Gustábame, de niño, al llegar estos días, en las prácticas tradicionales más bullangueros que sagrados, de la Semana Santa, pasear mis infantiles boquiabrires frente a los retablos 'de bulto" con que, en las - iglesias de Oaxaca, mi vieja ciudad natal, se marcan las "estaciones" y se organiza el rezanderio de los fieles.

Con excepción del retablo de la Samaritana, bajo cuyo plástico amparo, recibiamos los de la chiquillada suficiente agua fresca para llenar nuestros jarritos modestos o nuestros ambiciosos botellones, siempre propicios al furtivo y dulce sorbo, no había otro que más impresionara mis nacientes poderes de meditación que aquél en que un Cristo doliente y sangriento, vestido con una no siempre aliñada túni. ca púrpura, excitaba la mórbida compasión de los espectadores, tras ferrada reja, frente a la cual erguían su arrogancia los monigotes que representaban soldados romanos o sayones judíos.

Era el retablo del Cristo prisionero y maltratado.

La reja aquella, emergiendo del fondo de mis recuerdos, se ha transformado, a la luz de lo que me enseñan los años que he vivido y de lo que mi observación, un poco más inquisitiva y aguda, me alcanza, en un símbolo sombrío. ¡Reja! ¡Prisión!

Fotografía de Witold Skrypczak / Alamy Stock Photo.

Las prisiones en donde encerramos a Cristo

Para muchos, Cristo está aprisionado en la forma material de sus imágenes. Forma diversa, como expresión antropomórfica que es; forma burda, como todo lo material, a pesar del encumbramiento artístico que alcanza a veces. Se esfuerza don Ricardo Rojas, el gran místico sudamericano, por desenterrar de entre la estupenda variedad de la iconografía cristiana, el retrato auténtico del Maestro. Pero su fina intuición le denuncia la proximidad de lo imposible.

Por eso, seguro de que no se puede restaurar el parecer humano de Jesús en ninguna de sus imágenes, lo liberta de la forma y lo exalta en espíritu.

Mas para la masa creyente, creyente y crédula, Jesús está allí, prisionero, mientras el material de que está hecha la imagen dure, en la prisión inmóvil y solitaria de la forma.

Otros encarcelan a Jesús dentro de la prisión rigurosa del tiempo. Jesús es, para ellos, una figura histórica únicamente, que sólo puede hallarse volviendo la vista hacia el pasado.

Un hombre llamado Jesús, nativo de Palestina, vivió, predicó y murió hace dos mil años. Sólo puede persistir y estar presente hoy, como un simple recuerdo o como una piadosa tradición. Pero él, él mismo, quedó encerrado dentro de una cárcel de años conocidos en la historia como años 4 antes de la Era a 30 de la misma.

Cristo ha de liberarse de sus prisiones, de todas sus prisiones, menos de ésta: la del corazón que le ama, le sigue y le sirve de palabra y en acción.

Y los teólogos, los disectores del alma y de la vida, nos lo han encerrado dentro de la cárcel de los conceptos, de las ideas abstractas, de los "ergos" y "negos" de la farsa silogística.

Han atacado a Cristo, con los palos y espadas de su ingenio analizador y filosofante, lo han atado y disecado, y nos lo han dado a Él, al Cristo que dijera "Yo soy la Vida," hecho una yerta, frígida y pergaminosa definición.

Y cuando han hecho esto, se han erguido arbitrarios y envanecidos, para decirnos: "Buscáis a Cristo? Aquí lo tenemos en el puño de la mano. Ahí os va". Con lo cual nos arrojan, a nosotros, almas hambrientas de Él, los bagazos y las cáscaras de sus silogismos y sus sutilezas dialécticas.

Pero llegan entonces, en tropel colérico, los eclesiómanos, los apologistas sectarios, y nos aseguran tener a Cristo, tenerlo encarcelado dentro de los reglamentos y los credos de su respectiva institución. Fuera de la suya, nos asegura cada uno, es imposible hallar al Cristo. Se trata, pues, de derechos exclusivos, de monopolio organizado. Lo monopolizado y poseído es Jesús.

Olvidan, mientras unos a otros se niegan la posesión de Cristo, que las sociedades religiosas de cualquiera denominación que sean, que las iglesias, cualquiera sea el nombre que lleven, sólo tienen a Cristo cuando tienen su espíritu; y en la medida que lo tienen.

Se puede participar de Cristo, pero no monopolizarlo. Se puede estar con Él, pero no excluir a los demás.

La liberación de Cristo, preso de amor

Y es que Cristo es más que todo eso. Más que una forma: más que una simple figura histórica; más que una definición: más que el ornato de una institución exclusiva.

Cristo —y no estoy definiendo ni pretendiendo definir— Cristo, es espíritu. Es un Espíritu universal y eterno; una Fuerza que opera vigorosamente en el fondo. de toda empresa de amor; un Fuego que —como el de la zarza ardiente del Sinai— quema el corazón sin consumirlo y, quemándolo, lo purifica y renueva sin cesar.

Una cosa es fijar a Cristo en una forma y postrarse ante ella; una cosa es aprisionarlo en el tiempo y dedicarse únicamente a rememorarlo como hecho histórico; una cosa es encerrarlo en una fría definición y luego aprendérsela de memoria, apostillándole un desmayado "Creo"; una cosa es sentirse cristiano sólo porque se pertenece a determinada organización o agrupación religiosa. Pero otra cosa, muy diferente, es tener a Jesús.

Sólo puede decir que le tiene, quien le siente como una realidad inmediata y actual. Quien no lo siente así, no tiene más remedio que precipitarse en el materialismo religioso, el diletantismo histórico, la pedantería escolástica o el parasitismo espiritual. O, últimamente, en la negación inspirada, como dijera Unamuno, por "la rabia de no poder creer".

Cristo sigue prisionero. Es menester libertarlo y devolvérselo a la Humanidad. Tras de la reja, ferrada y fría, como la de los retablos de mis recuerdos infantiles, Jesús mira a las muchedumbres hambrientas y sedientas de verdad, que se sangran las manos, el pecho, el rostro, azotándose trágicamente contra la prisión, en sus esfuerzos por llegar hasta El.

Pero es que, en realidad, ¿está Cristo prisionero? ¿De veras le tienen atado y encarcelado? De todas maneras, las formas, las filosofías y, frecuentemente, las instituciones mismas, se ponen, como piedras pesadas y embarazosas, en la vía que conduce a Jesús.

Y por eso, muchas almas tropiezan, caen y se quedan sin El, porque no pueden llegar a El.

La dulce y a la vez enérgica iluminada de Avila, Santa Teresa de Jesús, concibió, sin embargo, también un Cristo prisionero. ¡Pero de qué modo!

"Aquesta divina unión del amor con que yo vivo, hace a Dios ser mi cautivo y libre mi corazón".

No son, pues, rejas de fórmulas, ni de ritos, ni de formas materiales, ni de definiciones, ni de reglamentos, ni de cánones eclesiásticos, dentro de las cuales ha- ya de aprisionarse el espíritu del Cristo. No, sino rejas encendidas de amor.

Porque después de todo, según ilustrara aquel otro enamorado místico, San Juan, y con él todos los cristianos de todas las edades que han sentido a Jesús: pervadiendo, espíritu animador y dinámico, su vida toda, Cristo ha de liberarse de sus prisiones, de todas sus prisiones, menos de ésta: la del corazón que le ama, le sigue y le sirve de palabra y en acción.

Y así, la única manera de liberar al Cristo, es aprisionarle en las cárceles del corazón, y hacer de El, en las honduras interiores, el generador de una vida nueva y abundante.


Source: Pedro Gringoire, Las Manos de Cristo (México, D.F.: Casa Unida de Publicaciones; Buenos Aires: Editorial La Aurora, 1950), 90–97.