Las nuevas tecnologías médicas nos prometen la posibilidad de moldear nuestro cuerpo según nuestra voluntad. ¿Deberíamos valernos de ellas?

En diciembre de 2019, el biofísico chino He Jiankui fue sentenciado a tres años de prisión por haber usado la tecnología CRISPR para editar el genoma de unos mellizos concebidos in vitro, con la finalidad de volverlos resistentes al VIH. Su acción fue ampliamente condenada debido a sus implicancias éticas, en particular, porque el riesgo de editar el código genético de los niños pudo haber tenido consecuencias imprevistas para la salud de estos. Aun así, muchos expertos predicen que la edición genómica se convertirá, tarde o temprano, en una práctica aceptable. En 2020, un panel de expertos sostuvo que, aunque el mundo “no estaba listo aún para bebés con genoma editado”, deberían desarrollarse procedimientos de autorización para el momento en que “los obstáculos técnicos sean superados y se aborden las preocupaciones sociales”.1

¿Por qué se asume que las “preocupaciones sociales” acerca de los bebés CRISPR serán abordadas algún día? Creo que tal asunción deriva de las raíces profundas de la cultura moderna, de un modo que puede ser ilustrado por una reciente polémica. En 2015 el cirujano italiano Sergio Canavero declaró en una entrevista a Newsweek que tenía esperanzas de desarrollar trasplantes de cabeza en humanos. Los trasplantes de cabeza podrían tener aplicaciones terapéuticas para varias afecciones, dijo Canavero, incluyendo la disforia de género.

Las esperanzas de Canavero pueden quedar en el plano de la fantasía, pero ilustran una actitud típicamente moderna hacia la naturaleza humana, que combina un deseo de dominar la naturaleza a través de la razón humana con la aceptación de sentimientos subjetivos de autenticidad. Esta síntesis moderna de racionalismo e irracionalismo se ha convertido para muchas personas en algo tan natural como el aire que respiramos. Sin embargo, está dividida por contradicciones profundas, a la vez que contradice las enseñanzas básicas del cristianismo.

De hecho, un modo de comprender la modernidad es en tanto reinterpretación de la doctrina cristiana del señorío del hombre sobre la creación visible, que lo incluye. Esta es, sin embargo, una reinterpretación que distorsiona radicalmente el significado del señorío sobre la naturaleza. En la tradición cristiana, el hombre solo tiene un señorío relativo y limitado sobre su cuerpo, que ha recibido de su Creador para ser cuidado de acuerdo con los propósitos y posibilidades que Dios le ha conferido. Pero en la síntesis moderna de racionalismo e irracionalismo el hombre es el señor absoluto de su cuerpo, un cuerpo que puede, y quizá debe, cambiar de acuerdo con sus sentimientos internos auténticos.

Taquen, El pasado, acrílico sobre tela rústica Todas las pinturas de Taquen. Usadas con permiso del artista.

La realidad dualista de Descartes

La parte racionalista de la síntesis moderna puede ser rastreada hasta René Descartes (1596-1650). Descartes fue una figura clave en el desarrollo de la ciencia moderna y también desarrolló las bases metafísicas para la misma. Los detalles de su metafísica fueron desechados por pensadores posteriores, pero algunas de sus premisas clave fueron preservadas. La antigua ciencia “escolástica” había sido orientada según la contemplación de la verdad por sí misma. Pero Descartes (siguiendo a Francis Bacon) pensó que la nueva ciencia debería ser orientada según un señorío sobre la naturaleza. Por consiguiente, Descartes escribió:

[Las nuevas nociones en física] abrieron mis ojos a la posibilidad de adquirir conocimiento que sería muy útil en la vida y en descubrir una filosofía práctica que pudiera reemplazar la filosofía especulativa enseñada en las universidades. A través de esta filosofía podríamos conocer el poder y la acción del fuego, el aire, las estrellas, los cielos y todos los otros cuerpos en nuestro entorno, tan claramente como conocemos los variados oficios de nuestros artesanos. Y podríamos usar este conocimiento, como los artesanos usan el suyo, para todos aquellos propósitos en los que fuera adecuado. De este modo, nos volveríamos a nosotros mismos, por decirlo de algún modo, amos y señores de la naturaleza.2

El Sistema de Descartes divide la realidad en dos reinos: el puramente espiritual de la “sustancia pensante” (res cogitans) y el puramente cuantitativo de la “sustancia extensa” (res extensa), es decir, el mundo natural de lo corpóreo. El cuerpo humano, como una mera “sustancia extensa”, está, por lo tanto, separado del alma humana. En palabras de Descartes:

Puedo inferir correctamente que mi esencia consiste únicamente en el hecho de que soy una sustancia pensante. Es cierto que puedo tener… un cuerpo que está estrechamente unido a mí… Por un lado, tengo una idea clara y distintiva de mí, en lo que respecta a que soy simplemente una sustancia pensante y no extensa. Y, por el otro lado, tengo una idea distintiva del cuerpo, en lo que respecta a que esta es simplemente una sustancia extensa y no pensante. Y, de acuerdo con eso, es verdad que soy realmente distinto de mi cuerpo y puedo existir sin él.3

Por lo tanto, todo el mundo corpóreo, incluyendo el cuerpo humano, es visto por Descartes como una sustancia neutral que debe ser dominada por el alma humana.

Taquen, El yo, acrílico sobre tela rústica

A pesar de que los pensadores posteriores rechazaron varios aspectos del sistema cartesiano, este patrón de pensamiento continúa influyendo en la cultura occidental, tal como vemos en Sergio Canavero. En Canavero, la “sustancia pensante” ha llegado a ser identificada con el cerebro, no con el alma. Sin embargo, se mantiene la distinción entre “sustancia pensante” y “sustancia extensa”. Para Canavero, los seres humanos son su cerebro y, por lo tanto, su cuerpo puede ser intercambiado.  

El señorío de la “sustancia pensante” de Descartes sobre el mundo físico es arbitrario. Este amo no puede encontrar propósitos intrínsecos a las sustancias naturales que podrían constituirse en una guía para el ejercicio de su señorío. Él mismo debe decidir qué propósitos impondrá en las sustancias naturales, incluyendo su propio cuerpo. En tanto su “yo” no es parte de la naturaleza, no tiene razones para ir tras metas “naturales”. C. S. Lewis señala que esto plantea un problema:

Se habrá llegado a la etapa final cuando el Hombre haya obtenido un control completo sobre sí mismo, por medio de la eugenesia, el condicionamiento prenatal y la propaganda basada en una psicología aplicada perfecta. La naturaleza humana será la última parte de la Naturaleza en rendirse al Hombre.4

La tecnología CRISPR tiene el potencial para algo de aquello que Lewis estaba describiendo: controlar y alterar la naturaleza humana. Los científicos que ejercen tal control sobre el genoma de un bebé están imponiendo en él sus propios fines, fines que pueden tener o no una motivación beneficiosa, pero de los que solo ellos son responsables:

Los Acondicionadores, por lo tanto, son quienes elegirán, por sus propias buenas razones, qué tipo de tao [conjunto de ética y valores] artificial producirán en la especie Humana. Son los motivadores, los creadores de motivos. ¿Pero cómo se los motivará a ellos mismos?5

Lewis muestra que, tan pronto como un orden objetivo y natural de propósitos, metas y bienes ha sido dejado de lado, el hombre no tiene razón alguna para elegir x en lugar de y. Todo lo que permanece es la voluntad arbitraria basada en sentimientos subjetivos.

Todo excepto el sic volo sic iubeo [“así lo quiero, así lo mando”] ha sido justificado… Cuando todo aquello que dice ´Es bueno” haya sido desmentido, lo que dice “Yo quiero” permanecerá.6

No obstante, una ética así de arbitraria no es satisfactoria. No sorprende, por lo tanto, que en nuestros días el racionalismo cartesiano puro sea generalmente combinado con una ética bastante diferente: la ética romántica de la autenticidad.

Taquen, Un recuerdo, acrílico sobre tela rústica

La reacción romántica

El Romanticismo (en un sentido amplio) comenzó como una reacción contra el materialismo reductivo de la Ilustración. Muchos pensadores de la Ilustración posteriores a Descartes abandonaron el lado espiritual de su sistema de pensamiento. Para pensadores tales como Thomas Hobbes y Julien Offray de la Mettrie (y para filósofos contemporáneos como Daniel Dennett, quien tomó las riendas de la ciencia cognitiva, así como para psicólogos incluyendo a B. F. Skinner) no hay tal “sustancia pensante”: todo es extensión pura. La conciencia humana es una ilusión producida por reacciones mecánicas de la materia.

Los románticos se manifestaron en contra de dicho reduccionismo: ¡No! El espíritu humano es más que eso. No entendían, sin embargo, ese “más” como algo con una naturaleza estable —en el modo en que los cristianos entienden el alma, por ejemplo—, sino como una posibilidad dinámica. Jean-Jacques Rousseau escribió acerca de una “voz interior” de la naturaleza. A diferencia de la tradición que se remonta a Aristóteles, Rousseau no concebía que los seres naturales tuvieran propósitos o fines que debieran guiar su desarrollo en aras de su progreso. En su lugar, pensaba que esta “voz interior” era un principio creador que en sí mismo confería existencia al propósito.7 Esta idea fue más tarde desarrollada por Johann Gottfried Herder y los románticos, en modos descritos por el filósofo Charles Taylor:

Realizar mi naturaleza significa apoyar el élan vital, la voz o el impulso. Esto hace que aquello que estaba oculto se manifieste tanto para mí como para los otros. Pero esta manifestación también ayuda a definir lo que debe ser hecho realidad… Está claro que mucho de esto se debe a la idea aristotélica de la naturaleza que vuelve realidad su potencial. Pero hay un giro cuya diferencia es importante. En tanto Aristóteles habla de la naturaleza de una sustancia que tiende a su forma completa, Herder considera el crecimiento como la expresión de un poder interior (habla de Kräfte) que busca realizarse externamente.8

Aunque esta visión resulte verdaderamente atractiva en contraste con la alternativa mecanicista, es equivocada. En contraste con el entendimiento aristotélico de que la naturaleza tiene un significado y un propósito intrínsecos, el entendimiento romántico de la voz interior de la naturaleza conduce al subjetivismo: cada persona humana debe permitir una expresión auténtica de su voz interior particular. La bondad moral no consiste en ir tras las metas de una naturaleza humana común, sino en desarrollar creativamente la propia autenticidad, un telos personalizado que cada uno debe descubrir o crear.

Sin duda que hay aquí algo de verdad: se nos pide que cooperemos en nuestra propia formación. Sin embargo, en contra de lo que dicen los románticos, nuestra naturaleza no es infinitamente maleable como para ser moldeada y vuelta a moldear según los dictámenes arbitrarios de nuestra voluntad. Aprendemos quiénes somos no a través de contemplarnos, sino a través de nuestros vínculos con los otros, a través de la experiencia común de la naturaleza humana, a través del desarrollo de las virtudes. Aprendemos a cuidar nuestro cuerpo y a honrarlo a través de nuestra percepción de ese cuerpo como algo bueno, aquello que nos ha sido dado.

Una tradición más antigua que el racionalismo cartesiano o el romanticismo ofrece un relato más coherente de la naturaleza del cuerpo y del alma. 

La síntesis de la celebración romántica de la autenticidad con el racionalismo cartesiano encuentra un símbolo apropiado, aunque obviamente extremo, en la sugerencia del trasplante de cabeza hecha por Canavero para tratar la disforia de género. Según esta forma de pensar, compartida por muchos que son menos radicales que Canavero, un hombre que siente la voz interior que le dice que es una mujer debe seguirla para vivir una vida auténtica. Debe intercambiar su cuerpo por el cuerpo de una mujer. Exceptuando una solución tan radical y claramente imposible, él puede alterar el cuerpo que posee para volverse más femenino. Su sentimiento de disyunción es poderoso, doloroso y real. Este sentimiento es bastante independiente de las tendencias naturales de su cuerpo, pero aun así, proporciona un motivo poderoso para actuar: el motivo romántico de buscar la autenticidad por medio de la acción cartesiana del señorío sobre la naturaleza.

He aquí un excelente ejemplo del racionalismo cartesiano convertido en instrumento del irracionalismo romántico. El cerebro cumple el rol de la “sustancia pensante”, que tiene un señorío absoluto, incluso tiránico, sobre el cuerpo en tanto sustancia extensa. No ve el cuerpo como parte del yo, con su propia naturaleza buena que debe ser cuidada y honrada, y, por lo tanto, puede ir tan lejos como elegir qué cuerpo le pertenece a ese yo.

Ciertamente, la medicina moderna cambia los cuerpos humanos todo el tiempo, de maneras muy razonables que las personas agradecen. Por ejemplo, a través de un trasplante de médula, de una operación de labio leporino o incluso de ciertos tratamientos hormonales. A pesar de eso, hay una vasta diferencia entre cambiar un cuerpo con fines terapéuticos —para restaurarlo a su función natural— y cambiar un cuerpo para alterar su naturaleza.

Incluso si se establece un límite ante cualquier cambio drástico e irreversible, la respuesta adecuada a aquellas personas que experimentan disforia —personas creadas a imagen de Dios— es la compasión y el cuidado mutuo dentro de una comunidad en la que todos somos miembros valorados y amados. Una tradición más antigua que el racionalismo cartesiano o el romanticismo ofrece un relato más coherente de la naturaleza del cuerpo y del alma. Esta misma tradición nos indica llevar las cargas ajenas con un espíritu de amor práctico y autosacrificial, y exige respeto por la dignidad de la persona humana. Esta es la tradición que abordaremos a continuación.

Taquen, Retales de un jardín salvaje I, acrílico sobre tela rústica

Señorío en el cristianismo

La visión cristiana diverge fuertemente de la síntesis moderna del cartesianismo moderno y el romanticismo. A diferencia del romanticismo, el cristianismo entiende la creación como algo profundamente racional de punta a punta, una expresión de la sabiduría del Creador. Pero al contrario del romanticismo, el cristianismo considera que el señorío de los seres humanos sobre la creación es legítimo solo en relación con la sabiduría del Creador: los seres humanos deben gobernar la creación de acuerdo con su orden profundo, ayudando a que las cosas naturales cumplan el propósito para el que fueron creadas.

En la historia de la creación narrada en el Génesis, Dios designa al hombre señor sobre todas las demás criaturas en lugar de Dios: “Entonces dijo Dios: ´Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra´” (Gn 1:26). A través de los siglos, el cristianismo ha intentado explorar lo que significa ese llamamiento del hombre a dominar. En particular, Tomás de Aquino genera un diálogo fructífero entre, por un lado, las ideas de la filosofía aristotélica y la jurisprudencia romana, y por el otro, el relato bíblico del señorío. 

Tomás de Aquino expone su teología de la creación con ayuda de las ideas aristotélicas: el hombre es una unidad de materia y forma, cuerpo y alma.9 Ni el alma ni el cuerpo están completos en sí mismos; solo se completan en su unidad. Aristóteles va más allá y sugiere cuatro causas para explicar los porqués de la existencia. Una estatua puede ser explicada en parte por su material, “mármol”, o por su forma, “un joven”. Podemos señalar al agente que hizo la estatua, “Praxíteles”, o el propósito que ese agente tenía en mente cuando moldeó la materia hasta darle esa forma: “honrar al dios Hermes”.10 Es esta “causa final”, la causa de las causas, la razón por la que la sustancia existe y sin la que ninguna de las otras causas tendría efecto.11 El bien es la mayor de las causas: la primera desde el punto de vista de la intención, aunque a menudo la última en volverse realidad, como en el caso en que la estatua es erigida en el templo.

Para Santo Tomás, la causalidad del bien se halla no solo en la acción humana, sino en toda causalidad natural. Todo debe tener un fin. De otro modo, no existiría ni actuaría. Cada sustancia natural tiene una naturaleza, un principio de actividad dirigido a su fin. Cada cosa se esmera de acuerdo con su naturaleza dirigida a su propia compleción, y en el tipo de actividad apropiada. Un árbol crece, alarga sus ramas y hace fotosíntesis. Hace lo que un árbol hace. Los seres humanos pueden comprender el fin hacia el que la naturaleza los ordena y esforzarse conscientemente en alcanzarlo. De algún modo, deben cooperar con su propia compleción. Este entendimiento del fin humano no es una invención ni una creación, sino el descubrimiento de algo inscrito en nuestra naturaleza por nuestro Creador. El fin que él nos da es hacer bien las actividades verdaderamente humanas, es decir, actuar con sabiduría, justicia, valor, generosidad y moderación. Tomás de Aquino describe esta tendencia natural hacia el bien como el arte de nuestro Creador:

La naturaleza no es otra cosa que la razón (ratio) de un cierto tipo de arte, llámesele el arte de Dios, impreso en las cosas, por medio del cual esas cosas propenden hacia un fin determinado. Como si un constructor naval fuera capaz de otorgar a la madera los medios para cambiarse a sí misma con el fin de tomar la forma de un barco.12

Dios tiene el señorío absoluto sobre toda la creación, porque él creó y sostiene todas las cosas, y es su primer y su último principio. Él da a todas las criaturas su existencia, su naturaleza y sus fines. Él inscribe sus propósitos en ellas y las mueve hacia esos propósitos. Por otra parte, las criaturas solo pueden tener un señorío relativo y limitado sobre cualquier sustancia. Así como Dios es la causa universal, así Dios es el Señor universal; en tanto las criaturas son señores particulares, cuyo señorío depende del de Dios.  

Los seres humanos tienen un señorío directo sobre sus propias acciones morales, puesto que las causan por obra de su intelecto y su voluntad. Este señorío —la libertad— solo puede ser ejercido correctamente de acuerdo con el Señorío previo de Dios. Pero los seres humanos solo tienen un señorío indirecto sobre su propio cuerpo. En palabras del filósofo tomista Henri Grenier:

El hombre no tiene un dominio directo y absoluto sobre su propia vida y sus miembros, sino solo la custodia y el uso de los mismos. Por cuanto la vida y el cuerpo son prerrequisitos del dominio del hombre y son su cimiento. No están, por lo tanto, sujetos al dominio del hombre.13

La tradición cristiana nos enseña que, en tanto custodios de nuestro cuerpo, debemos cuidarlo de acuerdo con los propósitos que el Señor universal de todos ha inscrito en él. 

En 2011, el papa Benedicto XVI se dirigió al Parlamento alemán. El Papa alabó el movimiento ecológico que ha estado activo en la política alemana desde los setenta, celebrando el respeto por el mundo natural y la preocupación por protegerlo de la polución y la destrucción. El Papa sostuvo que ese movimiento había identificado bien el problema existente con el modo en que los modernos se relacionan con el mundo natural: lo vemos simplemente como un material a ser explotado para nuestros fines. Esto solo puede conducir a la destrucción. En lugar de eso, debemos aprender a respetar la dignidad de la naturaleza. Sin embargo, señala luego una cierta incoherencia en el movimiento: no avanza lo suficiente cuando falla en reconocer las implicancias del respeto por la dignidad de la naturaleza en nuestra comprensión de la humanidad:

Quisiera  afrontar seriamente un punto que – me parece – se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y solo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.

Esta es, por supuesto, la idea que el sucesor de Benedicto, el papa Francisco, desarrolló de una forma más completa en su encíclica Laudato si´. La verdadera libertad para todos los seres humanos, la verdadera liberación de todo aquello que indebidamente nos constriñe y nos roba la felicidad, solo puede surgir de un profundo respeto por la naturaleza que Dios nos dio. Solo seremos libres cuando consideremos nuestra alma y nuestro cuerpo como dones que deben ser desarrollados de acuerdo con la sabiduría profunda que los vuelve lo que son.


Traducción de Claudia Amengual

Notas

  1. Andrew Joseph, “Expert panel lays out guidelines for germline editing, while warning against pursuit of ‘CRISPR babies’,” /Panel de expertos establece las pautas para la edición de la línea germinal, en tanto advierte acerca de la creación de bebés CRISPR”, Stat, 3 de noviembre, 2020.
  2. René Descartes, Discourse on the Method /El discurso del método/, Parte 6, AT 6.61–62, en The Philosophical Writings of Descartes 1, trad. John Cottingham et al. (Cambridge University Press, 1985), 142–143.
  3. René Descartes, Meditations on First Philosophy /Meditaciones metafísicas/, Meditación 6, AT 78, en The Philosophical Writings of Descartes 2, 54.
  4. C. S. Lewis, The Abolition of Man /La abolición del hombre/ (MacMillan, 1947), 37.
  5. Lewis, The Abolition of Man /La abolición del hombre/, 39.
  6. Lewis, The Abolition of Man /La abolición del hombre/, 40.
  7. Ver Charles Taylor, Sources of the Self: The Making of the Modern Identity /Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna/ (Harvard University Press, 1989), capítulo 20.
  8. Taylor, Sources of the Self /Fuentes del yo/, 374–375.
  9. Thomas Aquinas, Summa theologiae /Suma teológica/, Ia, q.76.
  10. Aristotle, Physics /Física/ 194b-195.
  11. Thomas Aquinas, Summa theologiae /Suma teológica/, Ia, q.5, a.2, ad 1.
  12. Thomas Aquinas, In octo libros Physicorum Aristotelis expositio /Comentario a la física aristotélica/, Lib. II, lectio 14, n. 8.
  13. Henri Grenier, Thomistic Philosophy 3 (St. Dunstan’s University, 1949), 187.