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    Morning over the bay

    La vida abundante

    por Mary Wiser

    viernes, 17 de julio de 2015
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    Un hilo corre a lo largo de mi vida—la búsqueda del Reino de Dios. Siempre he sido (¡y soy!), desde niña, apegada a quienes amo, y siempre he amado a este mundo—amado a la Tierra. No obstante, siempre también he estado consciente de que hay un país más luminoso, más vibrante que este mundo terrenal, y que ese país era el mío.

    Desde muy joven sabía que Jesús dice: “Busquen primero el Reino de los cielos…” y “El que no odia a su padre y a su madre…” Sentía que Jesús me llamaba, pero también respetaba las convicciones de mis padres, para quienes la expresión más alta del amor y de la felicidad consistía en vivir para la familia. En la iglesia, solía mirar a la gente que, soñolienta, cantaba: “Fe de nuestros padres…si pudiéramos, como ellos, morir por ti”. ¿Sabían acaso lo que estaban diciendo? Cuando me integré a la iglesia a los doce años de edad, quedé perpleja porque aquellas palabras no parecían ser gran cosa para muchos. Las reuniones de evangelización a la misma vez me atraían tanto como me repelían.

    ¿Y la guerra? Yo nací en 1918, justo cuando terminó la Primera Guerra Mundial, en un apartado rincón del estado de Nueva York. Sin embargo, algunos de mis primeros recuerdos son los de oír a excombatientes contar sus experiencias en Francia. Un día, una amiguita y yo descubrimos, en la sala de su abuela, unas fotografías de la guerra de trincheras. No podía creerlo: ¡gente que yo conocía era capaz de matar a otros seres humanos!

    Nuestra Iglesia Metodista ofrecía una serie de conferencias sobre asuntos relacionados con la paz, y yo me las tragué todas. En la escuela secundaria hice una investigación sobre las causas de la guerra. A nadie le interesó. Mi padre hubiese preferido que yo siguiera el derrotero normal—una buena universidad, un empleo seguro, una vida “normal”. Pero al terminar los estudios secundarios, empecé a pensar en términos mucho más amplios que el ambiente burgués y conservador de mi barrio residencial. ¡Tenía ansias de vivir! “He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia”: estas palabras resonaban en mi alma.

    Mary recibió una beca en la universidad de Cornell. Allí descubrió los amplios horizontes de un mundo estudiantil que estaba bajo el influjo del humanismo seglar, de la política progresista y de la libertad en cuanto a las costumbres sexuales. También hizo amistad con jóvenes que eran de su parecer respecto al racismo y la guerra.

    En aquellos días se nos habría llamado extremistas. Fue la época de la guerra civil española. En Alemania, Hitler ya había llegado al poder. Tuvimos que reexaminar nuestro pacifismo; nuestro grupo disminuyó.

    Por primera vez en mi vida, en mi último año de estudios atravesé por un período de depresión. Poco a poco había abandonado mi creencia básica en Jesucristo y, aunque siempre creía en el mensaje social del evangelio, había perdido la serenidad de mi niñez.

    Luego de enseñar por un tiempo en una escuela secundaria, Mary conoció a Art Wiser, un tenaz pacifista y activista contra la guerra. Se casó con él, “aunque nunca había oído hablar de objetores de conciencia hasta que fui a la universidad.” Sólo después de casarse, se enteró de que Art no creía en Dios; pero confiaba en su integridad y en su reverencia por el Sermón del Monte.

    Los años 1941 a 1945 pusieron a prueba a toda nuestra generación. Iba a ser la “última guerra justa”, y se trataba con desprecio a los objetores de conciencia que, como mi esposo rehusaron hacer frente a Hitler. Sufrimos al pensar en los amigos que fueron a la guerra, al mismo tiempo de estar conscientes de los millones que sufrían en países de ultramar devastados por la guerra.

    En mi iglesia había una bandera estadounidense al lado del púlpito, y nunca más volví a entrar allí.

    Durante la guerra, la mayoría de los objetores de conciencia fueron internados, Art con ellos. Lo enviaron a un campamento del Servicio Público Civil en la Dakota del Norte. Mary se mudó allá para estar cerca de él, y encontró trabajo en una pequeña escuela de campo. Reinaba un fuerte sentimiento antialemán. Los pacifistas no eran bienvenidos.

    Poco antes del final de la guerra, Art se sintió obligado a protestar contra toda la maquinaria bélica—no quería tener más nada que ver con ella—y salió caminando del campamento. Enseguida lo arrestaron y lo encarcelaron por varios meses.

    Compartimos la experiencia de aquellos años con otras parejas que buscaban una vida de integridad y sencillez, una vida que comenzara por eliminar las causas mismas de la guerra. Nos decidimos a estudiar “comunidad”, y más adelante fuimos a vivir con algunos de ellos en una comunidad en el estado de Georgia. Al compartir la vida diaria se hizo evidente que nos habíamos metido en camisa de once varas: pretendíamos combatir el mal, y estábamos desunidos en cuanto a nuestras diversas ideas y creencias.

    Art y yo sentimos el “espíritu del Reino” en muchos amigos y en varias causas nobles, cristianas o no, y mucha bondad en gente “buena.” Pero seguíamos ciegos al Rey de ese Reino, al único poder capaz de hacer frente al mal en la sociedad y en cada ser humano. Finalmente me di cuenta de que había intentado descifrar a Jesús con la mente, pero nunca me había detenido a preguntarle a Él mismo quién era; una vez lo hice, descubrí que ya no me costaba esfuerzo creer en Él. Más tarde le conté mi experiencia a un buen amigo. Nunca olvidaré su respuesta: “A mí me pasó exactamente lo mismo, sólo que, además, yo fui juzgado.” Esta humildad me conmovió, y en aquel momento supe que yo también necesitaba y deseaba ser juzgada.

    Al recordar aquellas experiencias, Mary reconoce, como nunca antes, el significado del arrepentimiento:

    Ahora sé que con mi buena opinión de mi misma, y con mi ambición de que Dios me usara, en realidad me oponía al Reino. Me apropiaba de los dones de Dios y no estaba dispuesta a exponer mi corazón rebelde. Pasó mucho tiempo antes de que la luz penetrara los lugares recónditos de mi corazón, pero con la ayuda de hermanos y hermanas luché hasta que lo externo y lo interno se igualaron, y me sentí maravillosamente liberada.

    No creo que mis valores hayan cambiado desde mi juventud, pero sí han cobrado un significado más profundo: lo que era idealismo de fraternidad e igualdad entre los hombres, hoy se manifiesta en una vida práctica entre hermanos y hermanas comprometidos para siempre en mutua solidaridad. La última oración de Jesús—que todos seamos uno como Él es uno con el Padre—es mi sostén y mi gozo. Físicamente ya no soy tan activa como antes, pero valoro mucho más la oración por el maravilloso don que es, y por la responsabilidad que me impone.

    Sí, conozco la paz que da Jesús. No es una ininterrumpida serenidad; todavía hay luchas. Para mí, la paz es la lucha del Espíritu por conquistar todos los territorios, incluso el interno de lo invisible, y conquistarlos con las armas del amor para que Dios reine. Conocer esta paz y apreciarla como la perla de gran valor: esto da sentido a mi vida.

    Sabemos que la batalla por el Reino se libra en todo el universo, y me llena de asombro pensar que el Hijo de Dios llegó a esta tierra y nos acompaña a través de nuestras luchas tan mezquinas. Estoy segura de que nuestras pequeñas historias personales también forman parte de esa batalla, porque son obra de Dios; y temblorosa miro hacia la eternidad como la continuación de su grandiosa historia.


    Finalmente, Mary y Art se hicieron miembros de las comunidades Bruderhof por el resto de sus vidas.

    Este artículo está extraído del libro En busca de paz por Johann Christoph Arnold.

    Art and Mary Wiser, each with a baby in their arms. Mary y Art Wiser
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