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    ¿Los discípulos tuvieron historias de conversión?

    El momento del compromiso no es el clímax del llamamiento cristiano, sino el primer paso de un viaje para toda la vida.

    por Hna. Carino Hodder, OP

    lunes, 17 de mayo de 2021

    Otros idiomas: English

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    • Rosina Ramirez

      Gracias, por este testimonio, la Palabra de Dios es vida!

    Considerar que una historia termina en el bautismo es algo realmente peligroso. Hay mucho de extraño y difícil en llegar a la fe en Cristo siendo adultos. Y uno de los desafíos constantes, y quizá más sutiles, es cómo encontrarle sentido, no para nosotros, sino para las personas que nos rodean. La pregunta suele ser la siguiente: “¿Por qué te convertiste al cristianismo?”

    No es solo un pedido de información; es un pedido para conocer una historia completa, autónoma, concluyente y, al menos, casi comprensible. Hago lo mejor que puedo para dar una respuesta. Trazo una senda, dentro de mi comprensión limitada de los designios de la providencia, del camino empedrado y temporal que me condujo al punto de la conversión: esa antigua iglesia con la que me tropecé y en la que estuve sentada por una hora, ese sacerdote que respondió mis preguntas difíciles.

    La verdadera respuesta es que no conozco la historia completa, porque mi conversión está en curso, pero nadie quiere escuchar eso. Las personas quieren una historia que comience con una adolescente atea y termine con una mujer en cuya cabeza vierten agua bendita en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. O quizá, algún gran momento de claridad que emane de la pena, la enfermedad o la muerte. A veces —dependiendo de cuánto tiempo compartamos en el ascensor o cuánto se demore el ómnibus— también quieren un epílogo acerca de cómo terminé en un convento. Nadie quiere escuchar una historia cuya autora no tiene idea del final ni de dónde debería estar el comienzo, y que luego te dice que no es la verdadera autora de la historia.

    Después de siete años en esta vida de gracia, tengo la confianza como para rechazar cualquier intento de que se me imponga crear una historia de conversión. En parte, porque tengo la conciencia de poder amar a Dios y confiar en él dentro de mis humanas limitaciones, en paz con el conocimiento de que sus caminos no son mis caminos y sus pensamientos no son mis pensamientos (Is 55:9). Pero la razón principal por la que no quiero tener una “historia de conversión” es que, hasta donde yo lo veo, ninguno de los primeros discípulos de Jesús tuvo una.

    Cuando ingresé por primera vez al convento en el que ahora soy hermana, pasé mucho de mi tiempo orando con el Evangelio de Marcos. El inicio de la vida conventual es un tiempo de prolongada reflexión, de considerar el llamamiento propio. Y para mí eso comenzó con la reflexión en primer lugar acerca de cómo terminé siendo cristiana. Pensé en la historia de conversión que tantas veces había contado a las personas y me di cuenta de que, por haberla contado tan a menudo, me la había creído, cuando la verdad era que se trataba de mi propia interpretación de la acción de la gracia. Acudí al Evangelio de Marcos dispuesta a reflexionar acerca de mi propia historia de conversión una vez más, haciendo foco en las palabras de las escrituras.

    El relato de Marcos acerca del llamamiento de los discípulos es notablemente simple y a ritmo acelerado. Solo toma cuatro versículos, Marcos 1:16-20, para que Simón y Andrés abandonen sus redes de pesca en la orilla del Mar de Galilea y sigan a Cristo.

    No se nos dice lo que Simón y Andrés habían estado pensando o leyendo antes de que Cristo se acercara, o qué interacciones y eventos de ese día los habían hecho abrirse a la posibilidad del discipulado. No se nos dice qué encontraron atractivo o creíble acerca de Jesús. Tampoco se nos dice qué más, si es que hubo algo más, les dijo Jesús antes de ordenarles que lo siguieran. En lugar de eso, apenas se nos dan cuatro versículos, el relato más estremecedor e impactante posible. Y luego se nos da a leer acerca de una completa vida de fe, una completa vida de momentos infinitos y progresivos de conversión. Quizá no había material que sirviera de inspiración a Marcos; quizá Simón y Andrés nunca habían hablado al respecto, o no podían hablar al respecto, porque no sabían cómo hacerlo. Quizá sabían, pero siempre prefirieron hablar de lo que sucedió después. El llamamiento importa, por supuesto, pero más importante es el viaje al que da inicio. El evangelio describe el camino del discipulado: un viaje físico que personifica —encarna, si se prefiere— un viaje espiritual, del miedo a la fe, de la autoprotección a la confianza. Este viaje está acechado con una urgencia creciente por la certeza de esa realidad extraña y maravillosa, dadora de muerte y dadora de vida, que es la cruz.

    El llamamiento importa, por supuesto, pero más importante es el viaje al que da inicio.

    La pasión, la muerte y la resurrección de Cristo no son simplemente los hechos que marcan el final del camino. Son la verdadera razón para el camino, para toda esta historia misteriosa y casi inimaginable que Simón y Andrés, y cada uno de nosotros hemos elegido para posicionarnos en ella. Esta “buena noticia” termina en lo que, en términos humanos, es escándalo, fracaso y una tumba vacía. Es la corroboración de nuestra desesperación o el signo más asombroso de la fe. Y, aun así, al final de todo, no sabemos más acerca de la decisión de los discípulos de abandonar todo y seguir a Cristo que lo que esos cuatro breves versículos nos dicen: él los llamó y ellos dejaron a su padre, Jonás, y lo siguieron.

    Para el lector, aceptar simplemente esta concisión es en sí un acto de discipulado. Es un acto de confianza en la acción de la gracia, un reconocimiento de que no estamos llamados a hacernos cargo de nuestras conversiones, solo a cooperar con ellas. Esta aceptación es un acto verdaderamente humano, el de una criatura que puede saber, entender y elegir libremente, pero que a la vez está enraizada en la ley previa de un Dios que le habla a Job desde un torbellino, ante quien los serafines protegen su rostro, y que elige morir como un hombre en una cruz.

    Los discípulos miran a Cristo caminando sobre el agua

    Henry Ossawa Tanner, Los discípulos miran a Cristo caminando sobre el agua (Dominio público)

    Hace muchos años, cuando las personas me preguntaban por qué me convertía al cristianismo, solía contarles una historia de conversión. Se las conté a los amigos, a los colegas, a la familia, y a cualquiera que quisiera saber. Y luego me preguntaron si deseaba contarla en un artículo para ser publicado en un periódico cristiano, a lo que accedí. Escribí dos mil palabras acerca de cómo comencé a estudiar Filosofía y Teología durante mi adolescencia, en la secundaria. Escribí acerca de cómo llegué a la conclusión de que la moral era algo objetivo y de que el universo no existía simplemente, sino que había sido creado. Escribí que el cristianismo era el credo históricamente más verosímil que incorporaba estas verdades, y que por eso se me estaba recibiendo en la iglesia cristiana. Me resultó muy fácil escribirlo, porque apenas comprendía algo de la profundidad y de la hondura del misterio relacionado con haber sido atraída a la fe en Cristo. Entendía tan poco que era casi inconsciente de cuánto tenía aún por entender. (A los diecinueve, era muy poco lo que entendía en el plano de lo natural, por no hablar de lo sobrenatural).

    Tengo bastante afecto hacia aquella joven de diecinueve años y puedo leer el artículo hoy sin sentir demasiada vergüenza. Cuando lo hago, en el relato de mi conversión no encuentro a Dios, sino argumentos para Dios. Tenía la madurez suficiente para abstenerme de hacer de mí el objeto de mi texto, pero, de todos modos, su objeto no era Cristo; era la credibilidad cristiana. Dios podía haberme encontrado a mí, pero parecía más importante que yo hubiera encontrado pruebas acerca de él.

    El motivo por el cual escribía de ese modo no era porque no tuviera relación con Cristo. No era porque aquello que consideraba mi fe fuera meramente un sentido impersonal de triunfo por haber comprendido un argumento teológico. Era porque lo que la gente parecía querer era una historia de conversión prolija, metódica, bien estructurada y comprensible. Por lo general, solo manifestaban un interés simple o curiosidad, o querían celebrar conmigo. Pero para esa joven mujer, en mitad del cambio más asombroso de su vida, la pregunta “¿Por qué te convertiste al cristianismo?” parecía decir que, para seguir a Cristo, ella necesitaba explicarlo.  

    ¿Dónde más que con la muerte y ante el rostro de Dios puede terminar verdaderamente una historia de conversión?

    En la actualidad, soy felizmente consciente de que hay muy poco que pueda decir con una certeza sincera acerca de aquellos meses de preparación para mi bautismo, esa época sobre la que escribí y hablé de un modo tan pródigo, cuando tenía la costumbre de contarle a las personas una historia de conversión. Todo lo que sé es que era una época en la que me di cuenta de que la forma más completa de involucrarme con el mundo era reconocer que no se acababa todo ahí y, en tanto estaba insegura acerca de adónde me guiaría esa decisión, o acerca de lo que pudiera costarme, era suficiente para convencerme de emprender el camino. Esa confianza real, aunque indescriptible, esa profundidad de la esperanza puesta en Dios que tenía en esa época es lo que encuentro en el relato de Marcos acerca de aquellos discípulos silenciosos, inescrutables y aun así completamente condenados. Viene también con un sentido de gran ternura y compasión tanto por ellos y por mí misma en aquellos años: la catecúmena que no conocía, y no podía conocer, la vida de constante conversión que le esperaba apenas se alejara de la pila bautismal.

    Quiero regresar y decirle a aquella adolescente, quien escribió la historia de su conversión con una certeza tan concluyente, que ahora tiene material suficiente para diez o veinte ensayos sobre la conversión. Quiero contarle de la profundidad, la altura y la amplitud de la conversión a Cristo, gozosa y dolorosa, que está más allá de cualquier cosa que ella hubiera podido comprender, y es nada comparado con lo que las próximas décadas le depararán. Quiero decirle que, si abre la Biblia, encontrará que los discípulos que responden al llamamiento de Jesús son los mismos discípulos que lo oirán predecir su muerte tres veces y no lo entenderán; quienes se postrarán con su rostro en tierra ante la vista de él transfigurado; quienes huirán de su cuerpo mutilado y doliente en la cruz. Tres días después, se les ofrecen los estigmas glorificados de Cristo, no como un reproche, tal como la justicia humana podría exigir, sino como una invitación y un regalo. ¿Cuán extraño hubiera sido, y cuán desdeñoso para ellos, considerar esos hechos meramente como un epílogo de la historia de unas redes abandonadas en una orilla?

    En el convento a menudo oramos para tener una buena muerte. Lo hacemos particularmente durante el oficio de la oración de la noche, donde se ofrecen los salmos en la oscuridad, en el umbral del sueño, como preparación para la oscuridad profunda del sueño de la muerte. Una de mis hermanas mayores tiene el hábito de decir —de forma jovial, aunque sincera— que, después de la Profesión Perpetua, el otro gran evento en la vida de una hermana es su muerte. Nuestra vida cristiana completa es una preparación para una buena muerte cristiana, una en la que atravesemos el camino nuevo y vivo hacia la visión beatífica. Podemos aspirar a esa muerte e intentamos alcanzarla, sin importar lo que nos sucedió al momento de abrazar la fe. No es en ese primer momento de conversión, sino al final de nuestro viaje cristiano cuando el verdadero significado de nuestro discipulado se asienta y revela a sí mismo, si acaso alguna vez lo hace en esta vida.

    Conozco muchos libros en los que los cristianos cuentan acerca de su conversión inicial, pero no conozco ninguna narración de su conversión en curso hacia el final de su vida. Las personas no quieren escuchar las historias de conversión de cristianos que estén próximos a la muerte y, sin embargo, les complace pedir historias de nuevos cristianos que apenas han iniciado su conversión, antes de que mucho de esa conversión les haya sucedido o incluso antes de que se les hubiera vuelto comprensible. ¿Dónde más que con la muerte y ante el rostro de Dios puede terminar verdaderamente una historia de conversión?

    Creo que muchas personas asumen que mi objeción a contar una “historia de conversión” es una manifestación imprevista de timidez, en lugar de algo basado en principios. No se trata de que yo no quiera contar los detalles personales acerca de cómo abracé esta fe, y tampoco de que no se los quiera confiar a nadie. Es solo que estoy empezando a comprender, luego de siete años, que mucho de lo realmente significativo sucede después del punto en el que muchas personas esperan que la historia termine. Si vamos a conocer los caminos de fe que han transitado otros, entonces debemos ser honestos para presentar nuestra primera conversión tal como los evangelios lo hacen: no como una culminación, no como una conclusión tranquilizadora y satisfactoria a nuestra historia, sino como el más misterioso de los comienzos.


    Traducción de Claudia Amengual

    Contribuido por

    La Hermana Carino Hodder es una dominicana de San José que vive en Hampshire, England. Realizó su primera profesión en septiembre de 2019.

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