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    A man and a woman talk under a tree

    ¿Quién necesita la confesión?

    La franqueza, un don incómodo y liberador

    por Johnny Fransham

    martes, 25 de agosto de 2015

    Otros idiomas: Deutsch, العربية, Français, English

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    Hace poco, una pareja de nuestra iglesia regresó de un viaje de misión. Conocieron a muchos que buscaban algo nuevo, gente que sentía la necesidad de cambiar la vida. Pero cuando hablaron del perdón de pecados que ofrece Jesús, se enfrentaron con reacciones mezclados: “Dios ya me ha perdonado.” “¿En serio necesito confesar mis pecados para recibir perdón?” “¿No basta la gracia de Dios?”

    Es cierto que abunda la gracia de Dios, pero abunda particularmente cuando nos descargamos de la vida ante otra persona. El pecado y la culpa siempre crecen cuando quedan ocultos. Por eso escribe Dietrich Bonhoeffer: “En la confesión de pecados específicos el viejo hombre muere en pena y vergüenza en la vista de un hermano. Porque esta humillación es tan difícil, siempre conspiramos evitarla. No obstante, en el profundo dolor mental y físico de humillación ante un hermano, experimentamos nuestro rescate y salvación.”

    Confesar los pecados, aun a alguien en quien confiamos, nunca es fácil porque es necesario hacernos vulnerables y admitir que necesitamos ayuda. En un mundo que ensalza los éxitos del individuo y menosprecia la debilidad, revelar los pecados secretos y pedir perdón no es lo que la mayoría de nosotros querría hacer. Además, nos preocupan los chismes que pueden circular rápidamente, especialmente en grupos cristianos muy juntos.

    No obstante, estos temores pueden ser excusos: escurrimos el bulto en lugar de dejar totalmente el pecado. Escondiéndonos detrás de nuestra cristiandad, mantenemos en secreto nuestro pecado, no porque sintamos perdonados sino por miedo del orgullo herido. Es normal que hasta los más devotos cristianos se parezcan bien, no quieran ayuda y a veces sean santurrones, y en lugar de ser los pecadores que realmente somos nos encarcelamos en una prisión construida de puras fachadas espirituales, así aislándonos de otros y de Dios.

    Al casarnos, mi esposa y yo fundamos nuestro matrimonio en el anhelo de seguir a Jesús ante todo. Aunque muchas veces fallamos, con la misma frecuencia hemos visto que por confesarnos nuestros errores descubrimos unidad y un amor más profundo, y nos podemos ayudar el uno al otro. Me es más que obvio: cuando a mi esposa le oculto las cosas, especialmente mis tentaciones y pecados, hago daño a nuestro matrimonio.

    ¿No es así también en cualquier relación interpersonal? Si deseamos paz, unidad y amor en nuestras relaciones, debemos hacernos vulnerables y revelar lo que escondimos. Cuando el apóstol Pablo nos exhorta llevar las cargas del otro, lo dice para llevarnos más cerca de Jesús y, al final, a nuestros hermanos y hermanas. Habla de un don, no de un deber agobiante.

    La primera carta de Juan es tan clara como llena de esperanza: “Si afirmamos que tenemos comunión con él, pero vivimos en la oscuridad, mentimos y no ponemos en práctica la verdad. Pero si vivimos en la luz, así como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros.”

    ¿Qué significa vivir en la luz, ser limpiados? ¿Cómo dejamos de verdad lo que Cristo nos quiere quitar de encima?

    Como el hombre paralizado del Mateo 9, todos nos aquejamos de algún tipo de sufrimiento o enfermedad. Además, la mayoría nos abrumamos de los pecados y fracasos. Por eso Santiago nos exhorta pedir a los ancianos de la iglesia que oren por nosotros, y que confesemos los pecados a otro (Santiago 5 13:17). Con la confesión abrimos las rejas que nos confinan. Así encontramos la verdadera y eterna curación.

    Pero antes que pase esto, debemos estar listos para que Cristo nos cambie. Tal vez por eso resistimos la confesión de aun el más pequeño pecado a cualquiera persona. La admisión de nuestros pecados a otro implica que estamos preparados para cambiar nuestra forma de ser y de vivir. Jesús prometió hacer nuevas todas las cosas, pero también dice “vete, y no vuelvas a pecar.”

    Dios lo sabe todo, y siempre podemos acercarnos a él directamente. Su perdón es un don maravilloso, pero su poder de liberar y sanar nos costará algo: debemos humillarnos para que Cristo mismo nos levante a una vida nueva.

    Cuando nos confesamos, seguimos el camino humilde de Jesús, quien nació en un pesebre y murió en una cruz. Encontraremos este Cristo en nuestros hermanos y hermanas. Es un misterio: el camino humilde es el único que nos conduce a la luz y esperanza, a la libertad y alegría. Y entonces, como dice Jesús, “El Reino de Dios está entre ustedes” (Lucas 17:21).

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