Aun así, he experimentado miedo y vergüenza cuando oigo la palabra “retrasada” dicha con referencia a mi pequeña hija. 

Ahora veo que este peso emocional me presionaba no porque un desarrollo más lento fuera algo inherentemente vergonzoso o atemorizante. Penny era saludable, tanto que volvimos a casa del hospital a los dos días de haber nacido. Se alimentaba. Dormía. Y en unos pocos meses sonreía y levantaba la mirada hacia nosotros con sus dos grandes ojos azules y chispeantes. Era feliz, aprendía y crecía. Lentamente. Mi ansiedad con respecto a su ritmo de desarrollo no surgió de mi angustia por su bienestar. Surgió de mi adhesión a los valores retorcidos de una cultura tributaria de la urgencia y la realización por encima de todo lo demás, los valores retorcidos de la meritocracia.

"En el Día Mundial del Síndrome de Down, personas alrededor del mundo llevan calcetines ridículos y disparejos para celebrar el Síndrome de Down...¡los cromosomas se parecen más o menos a calcetines! Esta es una pintura de nosotros llevando calcetines ridículos para celebrar a mi hija y el síndrome de Down." — Jenn Chemasko Todas las imágenes de Jenn Chemasko. Usadas con permiso.

En teoría, en una meritocracia el trabajo duro conduce a un estatus socioeconómico elevado y a estabilidad. Dicho estatus y dicha estabilidad están a disposición de todos los trabajadores talentosos. En los últimos años, se ha derramado mucha tinta acerca de que los meritócratas no difieren tanto de los aristócratas del pasado. Yo, por ejemplo, siempre he trabajado duro. Además, mis padres son blancos, universitarios, tienen una situación económica estable y están casados. He heredado y alcanzado su mismo nivel de educación, estabilidad económica y posición social. En una meritocracia las ventajas sociales pueden lucir como la recompensa al trabajo duro, aunque, en realidad, hayan sido heredadas.

Libros como El rebaño excelente (2019) de William Deresiewicz y The Meritocracy Trap (2019) de Daniel Markovits han identificado los modos en que la meritocracia excluye a los trabajadores merecedores y cómo sus valores no logran satisfacer a aquellos que están dentro. El filósofo y profesor de Harvard Michael Sandel ha hecho una reciente contribución a la discusión. Su libro, La tiranía del mérito (2020), va incluso más allá en su análisis de la injusticia de estos valores y la imposibilidad de perfeccionar un sistema meritocrático de recompensas. “El problema con la meritocracia no es solo que la práctica no alcance el ideal”, escribe Sandel, sino que “es dudoso que incluso una meritocracia perfecta sea satisfactoria, tanto moral como políticamente”.

Estos libros argumentan que, desde un punto de vista funcional, el sistema es cerrado. Limita a la mayoría de las personas (no a todas, lo que hace que el mito de la movilidad sobreviva) que no están dentro de su segmento demográfico. Los meritócratas son, por lo general, trabajadores diligentes verdaderamente talentosos. Y, sin embargo, lo que los —nos— lleva a la cima no es el trabajo duro. Es el lugar de nacimiento. La riqueza engendra riqueza. El poder, poder. Una clase de ballet engendra una clase de ballet. Los cursos de nivel avanzado engendran cursos de nivel avanzado, así como sesiones de preparación para el examen de admisión a la universidad (SAT), programas de enriquecimiento de verano y oportunidades de servicio.

Ahora veo que fue una serie de factores, y no tanto el trabajo duro, lo que ayudó a que mi familia ascendiera en la escala socioeconómica. Hubo muchas generaciones de propietarios de viviendas. Mis padres y mis abuelos asistieron todos a la universidad. Mis padres tenían empleos estables con dos salarios antes de que yo naciera y, al igual que sus padres, tenían la suficiente estabilidad económica para que mi madre se quedara en casa mientras sus hijos eran pequeños. Yo heredé un tipo físico, una textura de cabello y unos rasgos que nuestra cultura estima ventajosos. Ser blanca me ayudó sin que me diera cuenta a obtener un préstamo bancario, a solicitar un empleo y en encuentros con la policía. Siempre observé el pasado de mi familia y encontré un legado yanqui de austeridad, filantropía y servicio. No me daba cuenta de que haber tenido acceso a la educación, el trabajo, los clubes sociales y la vivienda provenía, al menos en parte, de factores tácitos como mi apellido y mi piel pecosa y pálida.

El nacimiento de Penny me obligó a enlentecerme, y a menudo he sentido que moverme a su ritmo es un sacrificio. La recompensa es estar con ella.

Podría hablar de una historia verdadera de trabajo duro y evitar la igualmente verdadera de privilegio inmerecido e injusto que favoreció la acumulación de capital a nuestra familia durante cien años. Por supuesto, pude haber desaprovechado mis oportunidades, pero el punto es que las tuve.

Un segundo problema es que los meritócratas no son felices. La incesante persecución de logros y ventajas engendra ansiedad, lo que a menudo se manifiesta en trabajar más duro. Nos pasamos trabajando para mantener nuestro estatus y para asegurar que nuestros hijos tengan lo que se supone que deben tener —lecciones de piano, clases particulares y viajes al exterior—, y acabamos enfrentando la desesperación. Suicidio, abuso de sustancias, ansiedad patológica y depresión se dan a niveles altos entre los meritócratas. Estas señales de insatisfacción profunda envían advertencias acerca de que esa vida de incesante trabajo duro, ocio, prosperidad, recarga de ocupación, desasosiego y logros no satisface mucho de aquello que importa.

De acuerdo con la opinión de Sandel, las meritocracias están llamadas a fracasar no porque no puedan estar a la altura de sus propios ideales, sino porque se apoyan en un supuesto básico y es que el PIB define el bien común, que la productividad económica es el más alto valor para la sociedad. Sandel rastrea la historia de los ideales meritocráticos a través del protestantismo y las tradiciones filosóficas occidentales. En su extenso debate sobre la filosofía capitalista de Friedrich Hayek, llega a una conclusión concisa: “[Hayek] no considera la posibilidad de que el valor de la contribución a la sociedad de una persona pueda ser otra cosa que su valor de mercado”. Reducir a los humanos a su potencial para ganar dinero es deshumanizador y fracasa al considerar las contribuciones no monetarias que los individuos hacen dentro de su familia y su comunidad.

Apoyo las políticas económicas que buscan promover a la clase media y el acceso a la educación y el empleo para personas que no comparten mi herencia de blancura, riqueza y estabilidad. Pero incluso si nuestra nación abre las puertas de la meritocracia, incluso si vivimos con la promesa del sueño americano, ¿adónde, exactamente, nos llevarán esos sueños? La interminable acumulación de estatus, riqueza, poder y conocimiento no ha satisfecho a aquellos que están en la cima de la escala socioeconómica y jamás lo hará.

Cuando Penny tenía dos años, pusimos una pizarra blanca en la sala. En cada sección rotulada —fisioterapia, terapia ocupacional, habla y aprendizaje— anotaba los ejercicios y las indicaciones de los varios terapeutas, cada uno de los cuales venía una hora por semana y me enseñaba cómo agregar movimientos, sonidos y estímulo a cada aspecto de cada día. Como resultado, las mañanas tenían el sabor de la culpa. Jamás podía mantener el ritmo de la lista y pasar toda esa información a los demás cuidadores en la vida de Penny —mi esposo, mi madre, la niñera, quienes trabajaban en la guardería en la pequeña escuela a la que ella asistía dos veces por semana— resultaba algo incluso más abrumador. Finalmente, decidí seleccionar un ítem esencial de cada sección. Esta semana vamos a trabajar en succionar de una pajilla, colocar un bloque sobre el otro y ponerse de pie. Solo nos enfocamos en aprender lo que sigue.

La lista se volvió otro modo de medir los logros de Penny. Cada meta alcanzada en su desarrollo era dividida en sus componentes, y Penny necesitaba aprender y repetir esos pasos uno a la vez. Las cosas que, para otros niños, simplemente sucedían, no sucedían para ella. Ella debía aprender. Ella debía ser enseñada. Con repeticiones. Lentamente.

Cuidar a cualquier ser humano requiere enlentecer el ritmo. Hacer algo para amarnos y amar a otros en y a través de nuestro cuerpo vulnerable, con nuestras necesidades reales, diarias y a menudo incómodas, siempre lleva tiempo. Criar a un hijo con síndrome de Down o con otras necesidades especiales lleva más tiempo. Más citas con los médicos. Más terapeutas. Más repeticiones antes de aprender cualquier cosa nueva.

Jenn Chemasko, Tiernos manos de bebé

Mi adhesión a los valores del logro y el progreso daba un sentido de urgencia al hecho de que Penny aprendiera, incluso si las metas establecidas para ella eran diferentes de aquellas de los niños que se desarrollaban normalmente. Pero nuestra posición económica también me daba la libertad de quedarme en casa con Penny. El empleador de mi esposo Peter proveía de un seguro de salud para toda nuestra familia. El estado de Nueva Jersey proveía de terapia semanal y educación preescolar. Pude trabajar en régimen de media jornada y también pasar mucho tiempo con nuestra hija. Al final, nuestra posición dentro de la meritocracia me facilitó posibilidades de conocer un modo completamente diferente de estar en el mundo.

Este año celebramos los quince años de Penny. Sé que ahora la pizarra blanca con su lista tenía tanto que ver con mi propia ansiedad de madre primeriza y mi conformidad con una cultura orientada hacia el logro de metas como con una crianza de calidad. Aún hay días en que me siento preocupada por los logros de Penny y evalúo su desarrollo teniendo libros y tablas como referencia. Y aún me encuentro resistiendo lo que, de todos modos, ella ha comenzado a enseñarme: una nueva forma de ser en el tiempo, una forma de esperar, de enlentecer el ritmo, una forma que privilegia el estar en un sitio sobre la velocidad, y las relaciones sobre la productividad.

El nacimiento de Penny me obligó a enlentecerme, y a menudo he sentido que moverme a su ritmo es un sacrificio. Pero también me ha enseñado que mi vida apurada es parte integrante de un sistema de valores cargado de ansiedad y basado en los logros, que ha acosado a muchas personas como yo.

A finales de 2019 viajamos en familia a una serie de parques nacionales: Yosemite, Secuoyas, Valle de la muerte, Gran cañón y Árboles de Josué. Penny se había preparado. En los meses previos a nuestro viaje, solíamos hacer una caminata de un kilómetro y medio después de la escuela, y todos los fines de semana salíamos de excursión. Pero los parques implicaban un terreno desconocido. Muchos caminos eran rocosos e inseguros. Nuestros hijos más pequeños podían abrirse paso trepando, y su cuerpo solo se cansaba cuando su entusiasmo decaía. Penny sentía cada paso como un riesgo. Con su bajo tono muscular, podía tropezar y caer o perder el equilibrio o perderse. Tenía que tomárselo con calma. Algunos días, toda la familia decidía ir a su ritmo para estar juntos. Pero, algunas veces, también me ofrecía a quedarme con ella mientras el resto de la familia se desplazaba más rápidamente.

Quizá se espere de mí que diga que enlentecer el paso me dio la oportunidad de experimentar la belleza del entorno, detenerme y oler las proverbiales rosas. Pero no disfruté de mejores paisajes. Penny y yo no tuvimos más chance que sus hermanos de ver un alce. De hecho, enlentecer el paso significó perdernos algunas de las espectaculares vistas. Sin Penny, yo hubiera podido ver más, hacer más, alcanzar más.

La recompensa de ir más despacio no fue una apreciación recién descubierta del follaje o de las formaciones rocosas. La recompensa fue estar con ella.

Hace dos mil años el apóstol Pablo escribió que el amor es paciente. Las personas aún citan estas palabras en las bodas. Los mismos pensamientos nobles pueden encontrarse en placas en HomeGoods y en afiches en Target. Pero no creo que nos demos cuenta de cuán profundamente contracultural es esa manifestación de Pablo. Nos gusta la idea sentimental del amor, pero la práctica de la paciencia es contraria a lo que la vida moderna premia. El amor es paciente. El amor lleva tiempo. El amor depende de enlentecer el paso. Como el teólogo John Swinton escribió en su libro Becoming Friends of Time (2016), el camino de Dios “es un modo de ser en la plenitud del tiempo que no está determinado por la productividad, el éxito o los movimientos lineales hacia los objetivos personales. Es un camino de amor, un camino del corazón”.

La meritocracia se construye sobre el ajetreo y la acumulación. Excluye a la mayoría de las personas e incluso aquellas a quienes incluye no están satisfechas con lo que tienen o con lo que son. Y, sin duda, los valores de la meritocracia son la antítesis del amor, del estar presente y atento cuidando a otros, sin importar el costo.

A Penny se le diagnosticó una “discapacidad” cuando nació, y yo aún empleo esa palabra para describir su estado porque es la forma más fácil de transmitir la verdad: ella se mueve, aprende y procesa la información con más lentitud que un niño normal. Y, aun así, la palabra que parece más apropiada como un descriptor de la experiencia que Penny tiene del mundo es vulnerable. Cuando era bebé, su cuerpo era más vulnerable a la enfermedad y a la infección que el de los otros niños. Ella es y siempre será socialmente vulnerable. Los otros niños o adultos podrían engañarla o aprovecharse de ella con facilidad. Pero la vulnerabilidad no es una falla en su carácter ni un defecto en su humanidad. De hecho, es un aspecto de su humanidad que me ayuda a entender mejor quién soy, quiénes somos todos nosotros. La realización y la abundancia me han ayudado a esconder mi vulnerabilidad. Enlentecer el ritmo con Penny me ha ayudado a acoger la vulnerabilidad como algo esencial para aquella persona en la que quiero convertirme.

"Mi bebé cree que el sol y la sombra son mágicos. Yo creo que ella es mágica." —Jenn Chemasko

Un día, estaba conduciendo con nuestro hijo William, y estábamos hablando acerca de cómo todos necesitamos cosas que otras personas pueden ofrecernos. William fue sincero. Dijo: “Mamá, no estoy seguro de qué pueda tener Penny que yo necesite”. William mide ahora treinta centímetros más que su hermana mayor. Es más fuerte y rápido. Trabaja con esmero en la escuela. Con respecto a los méritos de la meritocracia, él, al igual que su madre, necesita poco. William a menudo ayuda a Penny. Le alcanza las palomitas de maíz del estante alto. La ayuda a escurrir la pasta en el colador. Hasta le recoge el cabello en una coleta, si ella se lo pide.

Le conté cómo había recibido de Penny cosas que necesitaba y cómo a él podría pasarle lo mismo. Hablé acerca de cómo tiendo a tomar todas las cosas, especialmente a mí misma, muy seriamente, y una cosa que admiro de Penny es su capacidad de reírse de sí misma. Cuando esto sucede, no está burlándose de sí. Solo está disfrutando del humor de admitir un error, en lugar de flagelarse por eso. Le conté acerca de cómo ella no se pone ansiosa con respecto a las tareas escolares y cómo no manipula a otras personas para obtener lo que desea. De cómo siempre tiene presente si alguien está lastimado o enfermo, o si hay una boda o un nacimiento para celebrar. De cómo ella prioriza a las personas por encima de que las cosas se hagan.

Para ser clara, Penny tiene una cantidad de defectos morales, la mayoría de los cuales refleja el espíritu de nuestra época. Pasa horas con su recién comprado iPhone navegando en Instagram. Pone los ojos en blanco cuando le sugiero que deje YouTube y disfrute del sol. A menudo insiste en hacer las cosas a su manera cuando se trata de ver una película. Pero vive de acuerdo con valores que la meritocracia no considera valiosos. Esos valores emergen no de una necesidad de progreso personal, sino del simple deseo de amar y ser amada. William y yo, en particular, necesitamos los dones que ella trae.

La crítica que Michael Sandel hace a la meritocracia no es un argumento religioso, pero, sin embargo, resume el problema de una cultura meritocrática en términos espirituales cuando escribe que “el mérito tiende a desplazar la gracia”. Y yo agregaría que desplaza el amor. Nuestra cultura de consumo y logros se construye sobre la autoprotección y el estar a la defensiva, sobre el hecho de comprar lo que deseamos y vender lo que tenemos para probarnos a nosotros mismos. El amor se construye sobre la vulnerabilidad de dar y recibir. Mucho de nuestro ajetreo, nuestras compras y nuestro ocio nos protege de admitir nuestra vulnerabilidad, nuestra dependencia. Mucho de nuestra cultura moderna nos protege del amor. Pero si deseamos movernos a un ritmo más lento, si deseamos liberarnos de las trampas del logro y la acumulación, descubriremos un modo de estar en el mundo que es vulnerable y abierto, deseando recibir cualquier don que se nos presente, sin exigencias, sin necesidad de poseer o alcanzar.

En los últimos años me he acostumbrado a sentarme en silencio cada mañana. A veces es una práctica de cinco minutos para dejar salir mis pensamientos ansiosos acerca del día que tengo por delante. A veces logro que sean veinte minutos. Esos momentos raramente son dichosos. Casi siempre los siento como una lucha consciente para aprender cómo permanecer sentada inmóvil, cómo moverme lentamente, cómo renunciar a producir y así recibir la gracia. Los siento como una lección básica acerca de cómo prestar atención, estar presente, aprender la paciencia, una lección básica sobre el amor. Ese momento de quietud a menudo se percibe como una lucha, pero es una lucha que introduce en el resto del día un suave susurro que me invita a continuar soltando y enlenteciendo el ritmo. Esos momentos se traducen en conversaciones con nuestros hijos acerca de quiénes quieren ser, en lugar de qué quieren hacer, en diez o veinte años. Me impulsan a darme cuenta del árbol que hay al otro lado de mi ventana, de la luna que cuelga en el cielo, de la tibieza de la mano de mi hija en la mía. Me impulsan a detenerme antes de hacer otro pedido en Amazon. Me impulsan a acercarme a las personas que no tienen familia propia. Me impulsan a dar, a compartir, a amar, y a darme cuenta una y otra vez de que el amor es su propia recompensa.


Traducción de Claudia Amengual