Es posible que la hayas visto en la pared de la sala de alguna abuela. Esta pequeña pintura, El ángelus, muestra a una pareja que ha detenido sus tareas agrícolas para orar al atardecer. Tiene todo aquello que suele encantar a las abuelas: labranza, calidez, colores suaves y oración. Sin embargo, cuando fue exhibida por primera vez en París en 1857, esta pintura molestó a las personas. Al igual que muchas pinturas de Jean-François Millet, esta enojó a los ricos aficionados al arte quienes objetaban la forma en la que glorificaba a los campesinos pobres. El arte debía servir para representar aquello que fuera digno, como las damas y los caballeros nobles y como los hechos históricos y los mitos griegos y cosas por el estilo. No era para la gente pobre.

Pero Millet era uno de esos campesinos pobres y amaba el lugar donde había crecido. Con el tiempo, su habilidad para retratar aquellas escenas con honestidad y afecto sobreviviría a aquellos privilegiados críticos de su trabajo y cambiaría el modo en que la sociedad francesa pensaba acerca del trabajador rural marginado.

Jean-François Millet heredó el sentido artístico de su padre. El viejo Millet echaba mano al arado y no a los pinceles, pero siempre era receptivo a la naturaleza que lo rodeaba. Mientras realizaba sus tareas, solía mostrarle a su hijo una brizna de hierba o la curva de una ladera, y al hacerlo le decía: “¡Mira qué bello… qué hermoso!”.

El niño fue llamado “François” en honor a Francisco de Asís y esto constituyó un presagio de su amor por las aves, los campos y cada parte de la naturaleza. Fue su abuela, cuyo sentido de la fe católica estaba profundamente enlazado a un vínculo con la naturaleza donde ella veía con más claridad la mano de Dios, quien eligió ese nombre para él. Era un camino de fe, según Millet, que permitía a su abuela amar “profunda y generosamente”, evitando juzgar a los otros y dando al necesitado.

François, como lo llamaban, creció siendo una persona sensible tanto a la belleza como a la ausencia de la misma. Manifestaba una receptividad especial hacia el esplendor de la naturaleza y la bondad humana, a la vez que tenía una cierta vulnerabilidad ante aquello que Alfred Sensier, su biógrafo y amigo, llamó la actitud humana de “ignorancia de todo aquello que es bueno y generoso”. En otras palabras, tenía buen ojo para percibir un mundo desgarrado y, a la vez, íntegro.

“Vi que, quien había hecho aquello era capaz, con una única figura, de personificar el bien y el mal de toda la humanidad.”

Además del ejemplo de su propio padre, Millet aprendió del poeta Virgilio a honrar la vida rural. La lectura de las Geórgicas y de las Bucólicas, donde Virgilio canta en sus poemas no solo a los dioses y a los grandes personajes, sino a los labradores y a los pastores, reveló lo sagrado que hay en el trabajo rural de todos los días. “Su única ambición”, escribió Sensier, “fue cumplir sus deberes como hijo, arar su surco en paz”.

Un día, camino a casa desde la iglesia, Millet quedó impactado al ver a un viejo granjero encorvado. De pronto entendió las reglas de la perspectiva y del escorzo, y corrió a casa a volcar en el papel lo que había visto. Sus padres rieron al reconocer en el dibujo a su vecino. A medida que Millet intentaba con otras pinturas, se hizo evidente que la suya no era una simple facilidad para dibujar y manifestó a su padre el deseo de aprender el oficio de pintor. El padre de François quedó impactado ante el don de su hijo, del que nadie tenía noticias antes de aquel primer dibujo a sus diecinueve años. Se disculpó de una manera sentida por haberlo mantenido en la granja, en lugar de haber desarrollado su talento. Pero ahora que sus hijos más jóvenes habían crecido y podían ayudar con el trabajo de la granja, estaba deseoso de encontrar un maestro para François.

Millet se fue de casa para aprender a pintar con su primer maestro, otro amante del campo llamado Bon Du Mouchel, pero no pasó mucho antes de que tuviera que volver a casa debido a la mala salud de su padre que padecía encefalitis y que ya no podía oír a su hijo ni hablar con él. Millet intentó hacerse cargo de la situación y se puso al frente de la granja, pero una vez más, aquellos que lo amaban lo empujaron a regresar al arte. Con el tiempo, Millet fue a Cherburgo, donde su maestro, Théophile Langlois de Chѐvreville, quedó tan impresionado por su talento que convenció al ayuntamiento para que le pagara un salario anual como artista residente. El tiempo pasó y el financiamiento se acabó. Si Millet quería avanzar, debía ir a París.

Jean-Francois Millet, El ángelus

En París Millet fue al museo del Louvre para encontrarse con un amable instructor llamado Monsieur Georges, con quien tenía amigos comunes en Cherburgo. Impresionado por las pinturas de Millet, Georges se las mostró a los demás maestros y estudiantes, quienes exclamaron sorprendidos: “¡No sabíamos que podían hacer algo así en provincia!” Millet recibió la invitación para estudiar en el museo, pero se sintió expulsado por el espíritu de competencia y ambición que encontró allí. Pensó que el arte no se trataba de eso.

El joven Millet había llegado a París con cierto escepticismo, pero las salas del Louvre, que tanto había ansiado conocer, lo cautivaron. En esas salas y en compañía de las obras de los antiguos maestros pasó día tras día y sintió el profundo impacto de la capacidad que el gran arte tenía para conmoverlo y permitirle percibir los sentimientos de los otros. “Algunas veces, las aflicciones de San Esteban me atravesaban”, dijo. “Los maestros de esa época son magnéticos; transmiten las alegrías y las tristezas que los aquejan. Son incomparables. Vi un dibujo de Miguel Ángel… la figura, doblada por el sufrimiento físico, me produjo una cadena de sentimientos. El dolor me atormentó. Sentí pena por él. Sufrí con aquel cuerpo, con aquellos miembros. Vi que, quien había hecho aquello era capaz, con una única figura, de personificar el bien y el mal de toda la humanidad”.

Millet sentía aversión por todo lo que fuera melodramático y prefería lo natural, real y completamente humano. Esto ya es visible en su obra temprana, honesta y cercana a la vida; la vida real, con sus texturas e irregularidades. No soportaba el arte que cosificaba y despersonalizaba a la mujer. En lugar de eso, admiraba a pintores como Tiziano y Rubens, cuyas mujeres eran “fuertes… y tan seguras de su poder”. Para Millet, la belleza estaba principalmente en la expresión del cuerpo y del rostro, a través de la que el alma se manifiesta. Así como rechazaba lo melodramático, sentía repulsión hacia todo lo que fuera sensiblero y en exceso delicado. Deseaba un arte basado en la verdad.

En cada atelier y museo de París los artistas y los legos solían considerar a ese ser barbado y corpulento (cuyos estudiantes llamaban “el hombre del bosque”) como alguien un poco lento y opaco. Aunque Millet era un hombre instruido, perspicaz y un buen traductor de latín, tenía esa taciturnidad que a veces se encuentra en las personas provenientes del campo profundo. Su calma era tomada por estupidez y se lo consideraba un pueblerino ignorante. Durante algunas conversaciones, en respuesta a lo que parecía una sarta de tonterías de los citadinos, Millet se volvía obstinadamente más silencioso y ellos lo creían más estúpido.

Después de un breve matrimonio con Pauline-Virginie Ono, que llegó a su fin por la enfermedad y temprana muerte de esta, Millet se casó con una muchacha de Cherburgo llamada Catherine Lemaire y juntos se establecieron en París donde la pobreza los acompañó y donde a duras penas subsistieron en medio de un incierto mercado del arte signado por el caos de la ebullición revolucionaria. Millet pintaba aquello que podía ser vendido: retratos, escenas clásicas, pintura revolucionaria y ese tipo de arte. Estaba desesperado por alimentar a su familia.  

Todos los temas son buenos, decía, si se los pinta con vigor y lucidez; y el artista puede ver con más lucidez y pintar con más vigor cuando está familiarizado con el dolor y el sufrimiento. Sin embargo, los temas que pintaba no eran los que estaban próximos a su corazón. Un día, al pasar por una tienda en la que se vendían sus pinturas, oyó que alguien comentaba que aquellas obras debían ser de Millet, el sujeto que siempre estaba pintando mujeres desnudas. Aunque eso no era del todo cierto, esas palabras causaron un dolor punzante en la conciencia artística de Millet y regresó cuan rápido pudo junto a su esposa. Le dijo que, si ella estaba de acuerdo, a partir de ese momento él solo pintaría aquello que fuera auténtico, no lo que la sociedad quisiera. Sería duro, le advirtió; serían más pobres que nunca. Catherine respondió con valor y generosidad: “Estoy lista; haz lo que desees”. Ese día, Millet se volvió hacia aquello que de verdad amaba, ese buen tema que clamaba por el artista que pudiera demostrar su bondad con lucidez y vigor: su hogar.

Jean-Francois Millet, El sembrador

En 1849, la revolución y una epidemia de cólera dieron a Millet los motivos para huir de París donde siempre se había sentido un poco aprisionado. Había sido necesario que viviera allí para vender su arte, pero él añoraba los campos y las cosas que sentía como su hogar, así como un espacio para su familia. A pesar de que las condiciones eran tristes, se regocijó al encontrarse por fin con aquellas cosas, y trasladó a su familia al pequeño pueblo de Barbizon.

Para ese entonces ya se empezaba a sentir el impacto de Millet en el exterior. Un crítico estadounidense contemporáneo identificó su obra con “una reverencia religiosa a la humanidad”. En términos generales, los estadounidenses se hicieron aficionados a su obra, y por ese motivo hoy es posible encontrarse con copias de pinturas como El sembrador y El ángelus en las salas de las casas rurales. En Francia, estas pinturas comenzaron a representar los valores republicanos o socialistas, un reproche a los ricos y un respaldo a la gloria del trabajador. La imagen del sembrador se volvió un ícono para los populistas de toda índole a lo largo de un siglo. Incluso en la actualidad, una figura que recuerda la de El sembrador corona la cúpula del edificio del Capitolio de Nebraska.

Millet no tenía interés en la política y no le agradó que su arte fuera utilizado con fines de propaganda. Tenía, sin embargo, interés en la humanidad y en mostrar la santidad en la vida cotidiana. Algunos críticos franceses más compasivos identificaban el poder en las pinturas de Millet como algo que surgía del amor a la tierra y a las personas. “No era ni un socialista ni un idealista”, escribió Sensier, “pero como todos los pensadores profundos, amaba la humanidad. Sufría con sus aflicciones y anhelaba expresarlas. Lo que debía hacer para conseguirlo era pintar al campesino en su trabajo. A pesar de sí mismo y sin saberlo, llegó al corazón del asunto”.

“Algunos me dicen que niego los encantos del campo. Yo encuentro mucho más que encantos; encuentro glorias infinitas.”

Aun así, sus pinturas rústicas recibieron una respuesta negativa de los críticos y de la sociedad parisina. La autenticidad con la que representaba a las personas del campo y la vida rural fue catalogada como mera fealdad. Al mismo tiempo, nadie podía negar que, en la honestidad de esas imágenes, que eran una verdad percibida a través de los ojos del amor, se glorificaba a las figuras de las pastoras, de los escardadores y de los granjeros. Eso también molestaba a los críticos. Estaban conmocionados por el hecho de que una pintura imponente, de monumental belleza, como Las espigadoras, no estuviera dedicada a alguien noble o heroico, sino a tres campesinas. En El becerro algunos percibieron una irreverencia. ¿Por qué los hombres que aparecen en la pintura cargan el pequeño becerro como si fuera algo divino? Millet respondió: “¿De qué otro modo harían ustedes que lo cargaran?” 

Para aquellos que decían que su arte era feo, tenía una respuesta que Sensier llamaba “su credo”:

Algunos me dicen que niego los encantos del campo. Yo encuentro mucho más que encantos; encuentro glorias infinitas. Veo tan bien como ellos los halos de los dientes de león y también el sol, que extiende más allá de este mundo su gloria en las nubes. Pero también veo, en la llanura, los caballos de tiro echando aliento por los belfos, y en un lugar rocoso, un hombre exhausto, cuyo [gruñido] ha resonado desde la mañana, y que intenta enderezarse por un momento y respirar. El drama está rodeado de belleza.

No importa qué valor político o social les adjudicaran las personas a esas obras. Ya fuera para apoyarlas o para denunciarlas, nadie podía negar que Millet había captado algo de lo humano. Había puesto ante los ojos de toda Francia a los trabajadores pobres del campo, aquellos que vivían olvidados en lugares remotos, y esa imagen había impactado al país. Los habitantes urbanos fueron obligados a hacerse cargo de la humanidad rural. Y la gente del campo encontró consuelo al ver su modo de vida retratado con nobleza. 

A pesar de los críticos, Millet comenzó a triunfar al final de su vida. En las décadas de 1860 y 1870 empezó a acumular grandes contratos que acabaron por sacar a su familia de la pobreza, y el público general aceptó su trabajo. Pero, a medida que su éxito crecía, su salud se debilitaba. Murió en 1875, a los sesenta años. Se convirtió en el héroe de Vincent Van Gogh y en una inspiración para Claude Monet. Incluso sus críticos debieron admitir que Millet “siempre estaba buscando lo esencial, y lo encontró”. Y que “con una energía indomable intentó ser fiel a la verdad”. Hasta el presente, sus obras son un recordatorio del valor del trabajador común que vive una vida común.

Jean-Francois Millet, Las recolectoras


Traducción de Claudia Amengual